Muchos de quienes luchamos por la laicidad, entre ellos los ateos, estamos cansados y aburridos. ¿Por qué? No por políticas que en materia de laicidad llevan a cabo partidos conservadores, contra los que estamos acostumbrados a oponernos, a que nos ninguneen. Es por la ausencia de políticas contrarias por parte de los partidos progresistas.
Es preciso ser sordo del alma, ciego de piel o esclavo de ideas para ignorar que vivimos tiempos de una cruel y persistente inquisición (social, religiosa, política), que no tolera ninguna manifestación fuera de sus cánones preestablecidos, con resultado de una sociedad cada vez más habituada a obedecer, sin capacidad de asombro, sin tiempo para reflexionar, y sin ningún propósito de actuar. Romper con lo establecido, impuesto como la única forma de vida, debería darnos oxígeno para intentar conseguir aquello que hoy nos asemeja imposible, pero de lo que depende que haya una sociedad más justa, libre, abierta, más respetuosa, más culta.
El ateísmo que llevamos en nuestro corazón es demasiado grande como para ignorar el riesgo de un choque frontal con el monstruo de la autoridad, siempre dispuesta a defender privilegios, pero al mismo tiempo, fortalece nuestra conciencia y determinación de seguir adelante. Los ateos siempre estaremos ahí, tras los estantes en librerías, paseando por los parques, investigando en las universidades, agitando lugares de trabajo, o anónimos entre las sombras… intentando evitar tanta injusticia. Intentando responder a la pregunta de por qué la gran mayoría de quienes dicen querer cambiar las cosas, no se dedican a cambiarlas, con el resultado de caer en la pasividad, en la melancolía, en la desilusión.
No sólo hay que buscar lo mediático. Lo interesante y más difícil, es actuar. Actuar es más importante que hablar. Actuar es más importante que encerrarnos en nuestros espacios. Actuar es mucho más importante que estar sentados como espectadores admirando y alabando las luchas que otros llevan a cabo en espacios y tiempos distintos al nuestro, mientras desacreditamos a quienes actúan a nuestro lado.
La vida no sirve de nada si no se puede vivir libre, si sólo se vive para respirar, trabajar y gastar. La vida hay que vivirla luchando contra las injusticias y las supercherías que la arruinan. La vida no es tal si se vive con el puñal de la libertad, guardado en el cajón de la comodidad. Estamos consiguiendo que el silencio y el olvido por un lado, y la contramarcha por otro, sepulten muchas luchas, entre ellas la de la laicidad. No somos los únicos que denunciamos esto, pero somos pocos los dispuestos a seguir la lucha, y parece que todavía son menos los dispuestos a escuchar.
En cualquier lucha, también por la laicidad, no hay que separar el pensamiento de la acción. Porque luego vienen las lágrimas por recordar lo perdido. Las llamas se propagan mientras haya combustible, y las acciones son el combustible que alimenta esas llamas. Sólo en aquellos momentos en que la tensión por la libertad se reúne con la práctica, es cuando verdaderamente se avanza. Una lucha hecha con honesta entrega, contra unas maquinaria estatales, religiosas, mediáticas, donde la posibilidad de no ser oído es muy alta y el posible fracaso, muy probable.
Encaminarse hacia un Estado laico es fundamental, porque las tan cacareadas libertad, igualdad, fraternidad, son pilares de convivencia, y que como tales, deben estar bien cimentados, siendo la laicidad uno de esos cimientos fundamentales. Y cuando a pesar de las incomprensiones, se ama lo que se hace por que es de justicia, el desánimo frente al retroceso no impide que nos mantengamos firmes en la defensa de esa laicidad, que es garantía de respeto mutuo, igualdad de todas las creencias (incluído el derecho a no creer) y la neutralidad del espacio público.
Marc Cabanilles
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