El cardenal Ángelo Sodano, de 92 años, acaba de cesar como decano del Colegio Cardenalicio, cargo que ha ocupado durante
tres lustros. ¡Ya era hora! Fue nuncio apostólico –embajador- del Papa en Chile, durante la dictadura de Pinochet, que legitimó y cuyas sistemáticas violaciones de los derechos humanos nunca denunció. Con Pinochet entabló una estrecha amistad, que se mantuvo hasta la muerte del dictador.
Posteriormente fue nombrado por Juan Pablo II secretario de Estado del Vaticano, puesto en el que fue ratificado por Benedicto XVI hasta ser sustituido un año y medio después por el cardenal Tarsicio Bartone. Durante ese periodo encubrió –y legitimó con su pasividad- los numerosos casos de cardenales, arzobispos, obispos, sacerdotes y religiosos pederastas en las iglesias de todo el mundo, así como las agresiones sexuales de Marcial Maciel, fundador de los Legionarios de Cristo durante décadas.
Hace veinte años, en marzo de 1999 escribí en EL PAÍS un artículo titulado “Los hombres de Pinochet en el Vaticano”, entre los que citaba en primer lugar al cardenal Sodano. Tras conocer la noticia de su cese, me ha parecido oportuno recuperar y volver a publicar dicho artículo que permitirá entender mejor los fenómenos de la involución, el neoconservadurismo, el integrismo y la corrupción, instalados en los pontificados de Juan Pablo II y de Benedicto XVI, de los que el cardenal Sodano fue uno de sus principales valedores institucionales y uno de sus más eficaces brazos ejecutores. Espero arroje algo de luz sobre los aquellos años de hierro vividos en la Iglesia católica y sufridos por tantas víctimas condenadas injusta e inmisericordemente por el Vaticano.
21 de diciembre de 2019
Juan-José Tamayo-Acosta
Desde su toma de poder en Chile, tras el golpe de Estado contra el presidente Salvador Allende, el general Pinochet buscó denodadamente el apoyo del Vaticano a su dictadura militar alegando como credenciales su fe católica y su cruzada contra el marxismo, llevada a cabo en plena sintonía con Juan Pablo II, antimarxista como él. Mientras el arzobispo de Santiago de Chile, cardenal Silva Enríquez, denunciaba los atentados de Pinochet contra los derechos humanos -incluido el derecho a la vida- a través de la Vicaría de Solidaridad, el Vaticano legitimaba las actuaciones del dictador, sobre todo a través de la nunciatura.Tras los resultados adversos del plebiscito de octubre de 1988, que le obligaron a abandonar el poder, Pinochet redobló sus esfuerzos por asegurarse el aval del Vaticano, confiando en que saliera en su defensa en caso de que fuera procesado. Y la larga sombra del general se extendió hasta la curia romana, donde hoy ocupan puestos de responsabilidad de primera línea personalidades eclesiásticas afines a él.
Hay que citar, en primer lugar, al cardenal piamontés Angello Sodano, nuncio en Chile durante la dictadura de Pinochet, con quien mantenía estrechas relaciones de amistad, fundadas en la sintonía política. Él fue quien preparó la visita de Juan Pablo II a Chile en 1987 y cada uno de los gestos de legitimación del pontífice hacia el dictador. Sodano sustituyó al cardenal Casaroli al frente de la secretaría de Estado del Vaticano, puesto que ocupa actualmente. Aunque en la jerarquía vaticana ocupa el número dos, en la práctica actúa como número uno. Con motivo de la celebración de las bodas de oro de Pinochet, dirigió al matrimonio una carta personal de felicitación llena de elogios. Tras entrevistarse con el viceministro chileno de Asuntos Exteriores en Castelgandolfo, en noviembre de 1998, Sodano dirigió una carta al Gobierno británico pidiendo clemencia para su amigo el general Pinochet apelando razones humanitarias, a la reconciliación entre los chilenos y, en definitiva, a la soberanía del Estado de Chile.
Al frente de la Congregación romana para el Culto Divino y los Sacramentos se encuentra otro admirador de Pinochet: el cardenal chileno Jorge Medina, que fue arzobispo de Valparaíso (Chile), donde nació Salvador Allende. Es un enemigo acérrimo y declarado de la teología de la liberación, a la que ha perseguido con especial dureza. No ha tenido reparos en confesar públicamente que el Vaticano estaba trabajando para evitar el procesamiento del general Pinochet y para su pronto retorno a Chile. Buena prueba de su nulo respeto por la democracia y de su legitimación religiosa -al menos indirecta- de la dictadura es su testimonio del 3 de agosto de 1990: “La democracia no significa automáticamente que Dios quiera que sea puesta en práctica”. Desde su actual responsabilidad al frente de la Congregación para los Sacramentos puede ejercer una función muy peligrosa: poner el rico mundo de los símbolos cristianos al servicio de causas contrarias a la libertad.
