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Margarita Nelken, en Mundo Gráfico. fuente: Wikimedia Commons

Los mercaderes del templo. Por Margarita Nelken en 1932

¿Entramos en una nueva etapa de las relaciones entre el Estado y la Iglesia? La polémica está servida. Acudimos a las crónicas parlamentarias de Margarita Nelken en 1932 buscando referencias, materiales, reflexiones…

“Está visto que la religión es lo contrario de la música: en lugar de amansar, enfurece.

Bueno, eso de religión, a lo mejor, es un eufemismo.. Un eufemismo que nada autoriza, pues nunca mejor llamado el pan, pan, y los dineritos de san Juan, dineritos que hay que defender a la desesperada.

Defensa que no llegamos a entender. ¿No habíamos quedado en que los católicos españoles habían volcado, o estaban dispuestos a volcar, todos los tesoros de sus arcas al pie de los altares? Pues con repartir esos tesoros, equitativamente, entre esos pobrecitos curitas de aldea tan conmovedores (inclusive los que todos conocemos), cuento acabado y cuentas ídem. Pero, en fin, por si esos tesoros no bastaran, o por si no fueran tantos como se decía, y todo puede ocurrir—se temiese que pudieran ser menos a cada cuestación—, ahí va una ideíca, brindada con todo desinterés a “quienes corresponda”; aplicar en adelante a los haberes más o menos extinguidos del clero ídem el importe de todas esas hojitas de propaganda antirrepublicana distribuidas en los templos, sacristías y demás lugares fructíferamente religiosos.

Los altamiranos y afines no han caído en ello; así es que apelan a todo para no dejar escapar precisamente aquello que su religión les manda despreciar. El señor Maura apela a eso de la juridicidad, de tan grata memoria, lo cual le será premiado con el espaldarazo del señor Oreja Elosegui. (¡Qué amigos tienes, Miguel!); el señor Villanueva apela a eso de aprovechar todas las rendijas para ver si por fin se abre la puerta ; el señor Alba apela a su reconocida buena fe (no confundir con la fe a secas) y a las crisis hepáticas; el señor García Gallego, a esa su inconfundible elocuencia, que tanto gustaba a las devotas de Burgo de Osma, y el señor Beunza, nuestro dilecto amigo, a esa su energía que tanto enardece a las hermanas de doña Urraca.

Mas la intervención digna de subrayarse; la intervención cumbre; la que nunca agradeceremos bastante los que no podemos sufrir a veces el tedio de las sesiones; la intervención sublime, ha sido la del señor Gómez Rojí. Alternativamente suave, suavísimo, e implacable; tierno e inexorable; dulcísimo y tremebundo con gestos unas veces de anatema y otras de implorado; con miradas que tan pronto lanzaban rayos y centellas como se hacían tiernamente amorosas con el brazo alzado al techo pintado, o extendido con el índice tiesa, a modo de pistola encañonada; invocando el Evangelio u–¡oh pavor!, ¡oh dolor!—los escasísimos rasgos de humanidad que aún deben de quedarnos a nosotros, impíos; el canónigo ejemplar, el sacerdote representativo como ninguno de su clase, suplicó, amenazó, requirió, fulminó, habló del cielo y del infierno, en aras de este tema, cuya elevación y desinterés nadie pondrá en duda: la obtención de unos duritos para ayuda de la alimentación de los sobrinos.

Mas- ¡oh dolor!, ¡oh pavor!—esa conciencia nuestra, invocada por el señor Gómez Rojí, se halla tan sorda, que no responde. Nos hemos acostumbrado a ver a tantos obreros sin trabajo y sin esos treinta y dos miserables duritos mensuales que nos echaba en cara el señor Rojí, que la visión de unos señores que no trabajan y que tienen, en cambio, esos miserables duritos, no logra, estremecernos.

Y estamos tan empedernidos en nuestro error, que ni siquiera nos estremece esa última razón esgrimida por el señor Gómez, Roji y que algunos incomprensivos calificaron, con ligereza excesiva, de “chantage”: era simplemente un modo delicado y clerical de preparar la venta de votos.

Declaraciones de cuantos tienen la obligación de hacerlas y de cuantos se crean esa obligación para no ser menos o para procurar ser más. Duelos—o duelitos—clásicos; Guerra del Río—resto de la Cámara, y Botella Asensi– resto de su minoría. Venganza sangrienta de la caverna: una votación nominal a la hora en que debiéramos estar en los postres.

Y sólo queda, de tanto clericalismo de perra gorda, y de tanto anticlericalismo de… lo que sea, la impresión del sentido laico, neta y decididamente laico, de la Cámara, y la del discurso equilibrado y seguro, sin destemples innecesarios ni blanduras peligrosas, del señor Albornoz”.

Margarita Nelken

(Fuente: El Socialista, número 7222 del 31 de marzo de 1932)

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