En 1962 una instrucción obligaba a los religiosos a silenciar los casos de abusos. El varapalo de la ONU «que pide al Vaticano que entregue a los pederastas» servirá de acicate para que las autoridades civiles se atrevan a perseguir este delito.
El abusador de Joaquín Aguilar (Ciudad de México, 1980) sigue oficiando misa. Hace cuatro años el Vaticano anunció su expulsión del sacerdocio, pero Aguilar, abogado y portavoz de una organización de víctimas de abusos del clero en México, cuenta que sigue recibiendo ayuda de la diócesis. Otros curas le permiten oficiar de vez en cuando en sus iglesias y le dejan lo recaudado en la limosna para que tenga un sustento económico. Se trata del pederasta Nicolás Aguilar, al que las asociaciones atribuyen más de 200 víctimas. “Ha llevado una vida criminal con total impunidad por la protección de la autoridad eclesiástica y también de la autoridad civil”, explica el abogado.
Joaquín tenía 13 años cuando el padre Aguilar lo violó. El niño dejó de ir a la Iglesia como monaguillo durante semanas hasta que el cura fue a buscarlo a la escuela. “Le dije que no iba a regresar y que se lo iba a decir a mis papás”. Pero el cura quiso adelantarse y acusó al sacristán de haber abusado del menor. “Mi familia iba a denunciar al sacristán y tuve que decir la verdad. Él provocó que se enteraran”. El Ministerio Público ante el que pusieron la denuncia en el año 1994 llegó a ofrecer dinero a sus padres para que abandonaran el caso, “actuaban en connivencia con la Iglesia”.
Las víctimas como Joaquín sienten el reciente informe de la ONU contra la Iglesia como “un logro”, pero creen que la lucha no se acaba ahí. “La única forma en la que la Iglesia se va a limpiar es que el Vaticano sea juzgado por un tribunal exterior”, dice. Varias organizaciones mexicanas ya están estudiando la posibilidad de presentar una denuncia ante la Corte Penal Internacional, con sede en La Haya, para pedir que se juzgue al Vaticano por crímenes de Estado. El caso del padre Aguilar es una de las bases de su demanda.
El sacerdote acumula también 26 denuncias en Los Ángeles (EE UU), a donde fue trasladado unos años, y donde existe una orden de aprehensión en su contra. Pero en México, donde solo en tres años de oficio en el Estado de Puebla abusó supuestamente de 90 menores, el cura se siente seguro. El cardenal Norberto Rivera, actual arzobispo primado de México, fue el responsable de los movimientos del sacerdote Aguilar cuando fueron estallando las acusaciones en su contra. De hecho, los abusos a Joaquín se produjeron después de la supuesta rehabilitación del pederasta en una de las clínicas donde se internaba temporalmente a los curas abusadores.
Una de las exigencias del Comité sobre los derechos del niño de la ONU es que el Vaticano entregue a los sacerdotes criminales a las autoridades civiles. Lo que, al menos en el caso de Joaquín, tampoco es sinónimo de justicia. “Me presionaron para que desistiera, perdieron el expediente, me hicieron preguntas muy agresivas para intimidarme, fue muy duro”, recuerda.
Joaquín empezó a luchar a los 13 años y lo sigue haciendo 20 años después. No piensa dejarlo, aunque ya hace tiempo que dejó de creer que en México se vaya a hacer justicia algún día. “Aquí es más respetado el sacerdote que el presidente municipal y eso ha ayudado a que haya tantos abusos. Aquí la mayoría de los delitos de Nicolás ya prescribieron y nadie lo está buscando”, denuncia. Para él lo único justo sería encarcelar a los pederastas y a todos los que con su protección permitieron que “tantas vidas se hayan echado a perder”. Él aún recibe terapia hoy en día.
“El Papa no va a hacer la cosas que debería porque acá no las hacía”
Gabriel Ferrini, argentino de 26 años, solo lee de vez cuando alguna noticia por Internet. Por eso no se enteró de que la ONU acusó a la Iglesia de proteger a los curas pederastas y le exigió que los entregara a la justicia común. Pero este joven de Berazategui, ciudad de la periferia sur de Buenos Aires, fue noticia de algunos medios locales en 2012 cuando la justicia condenó al obispado de Quilmes a pagarle una indemnización por encubrimiento del sacerdote que había abusado de él cuando tenía 14 años.
