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Librepensamiento y ciencia

Sin duda, Librepensamiento y Ciencia son dos facetas inseparables de un mismo modo de transcurrir por la aventura humana. No por casualidad evolucionaron paralelamente en el fragor de los eventos históricos. No por casualidad tuvieron y tienen los mismos enemigos. No por casualidad su desarrollo trajo y trae avances en la educación y el conocimiento, los que contribuyen como casi ningún otro a esclarecer la ubicación del ser humano en su realidad; tanto la cotidiana y personal como aquella más global de toda la especie. Y, finalmente, no por casualidad, es que todo esto nos hace genuinamente libres.

Practicar el librepensamiento -o el método científico- es mucho más que elegir la herramienta adecuada para resolver un problema concreto. Es, sobre todo, una opción de vida; una forma de entender la realidad, entender a los demás y entendernos a nosotros mismos. Nos da un baño de humildad, porque como ninguna otra actividad humana echa luz sobre nuestra falibilidad al mismo tiempo nos provee de criterios para corregirnos. Y, por si fuera poco, nos brinda esa tranquila y firme  seguridad desde la cual podemos practicar con nuestro prójimo una relativa novedad en el periplo de los hombres: la tolerancia. En ese sentido, en 1944, en su artículo sobre “El Valor del Librepensamiento”, Bertrand Russell escribió: “Lo que hace a un libre pensador no es aquello en lo que cree sino el proceso por el que arribó a aquello en lo que cree. Si lo que lo llevó a creer en algo es que sus mayores, cuando él era joven, le impusieron que eso era la verdad, o él se aferra a su creencia porque de otro modo se sentiría deprimido, entonces su pensamiento no es libre. Pero si llegó a aquello en lo que cree luego de dedicarle una cuidadosa reflexión, por la que puede concluir que las evidencias son claramente favorables, entonces su pensamiento es libre, no importa cuán en desacuerdo estemos con él”.

Pero, cuidado. No se trata de que todo pensamiento es necesariamente libre y vale tanto uno como otro, solamente a condición de no ser dogmático. Muy por el contrario, la rigurosidad con que deben practicarse las observaciones que lo sustenten, así como la lógica que trasunten las conclusiones que de dichas observaciones se desprendan, limitan fuertemente la cuota de creatividad que podemos ejercer. A diferencia de las expresiones artísticas que, desprendidas de estas limitaciones, producen sublimes obras que estremecen nuestro ser emocional, el ejercicio del librepensamiento científico produce conocimientos compartibles y hasta, eventualmente, refutables, por todos aquellos decididos a entrenar y ejercer su capacidad racional. A diferencia del Arte, cuya condición de expresión cultural va de suyo, la Ciencia posee esa característica casi supra-cultural de una tarea en permanente progreso, que es compartida por todo el género humano.

Quienes estamos aquí reunidos sabemos muy bien que proclamar todo esto no fue siempre igual de fácil. Cuando el predominio cultural de las instituciones religiosas era aplastante, cuando la combinación de miedo e ignorancia se extendía casi sin límites sobre las multitudes, se requirió de un inusual coraje para atreverse a desafiar el orden establecido y proponer un nuevo paradigma de cómo asomarse a la realidad. Afortunadamente para nosotros, aunque muchas veces a costa de arriesgar sus propias vidas, siempre surgieron esos gigantes sobre cuyos hombros hoy podemos ver más lejos que ellos mismos. Hypatia de Alejandría, Giordano Bruno, Miguel Servet y -el recién sobreseído en 1992 de una sentencia que lo condenó en 1633-  Galileo  Galilei, son algunos de aquellos que, con orgullo, podemos llamar nuestros mártires. ¿Qué compartieron todos ellos? Su pasión por la Ciencia. Más próximos en el tiempo, figuras como Anthony Collins en Inglaterra, Denis Diderot en Francia o Ludwig Büchner en Alemania, no esperaron pasivamente el asalto del oscurantismo religioso y se adelantaron a organizar el movimiento Librepensador de forma de resistir  de modo más efectivo la intolerancia. ¿Qué otra actividad compartieron todos ellos? Su entusiasmo por la Ciencia.

