Esa Europa es también la que moviliza a Hobbes, a edificar todo un sistema de filosofía política sobre la premisa de que el hombre es lobo del hombre.
La Europa de los siglos XVI y XVII, la Europa de la Reforma y Contrarreforma, fue una Europa signada por la discordia y la intolerancia religiosas. Todo el Viejo Continente, presa de la cerrazón dogmática más extrema, desquiciado por la quimera de las verdades metafísicas absolutas, descendió a los abismos del fanatismo más virulento; y lo hizo a niveles tales de profundidad, que la historia, hasta hoy, no ha podido superar. Allí, en ese infierno de credos oficiales excluyentes y sectas heréticas clandestinas, católicos y protestantes se combatían los unos a los otros en una espiral sin fin de odio y violencia, proscripciones y persecuciones, ataques y venganzas. Se mataba y se moría en nombre de Dios. Se era mártir o verdugo.
Estamos en presencia de una Europa de fervores intransigentes, de cristianos recalcitrantes en pugna. Una Europa luctuosa y sanguinaria. Ella inspira a Brueghel el Viejo a pintar El triunfo de la muerte y La masacre de los inocentes, y a Francisco Rizi a plasmar sobre un lienzo –con una solemnidad hierática que no logra disimular del todo su significación siniestra– el famoso auto de fe realizado en la Plaza Mayor de Madrid allá por 1683 (en España, los horrores del oscurantismo persistirán tanto tiempo que Goya, en el Siglo de las Luces y la centuria que le sigue, llegará a verlos con sus propios ojos, y retratarlos en muchas sus obras).
Esa Europa es también la que moviliza a Hobbes, el autor del Leviatán, a edificar todo un sistema de filosofía política sobre la premisa pesimista de que «el hombre es lobo del hombre», y de que el mundo es escenario de una «guerra de todos contra todos»; males que a su juicio sólo la monarquía absoluta puede contener, y que mucho se nutren de las creencias religiosas (eso al menos sugiere la lectura de Behemoth, su amarga crónica de la Revolución Inglesa).
Es una civilización convulsionada por las luchas facciosas, carcomida por el odium theologicum. Una Cristiandad desgarrada por un sinfín de querellas doctrinales bizantinas, y por todos los conflictos internacionales e intestinos que esas mismas querellas, al darles un engañoso barniz de sacralidad, desencadenan, prolongan o exacerban.
Es la Europa de Lutero y el Concilio de Trento, de Calvino y Felipe II, de Zwinglio y la mística española. La Europa de las biblias protestantes impresas masivamente en lengua vernácula (alemán, holandés, francés, castellano, checo, inglés, etc.), y del cada vez más extenso Index de libros prohibidos. La Europa de los hugonotes y los duques de Guisa, de los tiranicidas de pluma o espada que en nombre de la fe pergeñan doctrinas y perpetran atentados. La Europa de las nuevas órdenes monásticas que se lanzan como vanguardias iluminadas a la recatolización del rebaño (jesuitas, carmelitas descalzos, capuchinos, paulistas, teatinos, ursulinas), y de esa ascesis burguesa de extramuros tan sui generis que muchos años más tarde estudiará el sociólogo Max Weber.
Pero es también la Europa aterrorizada por el accionar de la Inquisición, espantada con su omnímoda vigilancia, sus feroces métodos de tortura (la garrucha, el potro, la toca, etc.) y sus macabras ejecuciones de impenitentes en la hoguera. La misma Europa donde Lutero, sintiendo que la Reforma se desmadra y subvierte en Alemania, y que peligra por ello el apoyo de la nobleza, llama “hordas asesinas y ladronas” a los campesinos anabaptistas que invocan su prédica para rebelarse contra el yugo feudal, y reclama que sean “aniquilados, estrangulados, apuñalados” sin miramientos, “como se matan a los perros rabiosos”.