Quien intentó violarlo se llamaba Rubén Pardo y murió de sida en 2005, en libertad y en ejercicio del sacerdocio, aunque sin la autorización para celebrar misas. “Lo último que sé es que confesaba a alumnos de una escuela primaria católica de Flores”, se refiere Ferrini al barrio porteño de donde es oriundo el papa Francisco. Su madre, Beatriz Varela, antes muy practicante, había dejado que Gabriel se fuera a dormir con Pardo, que vivía en la casa vecina, porque el cura le había pedido que lo acompañara a la mañana siguiente como monaguillo a una misa. Esa noche el sacerdote cuarentón se metió en la cama donde descansaba el chico, lo enroscó con brazos y piernas y acabó eyaculando sobre él.
Beatriz recurrió al entonces obispo de la vecina localidad de Quilmes, el alemán Luis Stöckler, que de inmediato trasladó a Pardo al arzobispado de Buenos Aires, donde estaba al frente Jorge Bergoglio, el actual pontífice. La mujer fue después a ver a Bergoglio para entregarle una carta de su hijo, pero se lo impidieron. Tras aquel episodio, más de un año después del abuso, Beatriz inició una demanda penal contra Pardo, que murió mientras continuaba la extendida investigación judicial. Solo prosperó el juicio civil contra el obispado.
“Es algo positivo lo que dijo la ONU”, comenta Gabriel cuando se entera de la noticia. “Es hora de que se termine la impunidad”, añade. En una de las varias veces que su madre visitó al ahora obispo emérito de Quilmes, él le dijo: “Tiene que ser misericordiosa con personas que han optado por el celibato y pueden tener un momento de debilidad”. Stöckler primero se hizo cargo del tratamiento psicológico del adolescente, pero se lo retiró cuando su madre denunció a Pardo en los tribunales. Gabriel dice que el obispo la trató de mentirosa cuando repartió cartas sobre su caso en parroquias y también intentó sin éxito que el director del colegio católico donde ella trabajaba la despidiera.
“Varios curas testificaron que Pardo tenía antecedentes y la justicia me llegó, pero 11 años después porque el obispado apeló el fallo de 2012 y otro tribunal lo ratificó en 2013, pero es muy relativo que otras víctimas logren justicia porque la Iglesia es una institución con muchísimo poder. Se necesita que la sociedad le quite poder”, opina Ferrini, estudiante de relaciones laborales que ha iniciado con su madre el trámite de apostasía, es decir, renuncia al bautismo. “Bergoglio es un Papa de marketing. No va a hacer la cosas que debería porque acá no las hacía. Yo le pediría que se ponga en la piel del otro, que sienta la angustia que da que el tipo que te violó siga libre, ya que tanto predica sobre el prójimo”, dice este joven que aún cree en una fuerza superior, pero no ya en el Cristo en el que aún confía su madre.
“Quisieron darme dinero a cambio de mi silencio”
Para Mark Crawford la pesadilla comenzó hace 37 años en el vagón de un tren nocturno camino a Colorado. Tenía 13 años cuando el padre Kenneth Martin, sacerdote de la parroquia de San Andrés en Bayonne, Nueva Jersey, y amigo íntimo de la familia, abusó de él. Desde entonces, y durante siete años, el cura repitió sus prácticas incesantemente varios días a la semana.
El calvario de acusaciones, silencios, connivencias y frustraciones en el que se tornó su vida desde entonces es un calco de las denuncias que contiene el informe sobre abusos a menores en el seno de la Iglesia católica que Naciones Unidas dio a conocer a comienzos de este mes. “Un día le confesé todo al diácono de mi parroquia, quien me dirigió al obispo que debería haber informado a la policía, como le obligaba la ley. En lugar de eso, me dijo que fuera a un psicoterapeuta, que, en realidad, era el responsable de los sacerdotes de la diócesis. A quien abusó de mí lo ascendieron a secretario personal del obispo Theodor McCarrick, a pesar de saber lo que me había hecho”, relata Crawford en conversación telefónica desde Newark.