¿Por qué el camino hacia la Razón ha sido tan largo y requirió tanta lucha? ¿Por qué el fanatismo religioso y la atribución de propósitos sobrenaturales a los eventos del mundo real, han predominado tanto tiempo en la historia del hombre? Entre nosotros, no cabe otra conducta que ensayar una respuesta de carácter científico para estas preguntas. En este sentido un abordaje darwiniano de la cuestión lleva a inquirir cual pudo ser el beneficio que, a un homínido pre-humano, pudo reportarle una mayor tendencia a atribuir propósitos o intenciones a toda a las manifestaciones  de la Naturaleza. En otras palabras, que presión de selección natural llevó a que las circunstancias del hombre primitivo favorecieran la proliferación de aquellos más inclinados al pensamiento mágico antes que la de los puramente racionales.

Michael Shermer, fundador de la Sociedad Escéptica de EE.UU. tiene una hipótesis, sustentada en el siguiente ejemplo. Imaginemos a ese homínido pre-humano caminando por la sabana africana hace unos 3 millones de años. Imaginemos ahora que percibe un movimiento en el pasto detrás suyo. En segundos deberá decidir si se trata de un depredador listo a devorarlo o es simplemente el viento. Si elige la primera opción y resulta ser la correcta, sus chances de sobrevivencia serán tanto mayores cuanto antes arribe a la misma y ensaye un huida. Si se equivoca y se trataba solo del viento, habrá gastado un poco de energía inútilmente. Si se decide por la segunda opción y estaba en lo correcto, seguirá caminando sin inconvenientes. Pero si supuso que era el viento y esto es erróneo, se convirtió en alimento para otra especie y sus genes son eliminados de la suya. En un no muy largo plazo, la población de esos homínidos acumulará necesariamente una prevalencia de aquellos individuos cuyos genes condicionen un cableado neural más favorable a desarrollar una visión de propósitos agresores en la Naturaleza. Independientemente de las veces en que esto muestre -o no- ser correcto. Quiénes siempre asuman estar bajo ataque aumentaran sus probabilidades de vivir hasta lograr reproducirse y pasar sus genes a la siguiente generación. Quienes no lo hagan, sencillamente, serán eliminados más temprano que tarde.

Por esa misma época, el explosivo desarrollo del cerebro en el género Homo lo hizo especialmente apto para reconocer patrones y establecer asociaciones más o menos lógicas. Por otra parte, a diferencia del resto de los mamíferos no marsupiales, los primates emergemos del útero siendo enormemente dependientes y poco aptos para desempeñarnos de inmediato en el mundo circundante. Probablemente esto, que a primera vista parece un obstáculo, es lo que permite nuestra espectacular adquisición de habilidades mediante el aprendizaje temprano, en lugar de recurrir sólo a las capacidades innatas. Cuando nuestra cultura progresó lo suficiente como para alejarnos de estar expuestos a tantos peligros inmediatos, fue posible que algunos encontraran ese espacio de reflexión que antes las circunstancias le negaban. Para entonces, sin embargo, ese mismo desarrollo cultural había entronizado en el poder a las instituciones religiosas depositarias de los miedos primitivos y siempre proclives al pensamiento mágico.

Todas las religiones sin excepción -incluso aquellas que como el Budismo no plantean la existencia de un dios- tienen en común atender el problema de la mortalidad y cómo superar la angustia que acompaña a la consciencia de nuestra finitud. Y lo hacen decretando la inexistencia de tal finitud y la existencia de una condición inmanente y eterna en cada ser humano, origen del dualismo cuerpo-alma. Luego viene toda una superestructura ideológica de complejidad y desarrollo histórico variados, que intenta darle un barniz sofisticado y respetable a la teología de cada religión. Para los pocos que no somos creyentes –¡sí, aún somos una minoría!- y especialmente para quienes nos atrevemos a llamarnos librepensadores, suele resultar difícil desentrañar cómo es posible que los creyentes crean. No porque no logremos explicárnoslo en términos de las necesidades emocionales insatisfechas, sino porque nos resulta casi incomprensible la serie de incoherencias lógicas que ello supone y la facilidad con que éstas son aceptadas y asimiladas en una supuesta visión profunda y trascendente.

