Fue un Gobierno de Felipe González el que efectuó el mayor regalo a la Iglesia Católica, mediante la Ley 8/85, de 3 de julio, en la que se establecía que: «la prestación del servicio público de la educación se realizará, a través de los centros públicos y privados concertados».
El pasado 19 de noviembre el Pleno del Congreso se ha visto interrumpido durante más de tres minutos por la actuación de los diputados de PP y VOX, puestos en pié y golpeando los escaños, gritando «libertad, libertad», ante la aprobación de la llamada Ley Celaá, de Educación.
Han escenificado de manera exagerada su disconformidad con la misma, o dicho de otra manera, su sumisión y dependencia con la jerarquía de la Iglesia Católica, verdadera directora de orquesta del espectáculo.
Una vez más se pone de manifiesto que la insistencia en identificar, primero, y oponerse, después, al papel de esta confesión religiosa en España, no es cosa de trasnochados anticlericales, sino de cuantas personas queremos que en nuestro país se consagre definitivamente la separación Iglesia-Estado, y se coloque a la Iglesia en el papel de asociación de creyentes que es la que debe tener, despojada de la serie de privilegios que continúa manteniendo, y que explican muchas de las anomalías políticas que sufrimos, como el porqué del extremismo de la derecha española, a fin de sacudirnos de una vez por todas la impregnación clerical que sigue conformando la realidad de nuestro país.
De hecho, la historia de la creación de nuestro Estado moderno se solapa con la lucha por atribuir al poder civil las típicas competencias estatales, muchas de ellas detentadas por la Iglesia, que se ha resistido con uñas y dientes a perder cualquiera de ellas.
Cuando en su trabajo «Mater Dolorosa», premio nacional de Ensayo, Álvarez Junco se pregunta por las dificultades tan acusadas y que sufrimos de creación del estado moderno desde los intentos para su configuración durante el siglo XIX, señala que era «incapaz de crear servicios públicos» que ofrecieran algún beneficio a los ciudadanos, que así se hubieran podido identificar con él.
Al margen de aquellas insuficiencias derivadas de la falta de Tesorería, que además privilegiaba desaforadamente los gastos militares y los religiosos o de culto, explica otra causa trascendental para la persistencia de este déficit, que no es otro que la frontal oposición de la Iglesia Católica, que usufructuaba muchos de ellos, aunque fuera a modo de sucedáneo, a perder su competencia.
A modo de ejemplo, insólitamente, el clero monta una estruendosa oposición a la creación incluso del cuerpo nacional de policía, desde 1824, pues nos dice el historiador Artola que: «…preferían el restablecimiento de la Inquisición, considerada más eficaz y de mayor confianza para combatir a los liberales», por lo que, sigue Álvarez Junco, «¿para qué hace falta la policía, invento masónico, si en la tradición española se encontraba una institución de probada eficacia para mantener la unidad religiosa y la paz social como la Inquisición?»
En noviembre de 1826 apareció el «Manifiesto de los realistas puros»[1], y los llamamientos dels malcontens, que proclamaban entre sus gritos de «libertad, libertad», las peticiones de «viva el Rey absoluto, viva la Inquisición, fuera la policía y los sectarios».[2]
La Iglesia era la que controlaba el conteo de nacimientos y defunciones, el matrimonio, «el estado existía, sí, pero como una especie de predio común mal vigilado del que algunos obtenían rentas y sinecuras, incluso llegando a parcelar los cotos», la sanidad, a través de la beneficencia, por lo que «no es difícil imaginar las frustraciones que debieron sufrir los artífices del estado-nación cuando intentaron ampliar las competencias estatales y absorber tareas que en siglos precedentes habían estado a cargo de otras instancias de poder…»
En esas condiciones, la monarquía española no podía cumplir satisfactoriamente ninguna de las tareas que han caracterizado a los Estados-nación modernos, ni crear un sector público que financiase infraestructuras, prestara servicios o redistribuyera riqueza, ni integrar políticamente a su población, ni homogeneizar culturalmente y aumentar su legitimidad como representante de la «nación».