Crawford, que ahora tiene 59 años y es gerente de una compañía aérea, además de director de SNAP (La red de víctimas de abusos de sacerdotes, en inglés) en el Estado de Nueva Jersey, cree que el informe de la ONU es “importante y necesario” pero está absolutamente convencido de que no va a servir para reformar a la institución católica. “La Iglesia no va a cambiar, lo estamos viendo ahora, sigue escondiendo a los pederastas, sigue mintiendo y manteniendo a los predadores cerca de los niños”, sostiene.
Decidido a buscar justicia, Crawford acudió a un abogado. “Ellos quisieron darme dinero a cambio de mi silencio. Siempre lo rechacé. Al final llegamos a un acuerdo que no implicaba mi confidencialidad, pero sí contemplaba la promesa de que él [Crawford jamás cita por su nombre a su agresor sexual] sería expulsado de la Iglesia”, relata. La diócesis de Newark no cumplió su parte. Martin siguió en activo hasta 2002, cuando se retiró del sacerdocio, justo en el momento en que estallaron los escándalos de abusos sexuales en ese Estado. Aunque ya no puede oficiar, Martin sigue siendo miembro de la Iglesia católica y es funcionario de la Administración de Nueva Jersey.
“Me dijeron que mi caso no entraba dentro de la jurisdicción ordinaria y por eso nunca lo denuncié”, se lamenta Crawford. Su escepticismo se extiende a la petición del informe de la ONU de que la Iglesia entregue a la justicia civil a los curas sospechosos de pederastia. “El informe de mi caso se perdió durante las investigaciones de 2002, solo quedaba una hoja y en ella no se relataba la extensión de mis abusos. Si los documentos que guarda la Iglesia en sus archivos no son precisos, ¿cómo se puede acudir a los tribunales?”, se pregunta.
Crawford ha conseguido convivir con el estigma de ser una víctima de la pederastia de la Iglesia católica. Su hermano menor, que también sufrió abusos sexuales por parte de Martin, no pudo sobreponerse. “Tiene muchos problemas psicológicos, nunca lo ha superado, está destruido”, dice.
Las víctimas del clero tienen el perdón pero claman justicia
El pasado 16 de enero la ONU firmó un momento histórico al obligar al Vaticano a responder sobre la pederastia en el seno de la Iglesia. Fue la primera vez que un organismo civil se atrevió a interrogar a la Santa Sede. Los portavoces de Roma respondieron con evasivas y sin datos concretos a las preguntas directas e incisivas de los miembros del Comité sobre los Derechos del Niño en Ginebra, que emitieron un durísimo informe en el que acusan al Vaticano de proteger a los sacerdotes pederastas y de exponer a los niños ante los abusadores. El documento exige a Roma que entregue a los curas criminales a la justicia común.
Las organizaciones de víctimas de todo el mundo han celebrado la actuación de Naciones Unidas, pero el dolor individual no se cura con un informe. Quienes han sufrido los abusos sexuales de una persona a la que reconocían como guía espiritual arrastran años de silencio, sentimiento de culpa y horas de terapia. Los que se atrevieron a denunciar han sido, en su gran mayoría, ignorados o presionados por las propias autoridades de la Iglesia en su afán de evitar un escándalo.
Las víctimas luchan para que se juzgue no solo a los pederastas, sino a quienes protegieron a los criminales. El silenciamiento de los casos ha funcionado como una especie de tortura psicológica para ellos. El secreto ha sido una norma impuesta en la Iglesia desde hace décadas. Ya en 1962 una instrucción obligaba a todos sus miembros a guardar silencio sobre los casos de abusos bajo pena de excomunión y, aunque el documento sufrió varias modificaciones, la esencia se mantuvo incluso en la revisión del año 2001.
Las denuncias fueron resueltas con traslados de pederastas de un país a otro o, sobre todo en EE UU, con millones de dólares para comprar el silencio de las víctimas. En otros casos, la presión de las autoridades de la Iglesia y el miedo al señalamiento fueron suficientes, por lo que aún hoy es difícil hacer una valoración exacta del número de casos que se han producido en todo el mundo. El Vaticano, que sí ha reconocido y lamentado el escándalo de la pederastia en sus filas, se ha negado hasta ahora a dar datos concretos que ayuden a cuantificar la magnitud del problema.
