En un artículo anterior estudiamos el papel del catolicismo en la política europea a raíz de los cambios que introdujo el papa León XIII. En este nuevo trabajo intentaremos acercarnos a la siguiente etapa, protagonizada por el pontificado de Pío X, elevado el trono papal en 1903, hasta su muerte en 1914. En materia doctrinal y eclesial supuso un claro retroceso en relación con el papado anterior, intensificándose el integrismo frente a cualquier tendencia modernista que se hubiera desarrollado en el seno de la Iglesia. En este sentido, es fundamental la encíclica Pascendi dominici gregis, que supuso un ataque sistemático al modernismo, considerado el germen de las herejías, aunque provocó la reacción de los teólogos más destacados. La pugna en el seno de la Iglesia en estos momentos iniciales del siglo XX entre integristas y modernistas fue intensa. La contienda fue especialmente dura en el mundo intelectual y en los centros de enseñanza teológicos católicos con una verdadera campaña integrista.
En la cuestión política hay que destacar las relaciones de la Iglesia con el Estado italiano y con la III República Francesa, pero aludiremos también al caso español en el momento de las reformas que intentó establecer Canalejas en materia religiosa. Pero también es cierto que hay que aludir a que fue el pontífice que prohibió los vetos a la elección papal que tenían algunos estados católicos, a través de la Constitución Commissum Nobis en 1904.
En principio, las tensiones entre la Santa Sede y el Estado italiano se rebajaron con el nuevo papa. Por otro lado, Pío X autorizó que los católicos participasen en la vida política italiana, aunque con el objetivo de frenar el anticlericalismo. Pero en Italia la Iglesia no quería la creación de un partido católico, como ya existía en Alemania con el potente Zentrum. La Iglesia prefería controlar directamente la situación sin que los laicos se organizasen políticamente, al menos durante estos momentos, ya que la situación cambiaría cuando se creara al terminar la Gran Guerra, en 1919, en otro contexto histórico, el Partido Popular. Pero por el momento, la Santa Sede ejerció una gran presión para que los católicos no tuvieran autonomía. La propia Acción Católica, creada anteriormente, no tendría que servir de cauce de participación de los creyentes, sino como un instrumento de presión en la política y la sociedad italianas.
En el caso francés la situación se enrareció porque el catolicismo francés de tendencia más progresista pretendía crear también un partido propio, pero, la Santa Sede lo prohibió a través del obispo de Grenoble. El catolicismo francés estaba en plena crisis, tanto por el affaire Dreyfuss que lo había desprestigiado ante la injusticia cometida con el militar, como por el avance final de la política laica de la III República. La tensión entre el Vaticano y París fue constante en estos primeros años del siglo XX, y la ruptura diplomática se veía venir. Al final, cuando el presidente Loubet realizó una visita oficial a Roma en julio de 1904, Pío X encontró el pretexto ideal para romper diplomáticamente con Francia. Cuando al año siguiente se aprobó la ley que separaba la Iglesia del Estado, con la consiguiente revocación del Concordato, la tensión llegó a su máximo punto.
Aunque divididos en esta materia, bien es cierto que los liberales españoles en los inicios del siglo XX tendían a intentar aliviar la presión y presencia casi omnipresente de la Iglesia española en la vida política, social y educativa española, fruto de la recuperación de su poder que se produjo con la Restauración borbónica. El gran protagonista de esta política fue José Canalejas cuando accedió a la presidencia del Consejo de Ministros en 1910, después de la crisis que provocaría la represión de la Semana Trágica por parte de Maura, con su explosión de violencia anticlerical. Canalejas deseaba, aunque sin llegar al punto que se había hecho en Francia, la separación entre la Iglesia y el Estado, intentando negociar diplomáticamente y de forma amistosa y discreta, pero la Santa Sede no estaba dispuesta a aceptar una situación que se pareciese a la francesa, y en un país sobre el que siempre había ejercido su poder.
El primer problema tuvo que ver con la autorización gubernamental para que las confesiones no católicas pudieran exhibir sus símbolos en el exterior de sus templos, algo inaceptable para la Iglesia Católica.
El asunto más complicado era el de las órdenes religiosas y su proliferación. Se pretendía que entrasen en una ley de asociaciones, aunque se respetaría el estatus que tenían las que estaban encuadradas en el Concordato de 1851, todavía en vigor. La ley tenía que discutirse en las Cortes, y mientras el debate se estaba produciendo, como en la propia opinión pública, se aprobó una disposición legal de menor rango, la que ha pasado a la Historia como la “Ley del Candado”, que frenaba la creación o implantación de nuevas órdenes religiosas en España durante un plazo de dos años en el que se debía aprobar la reforma legal en el parlamento. Para establecer una nueva orden se necesitaría la oportuna aprobación del Ministerio de Gracia y Justicia. En realidad, no hubo consecuencia alguna, porque el plazo de dos años estipulado se levantó, ya que la ley de asociaciones no se aprobó.
Pero, a pesar de la timidez de los cambios, y de que nada sustancial se terminó por hacer en materia asociativa, la Iglesia arremetió con fuerza contra Canalejas con una campaña de prensa impresionante, acusándole de perseguir la religión católica y de estar al servicio de la Masonería. Esta campaña estuvo protagonizada por la Asociación Católica Nacional de Propagandistas (ACNP), recién creada en 1909 por el jesuita Ángel Ayala y con tanta repercusión en la historia del catolicismo español, y el diario católico El Debate, con Ángel Herrera Oria. La tensión con la Santa Sede se elevó mucho de tono, y sin llegar a la ruptura diplomática, España retiró su embajador de la Santa Sede, pero al final, es evidente la victoria de la Iglesia. España no tenía la misma situación que Francia en materia religiosa, tanto por el poder de la Iglesia española, como por el apoyo institucional que siempre disfrutó comenzando por el propio monarca Alfonso XIII.
Eduardo Montagut. Historiador