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Los dineros del capellán y los rastreadores voluntarios

Estamos inmersos en una nueva eclosión del coronavirus, con brotes que se producen por doquier y con un número de positivos equiparables a los del mes de abril. El mayor porcentaje de nuevos casos se está dando en Aragón, Cataluña, Madrid y Navarra. Son, probablemente, frutos de la estupidez humana y de estrafalarias teorías negacionistas que acaban produciendo un daño irreparable en vidas, y también acrecentando el daño económico y social. Ocurre también que, en algunas de las comunidades autónomas, como Madrid y Cataluña, a fecha de hoy no se ha contratado el personal de rastreo necesario para abortar los rebrotes realizando un seguimiento de los contactos de cada persona diagnosticada.

En este contexto, la presidenta de la comunidad de Madrid se ha aprestado a contratar un total 73 capellanes, uno por cada 100 camas hospitalarias, en una operación que costará anualmente un millón de euros, «para garantizar el derecho a la asistencia religiosa». Se refiere a la religión católica, desde luego, y así se especifica: «reconocer, proteger y posibilitar el ejercicio garantizado constitucional, legal y convencionalmente, del derecho a la asistencia religiosa de los enfermos católicos y sus familiares o allegados en los centros hospitalarios adscritos al Servicio Madrileño de Salud». Y al resto de la ciudadanía de Madrid que profese otras religiones, que la zurzan; no cabe ni el reconocimiento, ni la protección, ni posibilitar el ejercicio garantizado constitucionalmente en estos casos, a no ser que la ingeniosa presidenta nos sorprendiera ofertando igualmente, rabinos, imanes, pastoras o sacerdotes budistas, etc. ¿Y qué pasa con los agnósticos?

No es que estemos abogando porque todas las confesiones y sectas deban disfrutar de las prebendas que se ha otorgado a la católica, más bien parece justo que sean las propias organizaciones las que sufraguen, formen, aconsejen y conforten espiritualmente a quien lo demande, pero con sus propios medios.

Flipo colorines

Parece que la comunidad de la presidenta es una tierra de promisión (¿y de provisión?) para la empresa privada, cualidad acentuada con la pandemia. Así, se encarga a una empresa con poca dotación e historia (» flipo colorines», decían ellos mismos) para atender las residencias de la tercera edad que estaban en una situación dramática y con una mortalidad desatada. Se contrata a una empresa privada para que realice las pruebas de PCR, o a empresas constructoras para consolidar estructuras efímeras; se compran mascarillas a valores superiores al mercado, etc. Sin embargo no hay contratos para los rastreadores, y se piden voluntarios para esa tarea, a estas alturas.

En cualquier caso, y volviendo al papel de las jerarquías religiosas, no podemos olvidar que la Iglesia católica como institución ha estado «perdida» durante la pandemia, y solo ha aparecido para publicitarse en el tramo final de la declaración de renta. Hay que decir que la contratación de capellanes para los hospitales no es un hecho nuevo, ya se da en otras comunidades autónomas, por ejemplo, la Valenciana, Aragón y Cataluña y otras, desde hace años. Lo curioso es que se realice de novo, a estas alturas de siglo.

1985

Hay que remontarse al año 1985, cuando la joven democracia española cumplía siete años y pretendía desarrollarse y abrirse al mundo con las dificultades por la herencia recibida y los poderosos enemigos internos. En los superventas de las radios  musicales se iniciaba el año con Alaska y Dinarama  y  su » Cómo pudiste hacerme esto a mí »  y se cerraba  con  Joan Manuel Serrat  con  «El sur también existe». En el cine, el personal se embelesaba, con la historia de amor  entre  Meryl Streep  y Robert Redford en la  película de Sydney Pollack Memorias de Áfricacon la que ganó siete Oscars.

También se produjo el denominado primer el atentado yihadista en el Restaurante El Descanso. Se votó en referéndum la entrada en la OTAN y se firmó el documento de entrada en la Comunidad Económica Europea, que se consumaría en enero del 1986. Se vivió la apertura de la verja de Gibraltar, lo que permitió después de muchos años el tránsito de personas. Las mujeres ingresaron por primera vez en la Policía Nacional, y se desarrolló el primer Plan de IMSERSO que cambiaría la vida de las personas de edad avanzada. Es el mismo año en que superamos, por primera vez, los tres millones de parados, tiempo de grandes movilizaciones. También el año en que España legalizó parcialmente el aborto.

Orden ministerial y Concordato

Pues bien, finalizando 1985, la iglesia católica «arranca cacho» por la orden de 20 de diciembre sobre Asistencia Religiosa Católica en Centros Hospitalarios, en aplicación del acuerdo entre el Estado español y la Santa Sede sobre asuntos jurídicos. El artículo 3 señala «el servicio de asistencia religiosa católica a que se refiere este Acuerdo dispondrá de los locales adecuados, tales como capilla, despacho y lugar para residir o en su caso pernoctar, y de los recursos necesarios para su prestación «.  Y el sexto señala «Corresponderá al Estado, a través de la correspondiente dotación presupuestaria, la financiación del servicio de asistencia religiosa católica. El Estado transferirá las cantidades precisas a la Administración sanitaria competente.

Transcurridos más de 35 años de esa orden y más de 40 de la firma del Concordato, todo sigue igual y sin que se cumpla el acuerdo sobre asuntos económicos de aquel concordato en el que se dice «La iglesia católica declara el propósito de lograr por sí misma los recursos suficientes para la atención de sus necesidades …«.  Fácil sospechar que nunca va a llegar ese momento, de forma voluntaria.

La atención religiosa en cualquier ámbito (domiciliario, hospitalario o social) debe ser sufragado por las distintas religiones y por sus feligreses. Y los dineros públicos destinados a sanidad deber destinados íntegramente a los fines sanitarios.

Parecería más oportuno contratar, en vez de a esos capellanes, a profesionales de la psicología que ayudaran a pacientes y familiares a afrontar la enfermedad y/o el desenlace vital, fueran cuales fueran sus creencias. Otra de las muchas alternativas sería contratar rastreadores que en estos momentos se hacen más necesarios.

A nuestro sistema público de salud no le faltan necesidades que cubrir y agujeros que tapar, y todo euro de más será bienvenido.

Enrique Ortega. Médico especialista en enfermedades infecciosas y jefe de servicio de Enfermedades Infecciosas, Emergentes e Importadas. Ha sido profesor asociado de de medicina de la Universidad de Valencia y Director Gerente del Departamento de Salud Hospital General de Valencia.

Ilustración: Verónica Montón Alegre

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