Superado el oscurantismo medieval, transcurrido el período renacentista y a la luz del racionalismo moderno, podemos elaborar con bases científicas una interpretación del mundo y nuestro lugar en él. En Occidente al menos, ya no tenemos que correr el riesgo de un Giordano Bruno por atrevernos a pensar fuera del libro sagrado de turno. Desde entonces, el núcleo principal del pensamiento que condenó a aquél a la hoguera –o sea que los humanos y nuestra peripecia no estmos en el centro de los acontecimientos universales- no ha cesado de ampliarse. Copérnico, Galileo, Darwin, Hubble, y tantos más, han pavimentado este firme camino por el cual no hay regreso a esas etapas pretéritas del narcisismo de la Humanidad. Sin duda, quienes no somos creyentes aún somos los transgresores, o al menos los fastidiosos que insistimos con ese “detalle molesto” de razonar. Por lo mismo solemos ser acusados de arrogantes, dado que insistimos en someter al análisis de un órgano perecedero –el cerebro y su condición pensante- cuestiones reservadas a los dioses. Pero quién es realmente el arrogante: ¿el que se somete al rigor de un método que requiere evidencias y aborrece los dogmas, o quien se autoproclama intérprete de un mensaje divino, eterno e infalible?

La educación laica, en el sentido más amplio y profundo del término, está llamada a jugar un papel relevante en ayudar a cada joven mente con la decisión de qué camino  tomar. Y, a riesgo que nuevamente aparezca la acusación de arrogancia, la inteligencia también aporta lo suyo. Por supuesto que hay eminentes científicos que son creyentes. Pero Richard Dawkins, quien ocupó por vez primera la cátedra de Comprensión de la Ciencia por parte del Público, en la Universidad de Oxford, ha observado la interesante correlación existente entre el nivel profesional de los científicos de mayor prestigio, basado en méritos que reflejan una capacidad lógica superior y la condición de no creyente. Así, el número de ateos aumenta en tanto aumenta el nivel educativo alcanzado y las dos instituciones con mayor porcentaje  de ellos son las más estrictas en la admisión de sus miembros: la Academia Nacional de Ciencias de EE.UU. y la Royal Society del Reino Unido. Dos países de tradición cristiana.

Otra de las críticas que suelen hacernos a los librepensadores es la referida a una falta de vuelo en nuestra imaginación, constreñida por las ataduras lógicas que nos autoimponemos al aferrarnos a un proceso estrictamente racional. Es como si perdiéramos la oportunidad de gozar con la “poesía” del Libro del Génesis o de asomarnos a los “misterios” del Libro de las Revelaciones. Yo respondo que encontramos más elegancia al conocer los mecanismos darwinianos por los que opera la evolución y más misterio en el experimento de la doble hendidura o el entrelazamiento de partículas descritos por la Física cuántica. ¿Acaso no hay más belleza en la enorme construcción intelectual que nos permite comprender como la secuencia unidimensional de nucleótidos del ADN se traduce en las proteínas que forman nuestra anatomía tridimensional, que en la enumeración de las generaciones que siguieron a Adán y Eva?  En última instancia sigue siendo una decisión personal aquella que nos lleva a optar por creer lo que nos imponen o convencernos de lo que nos demuestra la razón. Me inclino a decir que, siendo claro el origen narcisista y antropocéntrico del pensamiento religioso, con su base profundamente enraizada en miedos y tabúes, los librepensadores tenemos una condición exclusivamente nuestra. Y esta es la de atrevernos a ver la realidad por lo que ésta es, sin concesiones emocionales y con el rigor del método científico. Éste último es el producto cultural más notable de todas las actividades humanas, a la par –o quizás aún por encima- del Arte.  Amor, odio, miedo, ira, altruismo, compasión, son todos sentimientos que, con diferentes grados de complejidad, los humanos compartimos con otras especies animales. Pero si hubiera que mencionar una experiencia que es exclusivamente humana, ella sería la sensación de asombro al darnos cuenta que somos materia y energía organizadas de tal manera que son conscientes de sí mismas. Parafraseando a Freud en el final de su ensayo El Porvenir de una Ilusión, se podría decir: la Ciencia -a diferencia de la Religión- no es una ilusión, en cambio sí lo  sería buscar fuera de ella lo que ella no puede darnos.

