Enseñar religión y su historia es una cosa y adoctrinar en una sola confesión, otra distinta
COMENTARIO: Los datos sobre los catequistas en la escuela que aparecen en este artículo se refieren a los que dependen directamente del MEC, y no al total de profesorado de religión que suponen un costo anual de 610 millones de euros. Sólo en Cataluña hay 1.390 con un coste de 48 millones de euros al año.
El 70% de los españoles está en contra de la propuesta de este Gobierno de convertir la asignatura de Religión —católica, por supuesto— en una materia evaluable en la escuela. Así lo indica la encuesta de Metroscopia publicada ayer por este periódico, que señala también que ni siquiera hay entre los votantes del Partido Popular una mayoría a favor de la reforma que prepara el ministro de Educación, José Ignacio Wert.
Tales datos vienen a demostrar que, de mantenerse este proyecto dentro de la reforma educativa del Ejecutivo de Mariano Rajoy, la asignatura de Religión católica será una obligación en contra de la voluntad popular mayoritaria, lo que seguramente a la Conferencia Episcopal Española no le quitará el sueño. Pactar con el poder político para imponer por la fuerza su credo y sus ritos forma parte de su a veces ignominiosa historia. Es verdad, como el propio Wert dice, que la religión no será una asignatura obligatoria, sino optativa, pero también lo es que al ser evaluable se equipararía a otras materias y que, reforzada por esta vía, se asegura su enseñanza. Esta, por tanto, seguirá corriendo por cuenta del Estado y no por los de la propia Iglesia católica —suficientemente subvencionados ya, por cierto—.
Dado que todas las estadísticas señalan la sangría que la Iglesia católica registra en términos de pérdida de fieles y de vocaciones, este nuevo pacto con el poder es, en cierta forma, demostración de su fracaso por cuanto la jerarquía católica se muestra incapaz de convencer solo con la fuerza de la razón de la bondad de su credo. Sin embargo, se puede considerar un éxito si este no se mide por la capacidad evangelizadora, sino por los beneficios económicos y políticos que comporta a la institución.
Los beneficios económicos son evidentes. Con la Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad Educativa (LOMCE) de Wert queda garantizado con expectativas muy positivas el mantenimiento de los casi 3.000 profesores de catolicismo remunerados por el Estado —94 millones de euros el año pasado—, pero seleccionados por la Iglesia, y la edición de millones de libros de texto católicos. Los beneficios políticos son los que se derivan de su supuesta capacidad de influencia en la opinión pública, que con esta imposición en la escuela probablemente refuerza y amplía en el tiempo con el adoctrinamiento de nuevas generaciones de estudiantes.
Es difícil medir esa capacidad de influencia. Puede que no sea lo suficientemente importante como para desequilibrar la balanza hacia un partido u otro a la hora de votar. Pero es palmaria la habilidad de la jerarquía católica para la agitación y la movilización. Lo demostró en los siete años y medio de legislatura socialista de José Luis Rodríguez Zapatero. Los obispos españoles se emplearon a fondo, participando incluso en manifestaciones, contra sus reformas sociales —matrimonio homosexual, fundamentalmente— y ayudaron a generar un estado de opinión contrario al Gobierno y favorable al principal partido de la oposición, el PP.
La vida da muchas vueltas y, finalmente, alcanzado el poder, el PP no ha derogado aquella ley que tanto molesta a la cúpula eclesiástica. Como contrapartida, le pone en bandeja la clase confesional de religión católica. No es un mal trato para los obispos.
Puede que la LOMCE —ojalá— sea capaz de cumplir con la expectativa que ofrece su propio título y mejore la calidad educativa. Puede que sus reválidas externas no generen estudiantes especializados en memorizar conceptos como algunos vaticinan, sino que sea un acicate para que los alumnos intensifiquen su dedicación y su esfuerzo y que introduzca la sana competencia en los centros. Convertir en evaluable la asignatura confesional de catolicismo nada tiene que ver con ese espíritu de la ley. Es una interpretación amplia y favorable para la Iglesia del Concordato con la Santa Sede de 1979 —que debería ser derogado— que deriva en un atentado al pluralismo y la libertad de pensamiento. Porque enseñar religión y su historia es una cosa y adoctrinar en una sola confesión, con un temario, un profesorado y unos libros seleccionados solo por los obispos, otra muy distinta. Pero es obvio que Wert está pagando los servicios prestados al PP; eso sí, con el dinero de todos y la resignada oposición de la mayoría.
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