Este periódico ha buscado a varias víctimas que han vencido el miedo a dar la cara. Los localizados son todos hombres. La mayoría de las víctimas fueron niños, aunque también hay mujeres. Cuentan cómo se han sentido todos estos años y cómo se sienten ahora que Naciones Unidas ha reconocido el problema. Para ellos el daño sufrido es irreversible, pero la meta de su lucha es que se encarcele a los responsables y a quienes los protegieron. Lo único que podría volver a hacerles creer en la justicia. “La única forma en la que la Iglesia se va a limpiar es que el Vaticano sea juzgado por un tribunal exterior”, insiste Joaquín Aguilar, agredido sexualmente por un cura a los 13 años. Graham Wilmer lo consiguió 31 años después, tras encontrar a su abusador y recopilar decenas de cartas en las que lo reconocía todo. Su caso no prosperó, pero ayudó a sanarle. Miguel Hurtado, que vivió los abusos de un sacerdote a los 16, no consiguió recurrir a la justicia. Su caso había prescrito. Ahora, 15 años después cuenta que casi tan dañino como esos maltratos fue que la Iglesia encubriera a su agresor. Mark Crawford, que sufrió agresiones sexuales de un cura cercano a su familia desde los 13 hasta los 20 años cree que la Iglesia está estancada en el ocultamiento. “Sigue escondiendo a pederastas”, alerta.
“La Iglesia se está lavando la cara”
Graham Wilmer aún no había cumplido 15 años cuando su vida cambió para siempre. En septiembre de 1966 llegó al colegio de los salesianos en el que estudiaba, en Chertsey, Surrey, cerca de Londres, un joven profesor de 21 años, Hubert Madley, que durante dos años abusaría sexualmente de él “tan a menudo como podía y allí donde quería”. Cuarrenta años después logró llevarle a juicio, pero no consiguió su condena.
Wilmer era —y sigue siendo— profundamente religioso y la muerte de un amigo en 1968 le impulsó a confesar su secreto para así poder comulgar en la misa del funeral. Pero los sacerdotes salesianos responsables de la escuela escondieron el caso: trasladaron al profesor a otro colegio y forzaron al niño a guardar silencio. Eso, diría después, le hizo tanto daño sino más que los abusos del profesor.
Ese silenció duró hasta 1997, cuando al ver a su hijo mayor despedirse para ir a la universidad, Wilmer estalló en un llanto inconsolable porque todo volvió de repente a su memoria. Esa crisis le acabó animando a acudir a la policía, pero el caso se cerró en 2001 por falta de pruebas porque tanto el profesor como los salesianos negaron que tuvieran conocimiento de los abusos.
Sin embargo, su tenacidad le permitió, en 2004, acumular esas pruebas en una catártica correspondencia epistolar con su abusador para llevarle a un juicio civil. Unas cartas en las que el profesor se declara arrepentido de lo que pasó y en las que trata el asunto como si hubieran sido amantes y él no se hubiera dado cuenta del daño que estaba sufriendo Graham. Con lo que en la práctica era una confesión de sus relaciones sexuales con un menor de edad —tanto en esas cartas como en las conversaciones telefónicas de Madley con un consejero de Wilmer— este llevó al profesor ante los tribunales en un caso privado.
El juez, sin embargo, desestimó las grabaciones como prueba por razones legales y acabó cerrando el caso alegando un “error técnico” de la policía de Surrey por entender que, dado que las acusaciones le habían afectado psicológicamente, Hubert Madley tenía que haber estado acompañado de un adulto en el momento de declarar ante la policía. Wilmer, que ha explicado su caso en varios libros y se dedica a ayudar a las víctimas de abusos sexuales a través de organizaciones como Stop Church Child Abuse y Lantern Project, sí recibió el reconocimiento de la reina Isabel II, que el año pasado le hizo miembro de la Orden del Imperio Británico por su trabajo a favor de los niños que son víctimas de delitos sexuales. El príncipe Carlos le impuso la medalla en enero pasado.
