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Los derechos humanos y la real politik

Hace unas semanas Margot Wallström, ministra de asuntos exteriores sueca, denunció la discriminación de las mujeres en Arabia Saudí (no se les permite conducir, dirigir negocios púbicos, casarse sin permiso de sus tutores masculinos…). La reacción del país de Oriente Medio fue fulminante: retiró su embajador y dejó de dar visados de entrada a empresarios y hombres de negocios suecos. Los Emiratos Árabes Unidos (Dubai, Abu Dabi…), y algunas organizaciones internacionales como la Organización para la Cooperación Islámica, se unieron a las represalias y condenas, argumentando que era intolerable la intromisión de Suecia en sus “asuntos internos” y acusándola de islamofobia. Ni los medios de comunicación occidentales se han hecho prácticamente eco de este suceso ni los gobiernos europeos han mostrado solidaridad alguna con Wallström, y eso que no se refirió al caso de Ali Mohamed al-Nimr, condenado a ser decapitado por alzar la voz (con 16 años) contra la represión del gobierno a la minoría chií (la pena de muerte es más que una amenaza, este año ya han sido decapitadas en Arabia Saudí más de 160 personas).

¿La (ausencia de) reacción de nuestras democracias hubiera sido la misma si el país denunciado y “agraviado” hubiera sido, por ejemplo, Venezuela, o Cuba (donde, como en muchos otros sitios, se vulneran derechos pero no se decapita a los ciudadanos por expresarse)? ¿Por qué no se habla de la violación sistemática de derechos humanos enHonduras (¿o es necesario que el expresidente González haga un viaje reivindicativo a Tegucigalpa?) o en Colombia? ¿Cuál es la razón por la que el genocidio cometido en el Tibet está fuera del interés de nuestros gobiernos? ¿ElSahara, a pesar de las resoluciones de la ONU, solo interesa a cómicos como Bardém? Caben muchas más preguntas, pero conocemos la respuesta.

Sabemos que la mayoría de los Estados usan una doble -yo diría que al menos triple-, vara de medir a la hora de condenar o silenciar la violación de los derechos humanos por otros Estados, por grandes corporaciones o incluso por organizaciones de otro tipo, como terroristas o paramilitares. Esa hipocresía se explica por la estricta aplicación de la real politik, es decir, por la política o diplomacia basada en intereses prácticos y acciones concretas, por los intereses de un país de acuerdo con las circunstancias de su entorno, intereses inmediatos que dejan a un lado principios filosóficos, teóricos o morales, cuando no la propia aplicación de la ley. Cuestiones relativas a la seguridad y, sobre todo, expectativas vinculadas al ámbito económico, vencen a su favor y sin mucho esfuerzo la balanza que los enfrenta a la protección de los derechos, por mucho que esa protección sea una obligación jurídica para los Estados.

Pero además, ese “realismo político” no se reduce a la antipedagógica manga ancha con unos y dureza inmisericorde con otros. No son pocos los Estados que, con la intención de mantener y mejorar las buenas relaciones (y con ellas los negocios), promocionan a los Estados violadores de derechos como territorios limpios, desarrollados y seguros, a los que vale la pena visitar (en circuitos vip) o con los que es conveniente y hasta casi obligado establecer negocios. Así, por ejemplo, en nuestro país, una televisión pública autonómica describía a Dubai de esta forma: “Todo lo que ahora es Dubai, antes era un completo desierto. Pero, en tan sólo 30 años y con la ayuda de los ‘petrodólares’, se ha convertido en una ciudad futurista que tiene el edificio más alto del mundo, el centro comercial más grande del mundo, la tienda de golosinas más grande del mundo, el acuario en un centro comercial más grande del mundo… y así hasta donde pueda llegar nuestra imaginación”. A los responsables del programa se les olvidó comentar que también es uno de los países que más y más duramente viola los derechos del mundo: que esa ciudad ‘futurista’ no lo es por los petrodólares, sino por la esclavitud a que los trabajadores asiáticos están sometidos (en todos los Emiratos Árabes, incluido Dubai); que existe una restricción total de la libertad de expresión; que la permisividad ante la violación de mujeres es un escándalo; que la trata o la esclavitud infantil es habitual…

