Lo peor es que los obispos cuando ejercen su derecho a hablar parten del convencimiento de que su palabra es ley, de que la vida de los oyentes debe guiarse por ella porque ella es la norma suprema decidida por dios contra la libertad suprema del hombre
Los Obispos tienen derecho a expresar sus opiniones. Creo que fue Juan XXIII quien dijo que sólo tiene derecho a hablar quien tiene algo que decir. Dicho de otra forma, el papa bueno reconocía el derecho a la palabra si esa palabra contenía una idea enriquecedora para el oyente, pudiendo deducir con claridad que debería suprimirse la posibilidad de decir tonterías. La palabra es algo muy serio como para ahuecarla de contenido y lanzarla al aire como una ventosidad maloliente capaz de producir un rechazo automático. Tan seria es la palabra, que la biblia sitúa el origen del mundo en su vientre creador. En el principio fue la palabra y la palabra era Dios.
Lo peor es que los obispos cuando ejercen su derecho a hablar parten del convencimiento de que su palabra es ley, de que la vida de los oyentes debe guiarse por ella porque ella es la norma suprema decidida por dios contra la libertad suprema del hombre a orientar su quehacer de acuerdo con la propia conciencia. Y expresan su palabra con el convencimiento de que es el mismísimo dios quien la pronuncia como imposición de bondad de vida, suplantando la libre elección del hombre. No hay más conformación bondadosa de la historia que la que se erige como eco de sus palabras en cuanto normas de bondad intrínseca de la vida humana. Y quien está fuera de las coordenadas de esa palabra está al margen automáticamente de esa visión salvífica del cosmos.
Y se diría, pensando bien, que los obispos hablan de lo que llevan en su corazón. Pero si es así, uno concluye que hay demasiado sexo en el corazón y cerebro episcopales. Hay un predominio sexual en su expresiones, como si lo genital residiera cobijado bajo las mitras y esas mitras disimularan la capacidad de pensar para convertir las neuronas en órganos sexuales que el común de los mortales ostentamos entre las piernas.
Esta obsesión inalcanzable por el sexo lleva a despreciarlo y convertirlo en la fuente de toda la maldad del mundo. No es fuente de felicidad, sino origen de la perversión. No guardan ningún tipo de lógica, porque si dios creó al ser humano, no sólo con sexo sino sexuado, cometió el tremendo error de dotarlo del manantial del mal. De ahí una flagrante contradicción.
Este desprecio por el sexo lo personifican en la mujer. Ella es la encarnación de ese mal. Dios le asignó el don del cariño, la ternura, la debilidad y ella está empeñada en ser sujeto activo de la historia exigiendo los mismos derechos que el hombre. Traiciona su propio sexo como receptor inactivo y lo convierte en gozo ofrecido al hombre con facultad, él sí, de disfrute. La mujer es un accidente de la creación, pero puestos a conceder, los obispos la quieren mujer-mujer en el hogar. La aportación de ambos a la familia está clara para algunos obispos. Escribe el mitrado de Córdoba: “Cuanto más varón sea el varón, mejor para todos en la casa. Él aporta particularmente la cobertura, la protección y la seguridad. El varón es signo de fortaleza, representa la autoridad que ayuda a crecer» Y añade: «La mujer tiene una aportación específica, da calor al hogar, acogida, ternura. El genio femenino enriquece grandemente la familia. Cuanto más mujer y más femenina sea la mujer, mejor para todos en la casa»
Queda claro el papel de los sexos. “Un hombre macho no debe llorar” que dice el tango. La mujer es pura debilidad que existe gracias a que el hombre le da su apoyo y su permiso existencial.
Nadie tiene derecho a hablar si no tiene algo que decir. Esta afirmación debería haberla dirigido el Papa a ciertos obispos. La opresión del poderoso sobre el débil está aquí personificada. Debe quedar claro que el varón puede oprimir a la mujer porque es ley de vida que el fuerte doblegue al débil. Y por lo visto esa ley está inscrita por el mismísimo dios creador. Dios es de una derecha ultra, de una discriminación abominable, de una exclusión despreciable. Esa separación revela a escala a una humanidad donde debe comprenderse que los potentados vivan a costa de las espaldas dobladas de la miseria. Sexo y poder están más unidos de lo que parece.
El cielo puede esperar. Mientras tanto la mujer, representando a los pobres, muere por el poderío de unas manos que un día fueron caricia.