El cardenal alemán Müller, que representa el ala más conservadora del Vaticano, ha desconcertado a muchos católicos con sus normas sobre los difuntos
El 2 de julio de 2012 Benedicto XVI ponía la primera piedra de su testamento teológico. Aunque todavía faltaban siete meses para que sorprendiera al mundo con su renuncia al pontificado, Joseph Ratzinger ya rumiaba la idea de apartarse del solio pontificio y ese proyecto influía en su toma de decisiones. Aquel lunes de principios de verano el Vaticano anunciaba un nombramiento de peso: el Papa por fin había decidido quién iba a ser el sucesor de William Joseph Levada al frente de la Congregación para la Doctrina de la Fe (CDF). Un año después de que el cardenal estadounidense presentase su dimisión al cargo por motivos de edad, el Pontífice elegía a Gerhard Ludwig Müller como prefecto del antiguo Santo Oficio. No era un nombramiento casual. Elegía a un ‘ratzingeriano’ destacado: el entonces obispo de Ratisbona, la ciudad alemana en la que se encuentra la prestigiosa universidad donde él mismo dio clases, y a quien confiaría además la edición y cuidado de sus numerosas obras. Le señalaba así en definitiva como el hombre encargado de defender su imponente legado teológico, desarrollado primero durante sus 23 años como prefecto de la CDF al lado de Juan Pablo II, y continuado después en sus casi ocho años como obispo de Roma.
A Müller le iba el cargo que ni pintado: frío en el trato, altanero en el discurso y con una potente formación teológica, parecía nacido para dirigir el dicasterio vaticano encargado de velar por la pureza de la fe y la ortodoxia de la doctrina. En Alemania se alegraron con su marcha: sus posiciones conservadoras resultaban difíciles de aceptar para buena parte de sus colegas en el episcopado, entre quienes prevalecen opiniones aperturistas, mientras que los que habían sido sus fieles en Ratisbona tampoco lo echaron de menos, pues tuvo roces con ellos cuando les negó una mayor participación en la toma de decisiones en la diócesis. A Müller parece que no le importó demasiado la desafección de sus feligreses, pues pensaba que estaba haciendo lo justo. Lo mismo ocurrió la semana pasada cuando anunció que se había acabado lo de guardar las cenizas de los difuntos en casa o esparcirlas por el aire, el agua o la tierra. La prohibición ha dolido a muchos católicos, que no acaban de entender la decisión del Vaticano, pero Müller no pareció inmutarse. «Los muertos no son propiedad de los familiares, sino que son hijos de Dios, forman parte de Dios y por ello no se celebran ritos privados, sino ceremonias públicas. Esperan en un cementerio su resurrección», explicó.
Un escándalo si le quita
Benedicto XVI debió de sentirse tranquilo cuando dejó el Vaticano sabiendo que el próximo Papa heredaría a su compatriota al frente de la CDF. Aunque todos los altos cargos de la Curia romana cesan cuando acaba un pontificado, lo normal es que el nuevo obispo de Roma los mantenga durante un tiempo en el cargo. Con Müller estaba claro que ese período iba para largo, pues acababa de llegar a Roma. Hubiera sido un escándalo que Francisco se lo quitara de encima y más teniendo en cuenta que se trata del albacea teológico del Papa Ratzinger y que además ‘sólo’ tiene 68 años, por lo que le faltan al menos siete para jubilarse. A Jorge Mario Bergoglio parece no quedarle más remedio que mantenerle en el cargo, aunque es evidente la falta de sintonía y de confianza entre ambos.
No han faltado los choques entre Müller y los hombres más cercanos a Francisco. En enero de 2014, cuando empezaba a vislumbrarse la intención del nuevo Papa de ofrecer una alternativa a los divorciados vueltos a casar para que pudieran comulgar en algunos casos, el cardenal hondureño Óscar Andrés Rodríguez Maradiaga trató de desactivar las resistencias que esta idea generaba en parte de la Curia. «Müller es un profesor de teología, en su mente está sólo la verdad y la mentira. Pero el mundo no es así, debería ser un poco más flexible cuando escucha algunas voces». Fue el mensaje que el arzobispo de Tegucigalpa y coordinador del C-9, el Consejo de purpurados creado por Bergoglio para que le ayudaran en la reforma de la Iglesia, le envió al prefecto de la CDF en una entrevista concedida a un diario germano.
Müller tampoco se ha cortado a la hora de intentar marcarle el paso a Bergoglio. Primero anunció que una de las responsabilidades de su dicasterio, pese a que nadie tenía noticia de ello, era «estructurar teológicamente» el pontificado y luego aseguró que si se tocaba la indisolubilidad del matrimonio durante el Sínodo sobre la Familia se corría el riesgo de producir un cisma en la Iglesia. En su último libro le dejó un recado a Francisco de cara a su viaje a Suecia esta semana para participar en la conmemoración del 500 aniversario de la Reforma protestante. «Los católicos no tenemos ningún motivo para celebrar el 31 de octubre de 1517, es decir, la fecha que se considera como el inicio de la Reforma que condujo a la ruptura de la cristiandad occidental».