Ahora, y después de ayudar a Naciones Unidas a preparar su informe sobre la responsabilidad de la Iglesia católica en el problema de los abusos a menores, Graham es más bien escéptico. “Lo que está haciendo la Iglesia es meramente cosmético, para lavarse la cara”, afirma en una conversación telefónica. “No lo hacen porque estén arrepentidos o porque crean que han de ayudar a las víctimas, sino porque se sienten presionados a hacerlo por su propio interés”, añade.
Él sigue siendo creyente a pesar de todo lo que le pasó. “De niño era muy piadoso y ayudaba en misa y todo eso. Pero durante muchos años perdí mi fe. La recuperé gracias al padre de la que es mi esposa, un pastor metodista que me dijo: lo importante no es creer en una religión u en otra sino creer en Dios y vivir haciendo el bien a los demás.”, explica.
Su fe está ahora llena de escepticismo hacia la Iglesia. “Si el papa Francisco intentara realmente cambiar algo, acabarían con él. Le sacarían de allí o ocurriría un accidente”, sostiene.
A su juicio, los abusos sexuales en las instituciones religiosas han tardado demasiado en convertirse en noticia en Europa en general y en Reino Unido en particular. “Se convirtieron en noticia nacional en Estados Unidos porque algunas víctimas consiguieron indemnizaciones individuales muy altas, de hasta 1,4 millones de dólares. Aquí, con indemnizaciones de entre 5.000 y 30.000 libras, no ha pasado eso”, sostiene, “Es muy difícil que las víctimas puedan hacer algo porque los abogados han creado como un muro infranqueable. Es como una flecha que tiene que atravesar una pared de acero”, añade con evidente pesar.
Su escepticismo tiene mucho que ver con el peloteo de responsabilidades que se da en la Iglesia: el Vaticano dice que no puede hacer mucho más porque las medidas no se toman en Roma. Pero Vincent Nichols, arzobispo de Westminster y presidente de la Conferencia Episcopal inglesa, al que el papa Francisco hizo cardenal hace poco, “me dijo un día que él no podía hacer nada porque los obispos responden directamente ante el Papa”. “Los abusos no son solo cosa de la Iglesia católica, sino de todas las Iglesias; y tampoco es solo un problema que exista en la Iglesia”, matiza Wilmer.
“El Papa Francisco tiene que limpiar la casa”
Hoy tiene 65 años y los abusos ocurrieron cuando apenas tenía siete en Cumbal, un pequeño pueblo en la frontera entre Colombia y Ecuador. Primero fue el párroco Román Solarte –que ya murió y sus crímenes quedaron en la impunidad– y luego su drama seguiría con dos sacerdotes franciscanos que llegaban de localidades vecinas. Pero Fabio Herrera no sería la única víctima de estos últimos. Todo ocurría los sábados en la noche, explica, cuando los sacerdotes, que estaban de paso, reunían a un grupo de niños amigos, los emborrachaban y luego los violaban.
“Mis padres eran católicos, como la mayoría de colombianos, y yo la verdad no sabía si lo que pasaba estaba mal o bien. Me creía en buenas manos y cerca de Dios”, relata en conversación telefónica desde Chicago, donde vive desde hace 45 años.
Herrera se guardó su dolor y se refugió en el alcohol desde los 12 años hasta que emigró a Estados Unidos a los 19. Allá se casó con una mexicana que sería la primera en enterarse. Recibió tratamiento psicológico hasta que pudo entender que era un sobreviviente de sacerdotes pederastas.
En 1996, “cuando la Iglesia Católica comenzó a pagar millonadas a todas las víctimas”, dice, escribió Over and over again, un libro que fue llevado al cine por el director uruguayo Ricardo Islas en 2010. Fabio, que es hoy un empresario de éxito, tuvo el valor de rodar algunas de las escenas en la iglesia de su natal Cumbal. “Escribir fue la manera de ayudarme a mí mismo”, afirma.
