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Ni las toneladas de incienso quemadas estos días pueden disimular cierto hedor: la ocultación de los delincuentes con sotana, la falta de misericordia para los que piden la eutanasia, el desprecio hacia los homosexuales y el odio a las mujeres
¿Qué hicieron por nosotros los romanos? Los Monty Phyton olvidaron que además del alcantarillado y otras muchas ventajas disfrutadas por los habitantes del imperio –siempre que no fueran mujeres, esclavos o metecos– los romanos nos dejaron la Iglesia Católica. Y desde mucho antes del cristiano Constantino, casi podemos remontarnos a los idus de marzo y al apuñalamiento de Julio César por sus nobles compis, hartos de sus pujos antirrepublicanos. Los cardenales, vestidos de púrpura a imitación de los emperadores –el color más caro de aquellos tiempos– heredaron Roma, o sea, también su caos, sus desmesuras y sus conspiraciones. Incluso se clavan puñales, ahora mediáticos, afilados a base de bulos y propaganda –expertos son en el tema– para hacerse con el poder terrenal de la institución religiosa más antigua de la Historia. ¿Mensaje cristiano? Ni por el forro del capelo cardenalicio, oigan.
Pero eso es lo de menos. Volquetes de medios empuñaron el botafumeiro para sahumar los intríngulis de los asuntos papables como nunca antes en la historia. ¿Cómo contar sobre una de las instituciones más opacas del mundo? Tras la muerte del preboste anterior, la noticia era que no había ninguna noticia, así que televisiones, radios y digitales decidieron convertir en espectáculo cuasi eurovisivo –solo faltaba el televoto– la contienda entre un montón de hombres ancianos disfrazados de forma aparatosa y sus crípticos rituales medievales. Así, durante horas y horas de empalagosa beatería –aconfesionalidad del Estado, ya tal– , tuvimos que soportar planos eternos de la chimeneíta de hojalata sobre un tejado vulguis vulgaris y las palabras hueras de gentecilla sin la más remota idea de nada de lo que ocurría tras esas puertas renacentistas. Fumatas de fumados aparte, fue delicioso escuchar a rendidos presentadores intentando vocalizar latinajos y a lanzadas reporteras repetir frases a lo loco, como que el nuevo papa iba a ser “presentado en sociedad” cual pija debutante del Baile de la Rosa, esa fiestecilla rancia sostenida en el tiempo por el papel cuché. Y eso que el Hola! resulta menos carpetovetónico que esa curia romana tan felliniana en sus modos y maneras. Quien haya vivido en Roma, cerca del mini Estado teocrático, sabe que el desfile de moda vaticana en Roma(Fellini, 1972) tiene mucho de retrato al natural.
Entonces, ¿ hay papas buenos? Ni por asomo. El fanatismo está reñido con tal cosa. Y la figura de un líder religioso –aunque no sea tridentino– se define como declarado enemigo de los no creyentes. Cuando el nuevo Susan suelte eso del “relativismo moral” recuerden a quienes está señalando con el dedo y, si llega el momento, no solo tendrán acusación, también condena. Y no al intangible infierno, precisamente. La ira divina encarnada en esos hombres supuestamente santos, de los que sabemos que pecan a troche y moche. Hipocresía, ambición, codicia, corrupción, represión, inquisición… Por no hablar de crímenes: los abusos y violaciones cometidos por el clero y su encubrimiento. Ni las toneladas de incienso quemadas estos días pueden disimular cierto hedor: la ocultación de los delincuentes con sotana, la falta de misericordia para con los enfermos que piden la eutanasia, el desprecio hacia los homosexuales y el odio cerval a las mujeres, considerados seres inferiores. Solo papas, nada de mamas.
Por eso sabe a vendetta ese Cónclave (Berger, 2024) con papisa a medias y sus monjas –criadas– estupradas por curánganos, a pesar del final accidental, accidentado y, finalmente, inocentón. Porque el Vaticano no cambiaría ni un ápice con un pontífice hermafrodita, qué va… Seguiría siendo el mismo nido de serpientes de siempre, precisamente porque Roma es Italia y el vaticanismo también es gatopardismo, es decir; adicto a cambiar todo para que todo siga igual. Vean si no esa fantástica idea de hacer pasar a Bergoglio por papa progre. ¿Más ejemplos? La única iglesia gótica de Roma, Santa María sobre Minerva. Su nombre lo dice todo.
Los creadores de Cónclave no han revisadoLa vía Láctea (1969) de Buñuel, si no, verían cómo soluciona de un espadazo el nudo gordiano.
El divino aragonés, con su brutalidad irónica habitual, nos pone a soñar con el fusilamiento de un papa. ¿Imaginan las fauces abiertas de ciertos letrados cristianos si la secuencia estuviera rodada hoy?