Otro hombre fuerte en el Vaticano es el cardenal colombiano Alfonso López Trujillo, secretario y presidente, sucesivamente, de la Conferencia Episcopal Latinoamericana (CELAM) en las décadas setenta y ochenta, enemigo encarnizado, como Medina, de la teología de la liberación y perseguidor de sus principales cultivadores. Permítaseme una referencia personal al respecto. Siendo López Trujillo arzobispo de Medellín, llegó a prohibir la difusión y venta de mi libro Para comprender la teología de la liberación en todas las librerías católicas de la archidiócesis. Su presidencia del CELAM, que coincidió con el avance de las dictaduras militares en América Latina, no se caracterizó precisamente por la denuncia profética contra ellas. Durante los periodos especialmente conflictivos se mostró cercano a la CIA en su empeño por acallar las reivindicaciones populares y el espíritu revolucionario de los movimientos de la liberación. Actualmente preside en el Vaticano el Consejo Pontificio para la Familia, que se caracteriza por una concepción anticonciliar en materias como la anticoncepción y la paternidad-maternidad responsables.
En este quién es quién del Vaticano no conviene perder de vista a otro personaje clave en la legitimación religiosa de las dictaduras: el cardenal italiano Pio Laghi, comprometido hasta el cuello con la dictadura militar argentina cuando estaba al frente de la nunciatura apostólica en Buenos Aires. Ni él ni la mayoría de los obispos argentinos levantaron la voz en defensa de las personas asesinadas y desaparecidas, ni denunciaron los horrendos crímenes contra los niños, a quienes se les arrancaba materialmente de sus padres. La Iglesia argentina colaboró activamente en la represión a través de los capellanes castrenses. Mientras tanto, era asesinado un obispo defensor de los derechos humanos, monseñor Angelelli, sin que sus hermanos en el episcopado expresaran su condena ante las autoridades. Las Madres de la Plaza de Mayo han denunciado al cardenal Laghi ante la justicia italiana como cómplice de la dictadura militar. Pero la denuncia no puede prosperar porque dicho cardenal es actualmente presidente de la Sagrada Congregación para la Educación Católica y goza de inmunidad en aplicación de los Acuerdos de Letrán. En España ha sido monseñor Asenjo, secretario general de la Conferencia Episcopal, quien se ha sumado al sentir de sus jefes del Vaticano, aseverando, contra toda lógica, que el procesamiento de Pinochet dificultaría la reconciliación entre los chilenos. No es de extrañar que estas declaraciones le ayuden a subir un peldaño más en la escalera del poder eclesiástico.
Es posible que estos consejeros áulicos hayan convencido al Papa de que Pinochet es un cristiano ejemplar; su familia, modelo de “familia sagrada”; su cruzada contra el comunismo, un acto de servicio a la Iglesia católica, y su golpe de Estado, una acción querida por Dios para restablecer el “orden social cristiano” alterado por el marxista Salvador Allende. O acaso, ni siquiera ha sido necesario convencerle de los méritos del dictador, porque el Papa era buen conocedor de ellos, como demostró durante su visita a Chile a través de gestos inequívocos de aprecio por el general golpista. Uno fue darle personalmente la comunión como expresión de reconocimiento de su plena eclesialidad. Otro, salir al balcón del palacio de la Moneda acompañado del general para saludar a una gran muchedumbre de personas que mezclaban los “vivas” al Papa con los gritos de aclamación al dictador.
La estrategia seguida por el Vaticano en el caso de Pinochet me parece ética y evangélicamente injustificable. Primero se convierte a un verdugo en víctima. Con esa artera operación, las víctimas vuelven a ser sacrificadas de nuevo en la memoria del pueblo. El segundo, se defiende la inmunidad apelando a que en el tiempo de los crímenes ocupaba la alta jefatura del Estado. Con ello se legitiman sus más horrendos atentados contra la humanidad. Tercero, se pide clemencia por motivos humanitarios, olvidando el comportamiento inhumano del dictador para con su pueblo. Al final, el verdugo queda libre sin ni siquiera ser sometido a juicio y se enseñorea sobre sus víctimas. Y todo con la ayuda divina, bajo la mediación del Vaticano. En definitiva, una dictadura apoya y legitima a otra dictadura. Y eso, en el caso de la Iglesia católica, me parece antidemocrático y antievangélico, antihumano y antidivino.
El País, 2 de marzo de 1999
Juan-José Tamayo-Acosta