¿Puede revertirse o al menos atenuarse de alguna forma este comportamiento mentiroso y dañino para el Planeta que practican nuestras democracias? No resulta nada fácil, sobre todo porque, más allá de las buenas intenciones, existe una distancia considerable en predicar en la oposición y dar trigo cuando se gobierna. A mi modo de ver, si nos dejamos de circunloquios y excusas de impotencia, la responsabilidad última es de los ciudadanos, de su sensibilidad por el ser humano y de su voluntad de control de quienes ocupan el poder. Por varias vías.

En primer lugar por la confianza y el voto que otorgan o retiran a los partidos políticos que legislan (y en ocasiones deslegislan) para dar cobertura a la impunidad, que simplemente bloquean administrativamente la aplicación de las leyes que protegen los derechos humanos (cuando están en el gobierno), o que ejercen un control puramente publicitario si se encuentran en la oposición. Temas tan diferentes como el compromiso con la jurisdicción universal, la protección de los dependientes o el cumplimiento estricto de las obligaciones con inmigrantes y refugiados deberían ser un criterio determinante a la hora de apoyar o rechazar a una u otra formación política.

Como también debería serlo el respeto por los tribunales que aplican las leyes que garantizan los derechos, por encima de intereses político-electorales inmediatos. Por ejemplo, resulta bochornosa y preocupante la posición agresiva del gobierno español frente a jueces españoles “excesivamente garantistas”, o las maniobras de desprestigio y desapoderamiento (compartida por el ejecutivo británico y por algunos países del Este) hacia instituciones con tanta autoridad como el Tribunal de Derechos Humanos del Consejo de Europa.

El apoyo y consideración por los ciudadanos de las organizaciones defensoras y promotoras de los derechos humanos, sean éstas de la sociedad civil –y sean estas de barrio o internacionales– o académicas, es otro de los aspectos fundamentales que conviene reforzar si se pretende que la protección de esos derechos sea efectiva.Quienes gobiernan en democracias, por débiles que éstas sean, actúan en gran medida por el grado de presión que perciben de los diferentes actores de la sociedad. Si solo notan el aliento de los lobbys económicos (muy bien organizados), ha de asumirse que no moverán un dedo por proteger los derechos de los más débiles; en cambio, si la contestación de la sociedad civil organizada y participativa les hace temer por su recaudación de votos, se sentirán obligados a escoger el “mal menor” y moverán ficha a favor de aquéllos.

Obviamente, en todo este (simplificado) contexto, los medios de comunicación independientes tienen un papel decisivo. De aquellos que están comprados por el sistema empresarial y financiero consagrado a los beneficios, es decir, de la mayoría, no cabe esperar más que silencios, pequeñas concesiones e hipócritas fuegos de artificio. Si se quiere construir una sociedad bien informada y digna, debe apoyarse a aquellos medios que ejercen la libertad de información con mayúsculas. Son pocos, pero existen y son de gran calidad.

En último término, es necesario asumir que el sistema capitalista, hoy hegemónico a escala global, es incompatible con los derechos humanos. Sencillamente porque su referencia central no es el ser humano sino el dinero, porque la consideración positiva de las cosas (y en estas “cosas” se incluye el conocimiento, la cultura, la información, la sanidad, el hogar…) se establece por su precio en el mercado y no por su valor, y los derechos humanos no tienen precio.

En este contexto, que urge cambiar (pero que es tan difícil cambiar), la real politik que margina los derechos debe combatirse precisamente introduciendo la protección seria de esos derechos como elemento a considerar por esa política realista. Es decir, provocando “que no sea práctico” apoyar o silenciar normas o acciones que no respetan la dignidad del ser humano. Que cueste un precio político doloroso la hipocresía de condenar a unos Estados y justificar a otros. En definitiva, que tanto a escala local como global sea realista y no utópico defender eficazmente los derechos.

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