El Estado disminuye el presupuesto dedicado a la investigación científica y aumenta, o no disminuye, el dedicado, por ejemplo, a la etérea «cura de almas» llevada a cabo por capellanes de hospitales, de cárceles, del ejército y de cem
Al paso que camina la privatización de bienes, afirma el autor, el ciudadano tendrá que «pagar por respirar y por andar por la calle». Defiende que no interesa tanto que un político sea de derechas o de izquierdas, solo si está a favor de «defender lo público por encima y por debajo de cualquier matiz» y apuesta por que el Estado no debería permitir a ningún ciudadano con negocios privados hacer carrera pública al considerar «imposible» que no utilice el poder para conseguir beneficios para sus empresas. Concluye afirmando que el Estado «tira obuses contra su propio tejado» al deteriorar conscientemente la salud de la que debería ser «la niña de sus ojos»: la esfera pública.
Es alarmante, muy alarmante, que quienes gobiernan el país sean tan blandos en la defensa de lo público. O, para ser más precisos, de lo público que tiene como finalidad incidir en la mejora del bienestar de los ciudadanos sin exclusión por razones de su sexo, edad y religión. Porque hay dinero público que se invierte en cierta esfera privada confesional y que jamás se cuestiona cuando suenan los maitines de recortar presupuestos, subvenciones y ayudas. Estas menguas económicas solo se plantean y se ejecutan en el ámbito de las necesidades públicas generales.
Entiendo que se trata de una deslealtad del Estado con y contra su salud y que solo por esta razón ningún ciudadano con dos dedos de sindéresis pintada en las rayas de su frente debería votar a un político que obligara a funcionar al Estado en contra de su propia naturaleza.
Si el Estado fuera más Derecho y menos Estado, mostraría la suficiente delicadeza en arbitrar aquellas medidas jurídicas necesarias y oportunas para que el ciudadano no tuviera que pasar por las horcas caudinas, ahora peperas, antes socialistas, de elegir entre ciudadanos que defienden lo público y quienes no lo harán nunca. De este modo, se evitarían muchas sorpresas y absurdas discusiones entre lo público y lo privado.
Entramos en el mundo de la esquizofrenia cuando contemplamos que funcionarios públicos -profesores, policías, médicos, enfermeros, guardias civiles y diversos cargos administrativos-, llevan sus retoños a formarse en escuelas y colegios privados o a curar sus enfermedades a hospitales de titularidad privada. Convendría no escandalizarse ante tamañas sorpresas, pues el ser humano piensa una cosa y acomoda su cuerpo a otra. Dislocaciones ideológicas se dan en cualquier ámbito. Somos coherentes con lo que nos interesa. Y, si para serlo, uno gasta de su bolsillo, nada que objetar. Cada uno es muy esclavo de sus necesidades, que son las que atemperan y degradan el ansia de libertad de acción que tiene uno. Aunque nos cueste aceptarlo, el cinismo es una opción pragmática como otra cualquiera. Una persona no tiene por qué hacer lo que predica. Y, si no, comprueben una y otra vez el discurso y la praxis de tanto político, cura y obispo.
Desde que se abrió la caja de Pandora, las correspondencias entre belleza, verdad, bondad y virtud se hicieron añicos. Nadie es lo que dice, ni lo que piensa. Lo que importa es fijarse en lo que hace. Si lo que hace se corresponde con lo que piensa, nunca lo sabremos si él no nos lo dice. Y tampoco importa gran cosa que la acción se corresponda con el pensamiento, lo que es un imposible metafísico.
Cuando el Estado juzga y condena a un individuo no se para a pensar si su crimen es coherente con un tipo de pensamiento determinado. ¡A la mierda el pensamiento y las ideas! Lo que cuenta es lo que has hecho, verdadero fiel de lo que somos realmente. ¿O es que, acaso, el Estado condonaría la pena a un reo por verificar que este ha asesinado por ser coherente con su pensamiento criminal? La coherencia importa poco. Recuerden que Franco, Hitler, Mussolini fueron coherentes con su pensamiento y ya vimos lo que sucedió.
Ello no es impedimento para que el Estado exija la defensa de lo público en sus servidores como requisito indispensable para presentarse en política. Tanto es así que esta defensa no debería ser patrimonio ideológico de ningún partido. Ni de derechas, ni de izquierdas. Lo público es carácter consustancial al Estado de Derecho y este se configura como tal gracias a la defensa de la esfera pública llevada a cabo por sus representantes. Y quien no lo entienda así que no se meta en política. Esta no es un trampolín para hacer negocios en la esfera privada aunque muchos la conviertan en plataforma legal, que no ética, para hacerse ricos.
Nadie debería engañarse sobre este particular. Y así, si en un momento de debilidad dejara de ser un paladín de lo público, la autoridad correspondiente debería cesarlo u obligarle a dimitir voluntariamente.
Así, pues, independientemente de que los políticos fueran de una ideología u otra, serían elegidos en función de sus propuestas para mejorar la salud pública de una sociedad. Su ideología se la pueden guardar para exhibirla en las reuniones con sus amigos. No nos interesa si es de derechas o de izquierdas. Solo nos preocupa si están a favor de defender lo público por encima y por debajo de cualquier matiz.
Con estos antecedentes, el corolario es más que prístino. Solo deberían meterse en política quienes realmente manifestaran de palabra y de obra ser defensores del interés público. El resto quédese o vuelva a la universidad.
El Estado no debería permitir a ningún individuo con negocios privados hacer carrera política. La explicación es muy sencilla. Es imposible que una persona con tales características no utilice el poder para conseguir beneficios en sus empresas. Al prohibirle su participación, el Estado le ahorra de forma profiláctica caer en la tentación del cohecho, de la prevaricación, del tráfico de influencias y, claramente, del robo y de la estafa. Y, mucho mejor aún, podrá dedicarse a sus negocios sin reparar en el obsesivo bien común inexistente; tan solo en el bien propio. Día y noche, mañana y tarde.
Actualmente, en la maquinaria del Estado existen engranajes que chirrían de tal modo que su afán recaudador no resulta ser tan imparcial y tan objetivo como, en principio, se quiere dar a entender.
El Estado tira obuses contra su propio tejado continuamente, lo cual no deja de ser contradictorio con su naturaleza y un inconveniente mayúsculo para que la niña de sus ojos, la esfera pública, goce de buena salud: sanidad, educación, transportes, jubilación, dependientes, a lo que habría que añadir el consumo popular de luz, gas, agua, leche, pan y huevos. Al paso que camina la privatización de bienes, el ciudadano tendrá que pagar por respirar y por andar por la calle.
Hemos llegado a una situación realmente extraña. El Estado disminuye el presupuesto dedicado a la investigación científica y aumenta, o no disminuye, el dedicado, por ejemplo, a la etérea «cura de almas» llevada a cabo por capellanes de hospitales, de cárceles, del ejército y de cementerios. Un cambio cualitativo digno de consideración. A partir de este nuevo paradigma, detrás del cual la cura de almas está por encima de la cura del cuerpo, la teología por encima de la ciencia, el ciudadano sabrá a qué atenerse en el dolor y en la enfermedad. Cuando sufra un cólico miserere, no lo dude. Acuda presuroso a la parroquia más cercana. Allí el cura de marras sabrá cómo aplicarle una cataplasma a su alma para salir airoso de su enfisema pulmonar.
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