No son, precisamente, condiciones ideales para el cultivo de la ciencia y la filosofía. El ultracalvinista Consejo de Ginebra ordena quemar vivo al científico y teólogo español Miguel Servet. Lo mismo hace en Roma el cardenal Belarmino –el tristemente célebre Martillo de los herejes– con el librepensador Giordano Bruno, para luego llevar a juicio a Galileo Galilei por defender la teoría heliocéntrica de Copérnico. En Holanda, el filósofo racionalista Baruch Spinoza es excomulgado y expulsado por la diáspora judía de Ámsterdam. No debiéramos sorprendernos por estos episodios: Ignacio de Loyola ha preconizado con éxito el «virtuoso sacrificio del intelecto», y Lutero ha afirmado sin pruritos que la razón humana es la «ramera del Diablo». Una sociedad infectada por la misología es una sociedad infestada de torquemadas, y nuestro posmoderno siglo XXI –lo sabemos bien– no se ha liberado del todo de este terrible flagelo…
En ese Viejo Continente fanatizado y dividido, pocos quieren honrar la ética humanista de Erasmo. Y se llega, incluso, al colmo de que el erudito Sebastián Castellion publique bajo seudónimo su De hærectis –un alegato en contra de la tortura y ejecución de herejes inspirado en la moral del Evangelio– por temor a que los calvinistas suizos lo arrojen a las llamas por su «satánica» filantropía. “Matar a un hombre no es defender una doctrina, es matar a un hombre”. “No se hace profesión de fe quemando a un hombre”. “Buscar y decir la verdad, tal y como se piensa, no puede ser nunca un delito”. “A nadie se le debe obligar a creer. La conciencia es libre”. Herejes son, simplemente, “aquéllos que no están de acuerdo con nuestra opinión”. “Que los judíos o los turcos no condenen a los cristianos, y que tampoco los cristianos condenen a los judíos o a los turcos… y nosotros, los que nos llamamos cristianos, no nos condenemos tampoco los unos a los otros…”. Castellion, radicado con antelación en Basilea, se salva de la hoguera. Pero no de la censura y la persecución. Tampoco del fuego vengativo: cuando los calvinistas ginebrinos consiguen finalmente que Basilea lo procese por herejía, y la muerte natural lo sorprende mientras se prepara para un nuevo exilio, sus enemigos rencorosos exhuman su cadáver y lo queman.
Los católicos de Francia perpetran la Masacre de San Bartolomé. Los judíos sefardíes de Portugal son obligados a renegar de su fe, o a expatriarse para no perderla. Muchos protestantes señalan al papa como el Anticristo de la profecía apocalíptica. Fernando III expulsa de España –una España empecinada en olvidar los esplendores de su pasado andalusí– a 300 mil moriscos. Los puritanos clausuran los teatros isabelinos donde se representan las obras de Shakespeare. Los campesinos benandanti del Friuli –practicantes de antiquísimos cultos a la fertilidad de origen chamánico precristiano– son procesados por magia negra y satanismo. Luis XIV, enemigo acérrimo de los hugonotes, revoca el Edicto de Nantes y apadrina las infames dragonnades. La Holanda calvinista se solivianta y fractura con las disputas teologales entre arminianos y gomaristas. Los jansenistas de Port-Royal desafían la hegemonía intelectual de la Compañía de Jesús.
La Europa oriental, pese al poco impacto que la Reforma protestante tiene en ella, no es ajena a las persecuciones religiosas. Los cosacos del atamán Jmelnytsky, rústicos profesantes del cristianismo ortodoxo, dan muerte en Ucrania a un número incalculable de israelitas asquenazíes; y el clérigo ruso Avvakum, líder de los heréticos raskólniki o «antiguos creyentes», es desterrado al Ártico durante 15 años y quemado luego en la hoguera por oponerse a las reformas litúrgicas helenizantes del patriarca Nikon.
Catolicismo, luteranismo, anabaptismo, calvinismo, anglicanismo, jansenismo y muchos otros «ismos». Justificación por las obras o por la fe, libre albedrío o predestinación, sacerdocio universal o clericalismo, libre examen de las Escrituras o magisterio de la Iglesia, papismo o antipapismo, ortodoxia tridentina o leyenda negra, arte sacro o iconoclastia. Persecuciones de herejes y apóstatas. Antisemitismo e islamofobia. Cristianos viejos y nuevos. Estatutos de limpieza de sangre y furor de converso. Procesos por brujería y pogroms contra judíos. Protestantes víctimas del Santo Oficio y católicos martirizados por los nuevos cancerberos de las Iglesias reformadas. Cuius regio, eius religio. Calabozos y patíbulos. Prohibiciones y quemas de libros. Sambenitos y capirotes. Retractaciones bajo tortura y conversiones por la fuerza. Hogueras y horcas. Dantescos espectáculos de descuartizamiento. Opresión y sadismo. Intolerancia en todas sus formas.
Un párrafo aparte merecen las cazas de brujas, perpetradas tanto por la Iglesia católica como por las Iglesias protestantes, principalmente en Europa central. Unas 110 mil personas –como mínimo– son juzgadas, encarceladas y torturadas por brujería (magia negra, pacto con el Diablo, participación en aquelarres, adoración del Demonio, etc.); y al menos 60 mil acaban quemadas en la hoguera, ahorcadas o decapitadas. Se trata mayormente de simples curanderas que nada tienen que ver con el satanismo, campesinas que hacen conjuros para curar enfermedades o propiciar las buenas cosechas, ancestrales supersticiones de origen pagano que la Iglesia medieval no ha podido erradicar del todo. Las voces que se alzan para repudiar esta ola de histeria colectiva que se conoce como Gran Locura de las Brujas –y que tiene su clímax en el último cuarto del siglo XVI y el primer tercio del XVII– son aisladas e ignoradas: Anton Prætorius, Johannes Brenz y pocos quijotes más. Los prejuicios culturales, la misoginia, el fanatismo religioso y la paranoia prevalecen por doquier. El procedimiento forense de la probatio diabolica hace añicos el principio ético-jurídico de la presunción de inocencia. La búsqueda de chivos expiatorios se impone así a la búsqueda de la verdad.