El filósofo y científico español Jorge Wagensberg, es autor de un muy interesante artículo encabezado por la siguiente interrogante “Si la Naturaleza es la respuesta,,, entonces, ¿cuál es la pregunta?” En él nos describe lo siguiente: “Abro los ojos, veo el espectáculo del mundo y, claro, me maravillo. Entonces, para pensar la maravilla, considero las dos opciones que se abren ante mí. Una: el mundo es un mundo de preguntas y mi tarea es buscar las respuestas.  La otra: el mundo es un mundo de respuestas y a mí me toca descubrir cuáles son las preguntas. Las dos actitudes son aceptables… pero muy diferentes. En la primera actitud, digamos actitud A, la mente se pone a sí misma en el centro del universo y se pregunta el porqué y el para qué de las cosas. Su preocupación aquí es la causalidad y la finalidad o propósito de todo lo que acontece. En esta opción las preguntas son siempre las mismas y lo que cambia, de vez en cuando, es la variedad de las respuestas. Por este camino se llega, más temprano que tarde, al conocimiento revelado y a las creencias. La historia de las creencias es la historia de las buenas respuestas, al menos para nuestra angustia existencial. Se avanza cuando cambia la respuesta y la pregunta es pura rutina. En la otra actitud, digamos la actitud B, la mente intenta excluirse a sí misma del centro del universo y se preocupa más del cómo de las cosas. Es decir, se preocupa fundamentalmente de la inteligibilidad de todo lo que ocurre. Esto conduce, más tarde que temprano, al conocimiento científico y a la investigación. La historia de la Ciencia es la historia de las buenas preguntas. Se avanza cuando cambia la pregunta. La respuesta es casi rutina (aunque muy esclarecedora). Un paradigma -como lo entiende Thomas Kuhn- sería un período entre dos buenas preguntas”.

Poco a poco -aunque más lentamente de lo que preferiríamos- van quedando relegadas, por trasnochadas, percepciones como la de que la llamada espiritualidad expresa un valor superior dada la  trascendencia de aquello a lo que permitiría acceder. La otra cara de la moneda es que  la Ciencia ha adquirido el suficiente prestigio popular para que muchos charlatanes abusen de su terminología, cuando quieren vestir de un ropaje que dé mayor prestigio a sus chapucerías de siempre.

Para los librepensadores el futuro debe ser fuente de optimismo. La Ciencia, que comparte con nosotros el recurso de la razón, no cesa de aportarnos pruebas de que el camino que elegimos es el correcto. Y no lo hacemos desde la arrogancia de quienes dicen que un ser todopoderoso les habla, sino desde la humildad de unos primates que acabamos de darnos cuenta que habitamos un grano de polvo cósmico ubicado en un rincón nada especial del universo. Estamos hechos de polvo de estrellas y sabemos por qué podemos afirmar tal cosa. Nos maravillamos de que podamos comprender cada vez más detalles de cómo opera la Naturaleza, pero no necesitamos acudir a lo sobrenatural para explicar por qué nos maravillamos. Paradojalmente, para finalizar me voy a permitir recordar una frase tomada del evangelio según Juan: “La verdad os hará libres”. No podemos sino estar de acuerdo con lo que ella expresa. Lo que puede hacernos sentir orgullosos es que somos integrantes de un movimiento histórico que ha cambiado para siempre el concepto de Verdad. Porque cuando aquel que es librepensador y ha sido entrenado en el método científico dice “yo no sé”, también nos está diciendo que es posible que algún día llegue a saber. En cambio, cuando aquel que cree que la verdad eterna le ha sido revelada por su dogma dice “yo sí sé”, también nos está diciendo que nunca ha de saber.

Dr. Roberto B. García

Médico egresado de la Facultad de Medicina Universidad de la República.

Embriólogo Clínico. Gran Premio Nacional de Medicina, otorgado por la Academia Nacional de Medicina de Uruguay por el “Primer Programa de Fertilización In Vitro y Transferencia Embrionaria en Uruguay”.

Director del Laboratorio de Fertilización In  Vitro de Conceptions Reproductive Associates de Denver, Colorado, EE.UU.

Miembro de la Asociación Uruguaya en Defensa del Pensamiento Racional

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