Y añade nuestro autor, que ningún mecanismo era tan necesario como un sistema educativo estatal, obligatorio y gratuito, tal como ya advirtió la Constitución de 1812, cuando en su Discurso preliminar decía… «el Estado necesita…de ciudadanos que ilustren a la nación y promuevan su felicidad con todo género de luces y conocimiento… Así que uno de los primeros cuidados que deben ocupar a los representantes de un pueblo grande y generoso es la educación pública…».
Y sin embargo, durante el siglo XIX el estado español no hizo un esfuerzo decidido por crear escuelas públicas, donde, como dice Pierre Vilar, habrían de «fabricarse españoles».
Continuaron dominando los colegios de la Iglesia, donde lógicamente, se fabricaban «católicos».
Y en esto llevamos desde hace más de dos siglos, sin conseguir que tan trascendente necesidad se haga realidad, como potestad estatal, liberada de la dominación de la Iglesia Católica, que ha defendido su control, saldado con éxito, con uñas y dientes, para seguir adoctrinando y dominando culturalmente al país, dando su sesgo reaccionario, anti racional y anti ilustrado, a sucesivas generaciones de españoles.
Todo ello sin olvidar la ingente cantidad de recursos que ello le procura, así como la incidencia y control directo sobre cientos de miles de empleados, dotándola de un poder ya directamente económico que la convierte, en unión de sus diversas sectas que como el Opus Dei, el Camino Neocatecumenal, y un largo etc., la flanquean, en la principal empresa del País, exenta además en gran parte de pagar impuestos.
La furia con la que la Iglesia ha defendido sus privilegios educativos se ha mantenido incólume a lo largo del tiempo, y pobres de aquellos que se han opuesto a tal monopolio, como bien saben los maestros españoles asesinados por los franquistas por haber colaborado en el principal esfuerzo de la sociedad española realizado a lo largo de la historia, especialmente durante la II República, por conseguir una verdadera separación de la Iglesia y el Estado, y liberar a éste del dominio de aquélla, asignando la potestad educativa de manera clara al poder civil.
Ya en la democracia, la situación, contra lo que cabría esperar, no ha conseguido esta recuperación civil de la enseñanza, a lo que nuestra ejemplar transición no contribuyó, evitando el carácter netamente laico de la Constitución.
Curiosamente -¿o coherentemente?- fue un Gobierno de Felipe González el que efectuó el mayor regalo hecho en este periodo a la Iglesia, mediante la Ley 8/85, de 3 de julio, con la que se blindó la enseñanza concertada, en la que se establecía que: «la prestación del servicio público de la educación se realizará, a través de los centros públicos y privados concertados», consolidando la privada, a cargo de fondos públicos.
Posteriormente la red de colegios concertados se ha ido expandiendo así como el sistema de renovación de conciertos, llegando a la penosa situación actual.
Las corruptelas de todo tipo que han ido acompañando esta situación son conocidas: concesión de terrenos para la construcción de tales colegios, dando pie a todo tipo de recalificaciones urbanísticas, cobro por diversos conceptos de los colegios a los alumnos, introducción de las clases religión sufragadas por el estado, prestadas por profesores nombrados por los obispos, para adoctrinar convenientemente, pequeñas alteraciones en las notas de los alumnos, con graves consecuencias en los promedios , esenciales para la elección de carrera universitaria…
Y no hablaremos aquí de la proliferación de universidades privadas, y las graves consecuencias que ello implica.
Pues bien, el tímido intento por parte de la Ley Celaá, de limitar este flagrante abuso, equilibrar los fondos que reciben centros públicos y privados, impedir que aquéllos queden como guetos donde hacinar a los sectores más desfavorecidos de la población, ha propiciado la virulenta reacción de la derecha y la ultraderecha española, auspiciada por la jerarquía de la Iglesia y sus acólitos, y paradójicamente animada por los gritos de «libertad, libertad».
Alberto García
[1] Manifiesto de los realistas puros, https://www.uv.es/ivorra/Historia/SXIX/Realistas.html
[2] Álvarez Junco, Mater Dolorosa, Taurus, págs. 358 y 359, edición diciembre 2001.
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