Nota previa: entiendo por enseñanza pública aquella que se dirige a toda la población sin segregación de ningún tipo, que integra todas las diferencias; que pretende unos principios éticos generales basados en los derechos humanos y tiene como objetivos pedagógicos la formación de unos ciudadanos y ciudadanas con conocimientos científicos, alejados de creencias y supersticiones, y con capacidad crítica para interpretar el mundo que les rodea y elaborar propuestas para mejorarlo. Procurar a toda la ciudadania esta enseñanza es una obligación del Estado.
Durante el mes de marzo se realizan las inscripciones en los centros educativos para reservar plazas para el curso 2018-19. Nuestra ciudad se ve plagada de vallas publicitarias y nuestros buzones de folletos propagandísticos incitándonos a inscribir a nuestros hijos en los centros privados, en su gran mayoría católicos y con idearios particulares, y casi todos subvencionados con dinero público. Sin embargo las instituciones públicas ni siquiera informan a la población de los logros y las bondades de su sistema educativo, manteniendo una equidistancia malsana y paradójica, cuando no un apoyo claro a proyectos privados particulares (el otro día vi que desde la Junta se retuiteaba una publicidad de la SAFA). Olvidándose de su obligación de mantener una escuela cuyo papel fundamental es permitir a toda la infancia, futura ciudadanía, compartir unos conocimientos y unos valores comunes. Como decía Jean Jaurès, los centros con un particular proyecto religioso «alimentan el odio entre ciudadanos», los niños «deben ser educados en la misma luz, en la misma libertad, en las escuelas de la nación, donde aprenderán a amarse unos a otros».
El Estado debe apoyar la escuela pública para garantizar los derechos del menor, tras firmar la Declaración de Derechos del Niño promulgada por la ONU en 1959, que le reconoce como «un ser humano que debe ser capaz de desarrollarse física, mental, social, moral y espiritualmente con libertad y dignidad», y por tanto le obliga a poner los medios que garantice ese desarrollo.
Esta obligación es también de las familias o tutores: «El interés superior del niño debe ser el principio rector de quienes tienen la responsabilidad de su educación y orientación; dicha responsabilidad incumbe, en primer término, a sus padres» (principio 7). El principal derecho es el de llegar a ser todo lo que él pueda. Y ese derecho está, según Victor Hugo, por encima del derecho del padre; de ahí que el Estado tiene que obligar a recibir una enseñanza para que pueda desarrollarse. La instrucción primaria es un derecho más sagrado que el del padre, pero esa instrucción solo puede ser emancipadora de la libertad en el niño si es laica, independiente y no dogmática ni sectaria. El derecho del niño a la integridad afectiva, intelectual y física tiene que garantizarse en una escuela común, donde convivan libremente distintos géneros y modelos afectivos y donde se desarrolle el razonamiento libre para la adquisición de conocimientos nunca sujetos a dogmas. Y si el niño «debe ser protegido contra las prácticas que puedan fomentar la discriminación racial, religiosa o de cualquier otra índole» (p.10 de la Declaración), las escuelas deberán ser inclusivas y laicas, para educar «en un espíritu de comprensión, tolerancia, amistad entre los pueblos, paz y fraternidad…». No se puede educar en esos principios en escuelas segregadoras por motivos religiosos, de genero u otros.
Desgraciadamente, la gran mayoría de adultos responsables de cuidar a los niños y niñas actuamos como si nos pertenecieran (como denuncia Khalil Gibran). Ni siquiera somos conscientes de que les estamos arrebatando su derecho fundamental a formar su propia personalidad cuando lo apuntamos al nacer a nuestra iglesia, a nuestra cofradía o hasta a nuestro equipo de fútbol. Y matriculándolos en centros educativos con ideario particular los encauzamos, irreflexivamente o lo que es peor conscientemente, a formarse una personalidad predeterminada basada en valores particulares. Limitando de hecho su libertad y reduciendo su capacidad de conocer el mundo que le rodea y de crearse una conciencia propia. Actuando así, estamos educando a nuestros hijos para adaptarse y someterse al mundo como está y desde una determinada y parcial perspectiva. Desoyendo el consejo de Kant: «no se debe educar a la infancia solo según el estado actual de la especie humana, sino según un estado futuro posible y mejor, es decir, conforme a la idea de la humanidad y su destino total».
Mientras se exige al Estado que generalice el sistema educativo público que garantice los derechos de la infancia y de la futura ciudadanía y deje de financiar con fondos públicos escuelas con intereses privados y fines particulares, matriculemos a nuestros hijos e hijas en las escuelas públicas, trabajando con la comunidad educativa para que cumplan en las mejores condiciones con su función.
José Antonio Naz Valverde * Profesor jubilado Miembro del MAEP (Movimiento Andaluz por la escuela pública)
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