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Los evangélicos de Estados Unidos temen perder su estatus hegemónico

Muchos lectores habrán visto publicada en la prensa la imagen de Donald Trump, rodeado en la Casa Blanca de predicadores evangélicos que, con los ojos cerrados como los tiene el propio presidente, parecen aferrarse a él como si fuera un santo.

Algunos evangélicos, fanáticos incondicionales del Estado de Israel, incluso comparan al Donald con Ciro el Grande, el rey de los persas que marchó a Babilonia, donde liberó a los judíos de cerca de setenta años de exilio.

Al menos desde el agudo ensayo que, a mediados del siglo XIX, dedicó al todavía joven país el francés Alexis de Tocqueville bajo el título de ‘De la democracia en América’, sabemos la gran influencia que ha tenido siempre la religión en Estados Unidos. No hay prácticamente ningún político norteamericano, de presidente para abajo, que no mencione a Dios en sus discursos.

No es, por supuesto, excepción el presidente electo, Joe Biden, que últimamente habla tanto de «salvar el alma de América», pero ya sabemos que el alma real de EEUU no es otra que el dólar: no en mano aparece en la moneda el lema ‘in God we trust’ (En Dios confiamos).

Biden será, después de John F. Kennedy -como él de ascendencia irlandesa- el segundo presidente católico en toda la historia de ese país mayoritariamente evangélico, lo que significa ya un claro progreso, dado que los católicos siempre fueron sospechosos entre los evangélicos de anteponer los intereses del Vaticano a los del propio país.

Las normas democráticas por las que se rige EEUU fueron elaboradas por una mayoría blanca y abrumadoramente protestante. Y todavía a mediados del siglo pasado, más del 90 por ciento de los electores reunían esa doble condición.

Sin embargo, con las oleadas inmigratorias y las sucesivas reformas, que fueron ampliando el alcance de los derechos civiles, aunque fuese siempre con enormes esfuerzos, a las minorías como la afroamericana o la de origen hispano, la sociedad norteamericana se volvió cada vez más étnicamente variopinta y, por tanto, más compleja.

Así, para cuando el primer presidente negro de la historia de EEUU, Barack Obama, comenzó su segundo mandato, la proporción de votantes cristianos y blancos había descendido ya al 57 por ciento, tendencia ya imparable: para el cuarto de siglo se calcula que aquéllos no superarán ya el 50 por ciento del cuerpo electoral.

Todo ello explica el miedo casi pánico de los blancos evangélicos, que sienten que las que eran hasta hace poco minorías con muchos menos derechos van comiéndoles rápidamente el terreno y amenazan con arrebatarles el status hegemónico de que han gozado desde la fundación del país.

Ya no pueden hacer como entre 1885 y 1908, cuando los Estados del Sur que habían integrado la antigua Confederación pusieron todo tipo de trabas al derecho de voto de los afroamericanos hasta el punto de que su participación en las elecciones descendió desde un 61 por ciento, a finales de los años ochenta, hasta un 2 por ciento en 1912.

Los blancos republicanos de hoy parecen sentir el mismo pánico que entonces experimentaron los demócratas de los Estados que habían sido esclavistas hasta su derrota en la guerra civil. De ahí los actuales intentos de aquellos Estados de mayoría republicana de promulgar leyes electorales restrictivas o reconfigurar las circunscripciones a fin de entorpecer la participación democrática de las minorías e intentar retrasar así algo que parece inevitable.

Los Estados Unidos de América están cada vez más divididos en dos comunidades o identidades sociales: una sería la representada por los blancos, mayoritariamente cristianos evangélicos, que viven sobre todo en las zonas rurales o en los suburbios de las ciudades, y otra, mucho más joven y heterogénea de la que formarían parte tanto los blancos educados y urbanos, muchos de ellos agnósticos o partidarios de la laicidad del Estado, como los miembros de las distintas minorías.

Aunque sorprende el avance electoral de un político profundamente racista como Trump en un segmento de la población afroamericana, la de menor formación, y sobre todo entre muchos latinoamericanos, no sólo, como podría esperarse, los del exilio venezolano y cubano, sino también entre muchos que cruzaron la frontera del río Grande y ahora egoístamente no quieren ver a más inmigrantes como ellos.

La salida del autócrata de la Casa Blanca no resolverá en ningún caso la profunda división existente en la sociedad estadounidense: las heridas seguirán abiertas y los republicanos, sobre todo si finalmente siguen controlando el Senado, harán todo lo posible por dificultarle a su sucesor demócrata las tareas de gobierno, como ya hicieron antes con su odiado Obama.

Joaquín Rábago

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*Los artículos de opinión expresan la de su autor, sin que la publicación suponga que el Observatorio del Laicismo o Europa Laica compartan todo lo expresado en el mismo. Europa Laica expresa sus opiniones a través de sus comunicados

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