Lo obsceno es apalear a un perro, desahuciar, permitir no vacunarse al libérrimo personal de una residencia geriátrica, prostituir a una niña, mantener en el código penal el delito de escarnio de confesión religiosa, aguar la leche.
Mis pezones miran hacia abajo porque tengo 53 años. Ocupan el centro de una areola anaranjada recorrida por venas azules y lunares minúsculos. Mis areolas, con sus pezones cabizbajos, se contraen con el frío y el placer. De mis pezones nunca ha manado leche. No están agujereados por un piercing y, después de tomar el sol en piscinitas pacatas donde me obligan a cubrirme con la parte de arriba del bikini y no permiten bañarse a las “chicas de servicio”, son como pupila de un ojo cuya esclerótica coincide con la blancura del seno. Igual que en el cartel de Madres paralelas, pero sin lágrima lactante. Retrato aquí mis pezones, cabizbajos y estrábicos ―simpatiquísimos―, como acción política contra la censura y llamamiento a la descripción masiva de otros pezones de mujer. Los cuerpos femeninos no son sucios ni tan bellos que, en su sacralización, se transustancian en críptica hostia dentro del sagrario. Hay mujeres sin pezones y cantantes calvas. Una mujer nunca debería ser metonimia: vientre, pezón, cabellera… Pero tenemos derecho a reinterpretar los símbolos con los que se nos ha representado secularmente. Lo obsceno a menudo es la tela y el tachón que traza la jefatura de Gobierno de la moralidad del mundo. Las tirillas que camuflan pezones infantiles sexualizan a las niñas con su anacrónico recato. La obscenidad la pone la legaña de quien observa con un miedo idéntico al que prohíbe el virginal cartel de Zahara. Entendámoslo: no hay pezones buenos y malos ―en Instagram salvan a los intelectuales pezones con intención artística―: hay pezones como hay rótulas y obscenísimos agujeros de la nariz donde se oculta el moco. Un pezón es tan importante que no tiene ninguna importancia; escatimarlo es un modo de hacer contrabando con él para venderlo a buen precio. Vender un pedazo del cuerpo femenino abre la posibilidad de especular con el cuerpo todo. No se ocultan los pezones de Esteso en Pepito piscinas.
El asunto del cartel de Madres paralelas se ha resuelto, pero la cuestión es analizar a quién le ofende qué. La ultraderecha patria redobla su pudibundez nacional-católica con la pudibundez de la ética protestante y el espíritu del capitalismo que convierte en escandaloso el semi-pezón ―¿llevaba un esparadrapo?― de Janet Jackson en la Superbowl. Lo obsceno es apalear a un perro, desahuciar, permitir no vacunarse al libérrimo personal de una residencia geriátrica, prostituir a una niña, mantener en el código penal el delito de escarnio de confesión religiosa, aguar la leche. Oscuros dueños del algoritmo blanco, masculino, confesional, competitivo, decid ¿qué os han hecho nuestros pezones?, ¿para quién reserváis las hipersensibles areolas? Quiero mostrar mis pezones en esas redes sociales que, sin hipócritas censuras ―¿por qué borrar un pezón y no la propaganda de la Fundación Francisco Frankenstein?―, podrían conocer secretos desvelados por mi boca de chancla y prevenir las acciones subversivas de pezones y otros despieces, a menudo tristes, de la anatomía. Almodóvar se equivoca en un detalle: el algoritmo resulta demasiado humano en todo lo que la humanidad implica de injusto, inquisitorial y amnésico. Este es mi cuerpo y esta soy yo: usted, si lo desea puede guardarse su teta, pero prohibir la exhibición de los pezones no protege a las mujeres de la mirada del monstruo, sino que nos retrotrae al tiempo del cíngulo y los baños con pololos.