Desde hace cuatro años es miembro de SNAP (siglas, en inglés, de la red de víctimas de abusos de sacerdotes, cuya sede principal es Chicago) y siente que el explosivo informe de la ONU contra estos crímenes de la Iglesia es “acertado” y que aquellos que los cometieron tienen que pagarlo de alguna manera. Sin embargo, “una víctima es una víctima y ya no se puede hacer nada, pero sí prevenir y trabajar por el bienestar de los niños”, dice.
Para Herrera, la ONU simplemente está diciendo la verdad en su informe presentado a inicios de febrero. “Una verdad oculta que tenían entre México y Estados Unidos, oculta por obispos, arzobispos, inclusive el Papa, simplemente por no castigar o por cubrir a la Iglesia Católica diciendo que es bondadosa en todos los aspectos”, dice. Para este colombiano, lo justo sería que el Papa mismo saliera a denunciar de inmediato y dejara de cubrirlos. “El Papa debe pensar en sanar la Iglesia Católica para que la gente vuelva a creer. Debe limpiar la casa en ese sentido [la pederastia]”, agrega.
A pesar de un calvario tan prolongado y sin justicia, Fabio dice que no está en contra de la religión católica y que seguramente va a morir siendo católico, pero otra cosa son sus líderes. Ahora quiere abrir una sede de SNAP-Colombia y el plan es iniciar con conferencias que reúnan poco a poco a las víctimas, pero reconoce que es muy difícil porque en el país suramericano hay una gran mayoría católica que se niega a enfrentar la realidad de la pederastia. “Todavía creen en los sacerdotes, en que pobrecitos, no tienen la culpa porque están cerca de Dios”. El rechaza con firmeza esas creencias. “Los sacerdotes son humanos y como humanos deben pagar las consecuencias por los crímenes cometidos”, concluye.
“Dudo que se haga justicia con las víctimas”
Los abusos sexuales cometidos por el exsacerdote Fernando Karadima (Antofagasta, 1930) causaron impacto en la sociedad chilena cuando se conocieron, en 2010 y, sobre todo, entre las élites: el cura era párroco de la Iglesia Sagrado Corazón de El Bosque, un templo poderoso y tradicional visitado por empresarios, políticos y chilenos de una de las zonas acomodadas de Santiago.
Un grupo de feligreses destapó el caso: José Murillo, James Hamilton, Fernando Batlle y Juan Carlos Cruz, que aplaude el informe de Naciones Unidas sobre pederastia en el clero: «Finalmente una organización importante le dice unas cuantas verdades a la Iglesia sobre algo que siempre han querido esconder».
El caso Karadima no ha dejado de estar en la agenda noticiosa chilena desde hace cuatro años, sobre todo por el incansable trabajo de las víctimas. Fue un escándalo que dividió a los sacerdotes y que, de paso, dejó en entredicho a la justicia local: la investigación estaba archivada en los tribunales civiles cuando, en 2011, se conoció el proceso canónico, que lo declaró culpable de abusos sexuales contra menores con violencia y abuso de autoridad.
Cruz y el resto de los afectados, sin embargo, no está conforme: «Karadima fue condenado por el Vaticano, pero no está cumpliendo la sentencia impuesta». El periodista radicado en Filadelfia (Estados Unidos) señala que en Chile se han publicado fotografías del exreligioso ofreciendo misas públicas en el convento donde reside y que esa actividad «está expresamente prohibida por la sentencia Vaticana». «Pero el Arzobispo de Santiago, Ricardo Ezzati, lo permite. Es una verdadera bofetada a los que han sufrido mucho».
La pesadilla de Juan Carlos Cruz comenzó a los 16 años cuando, recién fallecido su padre, se acercó a la parroquia El Bosque. Estaba desvalido y el cura Fernando lo nombró rápidamente su secretario personal. Se aprovechó de su vulnerabilidad y abusó del adolescente, incluso mientras lo confesaba. El afectado recuerda que durante años el grupo de víctimas lo denunció ante el cardenal Francisco Javier Errázuriz, que no hizo nada hasta que la presión pública lo obligó a llevar el caso a Roma. «Fue un hombre negligente que hoy es parte del comité de reforma de la Curia del papa. Otra bofetada a tantos que sufrieron por su negligencia y encubrimiento de muchos sacerdotes», acusa.