También el exilio: miríadas de creyentes de todas las confesiones, para no apostatar ni morir, para disfrutar de la libertad de conciencia y culto, de la igualdad de trato tan cara a la dignidad personal y comunitaria, o simplemente para poder vivir de una buena vez en paz, cruzan fronteras y mares en viajes de cientos o miles de kilómetros. Judíos sefardíes emigran a Holanda y el Brasil. Calvinistas franceses huyen a la vecina Suiza y la remota África austral. Holandeses católicos se marchan al Flandes español, y flamencos protestantes se desplazan hasta Holanda. Puritanos ingleses y galeses, lectores obsesivos del Antiguo Testamento, hacen de la América septentrional bañada por el Atlántico su Tierra Prometida. Luteranos alemanes del sur se refugian en la Alemania luterana del norte, y alemanes católicos del norte buscan asilo en la Alemania católica del sur.
Pero existe, sin embargo, una calamidad peor: las guerras de religión, tanto civiles como exteriores. Los reinos y repúblicas del Viejo Continente se desangran y arruinan a causa de ellas. En el Sacro Imperio Romano Germánico estallan la Guerra de los Campesinos y la Guerra de Esmalcalda; en Francia, ocho Guerres de Religion; en las Islas Británicas, las Guerras de los Tres Reinos; en Suiza, las Guerras de Kappel; en Hungría, la Pequeña Guerra; en el Mediterráneo, las Guerras del Turco. Pero esto no es todo: el Imperio Español y las provincias rebeldes del Flandes protestante –la República de los Países Bajos– combaten durante 80 largos años, y buena parte de los estados europeos hacen lo propio en una de las conflagraciones más cruentas que registra la historia: la Guerra de los Treinta Años, desarrollada principalmente en la Europa central. La lista puede engrosarse con las guerras angloespañolas, que si bien se producen por rivalidades geopolíticas y comerciales, no son ajenas a las desavenencias de fe, puesto que el patriotismo belicoso de ingleses y españoles está saturado de una militante fe cristiana –tridentina en un caso, reformada en el otro–. Qué número exacto de vidas humanas se perdieron en estas guerras «santas» fratricidas del Cinquecento y el Barroco, nadie puede saberlo. Pero se trata, sin duda, de una mortandad que se tiene que contar de a millones, porque las centenas de miles no alcanzan…
Por desgracia, los territorios de América conquistados y colonizados por las potencias europeas también sufren el azote de la intolerancia religiosa. Las órdenes monacales y el clero secular de la Iglesia católica se empeñan a fondo en la faena de extirpar cualquier resabio de «idolatría» o «hechicería» en los pueblos originarios, y no duda en valerse para ello de métodos coactivos y sangrientos. Por su parte, la Inquisición española crea tres tribunales en las Indias, primeramente en México y Lima, luego en Cartagena; mientras que el Santo Oficio de Lisboa envía inquisidores itinerantes (visitadores) a las capitanías portuguesas del Brasil cuando alguna denuncia, rumor o sospecha parecen ameritarlo. En ambos casos, el objetivo de la Inquisición es el mismo: por un lado, perseguir a los judíos, marranos, moros, moriscos, protestantes, herejes y hechiceros que, fingiendo ser católicos, u ocultando su condición de cristianos nuevos, hayan logrado desembarcar clandestinamente en los territorios hispanos y lusitanos del Nuevo Mundo; y por otro, erradicar cualquier supervivencia de paganismo ancestral entre los esclavos africanos y afrodescendientes (vudú, umbanda, candomblé, santería, etc.).
Los puritanos ingleses, asimismo, trasplantan a Norteamérica la abominable costumbre de la caza de brujas a la que son tan afectos. En Massachusetts, Nueva Inglaterra, entre febrero de 1692 y mayo de 1693, se llevan a cabo los nefandos Juicios de Salem inmortalizados por la literatura, el teatro y el cine estadounidenses. Más de 150 personas –mujeres en su inmensa mayoría– caen bajo arresto, 31 son procesadas por brujería, 19 mueren en la horca, cinco fallecen en cautiverio antes del veredicto judicial, y una restante perece salvajemente lapidada.
Malhadado fanatismo religioso, ¡cuántos crímenes ha producido tu ceguera! La conciencia ética del humanismo secular te repudia. Demasiados horrores e injusticias han causado los pueblos al abrir tu funesta caja de Pandora.