Ya hablamos de la púrpura, el color sacado de la glándula hipobronquial de miles de caracoles marinos como prueba de que los cardenales siempre han buscado foco. Otra más es el gusto por convertirse en personajes de cine, sobre todo si cotizan como papables en las apuestas. Ahí va la prueba de cargo: el mismísimo Ratzinger ejerció como asesor religioso en El cardenal (Preminger, 1963) y después vimos a Anthony Quinn como papa anticomunista, adelantándose unas décadas a Wojtyla en Las sandalias del pescador(Anderson, 1968). Y Cristopher Reeve nos dejó el primer cardenal cañón en Monseñor(Perry, 1982) además de juerguista y… mafioso. Oh, sorpresa.
Las películas cardenalicias suelen pecar de argumentos plúmbeos y conflictos manidos, como la amante que intenta apartar al protagonista de su fe/ambición, lujuria mediante. Mujeres=Mal, ya saben. Por eso mi cardenal favorito será siempre el Richelieu de Charlton Heston –hablaremos más de él– en dos entregas de la divertidísima colección de pelis con Los tres mosqueteros dirigida por Lester (1973-1974). Intrigante y cruel, villano sin ambages, como Dios manda.
Los papas también tienen su ración de celuloide, los reales e históricos con terribles biopics que evitaremos glosar y docus horrorosos como el de Wim Wenders sobre Bergoglio: tanto ángel sobre Berlín tenía que acabar en empanada monumental. Solo la ficción puede retratar el poder temporal de la Iglesia en toda su dimensión, es decir, con espectáculo. Ficción aunque no del todo, como Juan Pablo I asesinado por la trama del escándalo Calvi en El Padrino III (Coppola, 1991) interpretado por Raf Vallone. Futbolista profesional, estrella de Hollywood, renombrado director de ópera y grandísimo actor teatral requerido por genios como Peter Brook, además de crítico de cine y teatro de La Stampa y L’Unitá, el actor calabrés era comunista y veterano de la resistencia antifascista. Hasta un ego –católico– como el de Coppola se postra ante él.
Lo mismo le pasa a Nanni Moretti con el inmenso Michel Piccoli en la comedia Habemus papam (2011), esta vez ante un papa que no quiere ocupar el trono de San Pedro. Necesita terapia, deciden. Y quién no ahí dentro, contesta Moretti.
El rostro de canallita ragazzo di vita de Jude Law protagoniza la serie The Young Pope (2016) del engolado y relamido Sorrentino. Esta que les escribe es muy de cine italiano pero no del vendedor de cromos del Fellini menos inspirado. Si creen que no tengo razón, comparen, comparen. Y esto viene a colación para recordar que una vez hubo algo llamado “honestidad artística” escrito en el mármol de los clásicos. La misma Roma clásica es un buen ejemplo de ello. Allí al artista no se le exigía más pureza que la de la verdadera fe en la capacidad transformadora del arte, al que se rinde como otros se postran ante el Altísimo. Como los antiguos papas se sabían impuros desde todos los aspectos, se hacían con la pureza artística en cuanto la veían. Su verdadero legado es haber pagado –aunque fuera tarde y mal, los cicateros– obras maestras universales, de esas que al ser contempladas hacen llorar de emoción. Aunque nazcan de seres imperfectos y pecadores, como cuenta El tormento y el éxtasis(Reed, 1965). Imposible olvidar el duelo de titanes bajo el techo de la capilla Sixtina entre Charlton Heston (Miguel Ángel) y Rex Harrison (Julio II):
–¿Cuándo lo terminarás?
–¡Cuándo lo acabe!
Michelangelo Buonarroti es el Arte convencido de serlo, airado como un rayo. Y por supuesto, ateo. El dios pequeño metido dentro de un gran corte cerebral declara que el ser humano es quien crea los dioses. A su imagen y semejanza.
Curioso ver reunidos a los supuestos voceros de Dios reunidos bajo esta imagen, ¿verdad? Quizá esos cardenales que han llegado a la Sixtina gracias a su propia ambición de poder terrenal, no sean más que la imagen deformada del fresco pintado sobre sus cabezas. La espiritualidad tiene que estar en otro lado. Quizá en la de otro gran Michelangelo: Antonioni. Lo sguardo di Micheleangelo (2004) es una carta de amor al famoso Moisés de San Pietro in Vincoli, pieza del grupo escultórico de la tumba encargada por el papa Julio II –o sea, Rex Harrison–. Antonioni sabía que se moría, este cortometraje es su última película y con ella quiere dejar un testamento visual, y también moral, sobre el arte, al que ha dedicado toda su vida. Un anciano sin disfraz alguno ni pompas ni oropeles, en absoluto silencio, en un ejercicio de ascetismo total, acaricia la verdad escrita en piedra. Revelada.
Hay que reconocerlo: esos mármoles, pinturas, músicas y edificios los dejó para nuestro disfrute la Iglesia Católica, o sea, el Imperio Romano, junto con el no menos importante alcantarillado. Si van a Roma, verán esa Cloaca Máxima que aún abre su boca enorme hacia el Tíber muy, muy cerca del Vaticano.