No tiene grandes esperanzas: «Al paso que vamos, dudo que se haga justicia con las víctimas». Relata que tenía muchas expectativas puestas en el nuevo Papa, «pero sus acciones no reflejan lo que dicen». No solamente se refiere a la nominación de Errázuriz como su asesor, sino a la decisión de Francisco de nominar a Ezzati como cardenal en enero pasado: «Son acciones que nos duelen a miles de chilenos y en especial a todas las víctimas que no escucharon para encubrir a sacerdotes que violaron y destrozaron la vida de tantos».
Cruz afirma que «la impotencia que reina es tremenda». Y añade: «Creí que este Papa se lo tomaría en serio. Sus acciones, en especial con estos dos obispos, me dicen que no».
“Si no se denuncia, los abusos seguirán ocurriendo”
Miguel Hurtado se sentía seguro en la Iglesia. A salvo. Hasta los 16 años, cuando el sacerdote responsable del grupo de jóvenes de su parroquia abusó de él. “Fue un shock.Vengo de una familia muy católica y jamás había esperado algo así”, remarca. Confundido y apenado, decidió hablar con otro sacerdote con el que tenía mucha confianza. Necesitaba consejo. Hablar de lo ocurrido. Y aquel otro religioso, a cargo de una parroquia barcelonesa, lo único que hizo fue quitarle hierro al asunto. “Me dijo que hablaría con su superior, que seguramente se le diera un toque, pero que siguiera yendo al grupo. También me dijo que mejor no se lo contara a mis padres, que lo único que conseguiría es hacerles sufrir”, relata.
Hurtado es ahora psiquiatra, tiene 31 años y trabaja en un hospital de Londres. Habla sin tapujos de lo ocurrido 15 años atrás. “Él se aprovechó de que yo estaba pasando una época difícil para abusar de mí”, remarca. Explica también que al principio hizo caso al sacerdote que le aconsejó guardar silencio. Pero no lograba librarse de la desazón. De la sensación de que no se estaban haciendo las cosas bien. Al final, se lo contó a su familia: “Mis padres, muy religiosos, se pusieron en contacto con su superior. Él le dijo a mi madre que movería a mi abusador de sitio y la felicitó por haber tomado la ‘buena decisión’ de no denunciar”.
A los 22 años, “más fuerte e independiente”, decidió acudir a la justicia, pero el caso había prescrito. “Llegamos a un acuerdo extrajudicial con sus superiores para los gastos de terapia…”, dice. Le dieron 7.500 euros. “Solo queríamos eso, para que no pudieran decir, como suelen hacer, que íbamos tras el dinero”, insiste. Tras el acuerdo, en el que se comprometía a guardar discreción, siguió con su vida, pero años más tarde, tras leer sobre el caso de un sacerdote estadounidense que había abusado de decenas de jóvenes, empezó a investigar a su agresor. A pensar que quizá había otros como él. “Descubrí que había publicado un libro sobre su labor frente al grupo de jóvenes, que aquellos que dijeron que le alejarían le homenajeaban así. En ese momento me di cuenta de que si no denunciábamos, los abusos seguirían ocurriendo”, dice.
Hurtado es una de las víctimas que acudió a contar su historia ante el comité de la ONU que analizaba el comportamiento del Vaticano ante decenas de casos como el suyo: “Allí, por una vez no nos cuestionaron. Y lo trataban todo con tanta transparencia… Me di cuenta de que lo más dañino para mí no había sido el abuso, sino el encubrimiento”. Cree que el varapalo de la ONU —que pide al Vaticano que entregue a los pederastas— servirá de acicate para que las autoridades civiles se atrevan a perseguir estos delitos. La respuesta de la Iglesia, sin embargo, que ha alegado que este se trata de un ataque más contra la libertad religiosa, no le ha sorprendido. “Muchas veces las víctimas, también algunos que como yo hemos dejado de creer, respondemos de una manera cristiana ante los obispos. Ellos, en cambio, se comportan más como fariseos”.
Miguel Hurtado, en una iglesia católica del centro de Londres. / carmen valino
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