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Libertad de conciencia como libertad para construirla

El derecho de cada individuo a construir su conciencia es la condición primaria sin la cual no es posible hablar de libertad de conciencia en una sociedad. El ser humano conforma principalmente su conciencia pasando por una serie de etapas en su vida, que van desde la heteronomía moral de la infancia, en la que el niño solo es capaz de responder a estímulos del tipo premio–castigo, hasta la autonomía moral, en la que el adulto puede tomar decisiones desde los principios éticos alcanzados con su racionalidad. Pero no todas las personas llegan a alcanzar el deseable pleno desarrollo de su autonomía moral, debido a las frecuentes trabas y coacciones con que se coarta ese desarrollo desde distintos ámbitos de la sociedad. Consecuencia de ello es que rasgos de heteronomía moral que el individuo no ha conseguido someter a su propio juicio crítico quedan impresos en su conciencia de adulto, subordinándole así a los esquemas conceptuales o cosmovisiones de quienes son beneficiarios del sistema de coacción que ha impuesto su heteronomía.

Recordando lo expuesto en la entrada del blog titulada “conciencia como saber y creencia” podemos establecer que para que una persona pueda construir su autonomía moral es preciso que la sociedad haga posible la adecuada formación de su mente atendiendo a un doble plano: el del saber, o conocimiento verificable por todos (ciencia), y el de las creencias, o convencimientos personales no verificables. Las instituciones estatales y la escuela pública en particular, han de velar por una transmisión fiel del saber, librándolo de las supersticiones o dogmas que traten de oponérsele, así como hacer posible el conocimiento plural de las creencias, evitando tanto censuras como privilegios discriminatorios a creencias concretas, a fin de permitir que cada individuo pueda ir definiendo sus creencias y opiniones personales en ese mar de pluralidades existentes, mediante el empleo y desarrollo progresivo de su propia e intransferible capacidad crítica.

En el proceso de formación de las conciencias cabe distinguir dos situaciones diferenciadas: la del adulto y la del menor.

La sociedad presupone que cuando el individuo ha llegado a la edad en que es considerado adulto su conciencia está suficientemente formada como para considerarle sujeto de plenos derechos y responsabilidades, en igualdad de condiciones respecto a cualquier otro e independientemente de cual sea el estado de maduración a que ha llegado en su real autonomía moral. En consecuencia, los medios a arbitrar por la sociedad en relación a la formación autónoma de la conciencia del adulto no se dirigen a cuestionar lo alcanzado por este, sino a crear las condiciones para que el individuo pueda adecuar dinámicamente su conciencia en cada momento, es decir, hacer posible que siga ejerciendo su capacidad crítica ante la evolución de la pluralidad de creencias y circunstancias que la sociedad continuamente genera. Hay mucha tela que cortar en este campo, donde los intereses de grupos de poder económicos, políticos, religiosos y mediáticos impiden que esto se haga realidad, condicionando diariamente la formación de la conciencia de los ciudadanos, impidiendo de variadas maneras que la pluralidad de pensamientos llegue al individuo sin privilegios o la información de la realidad no sea adulterada por intereses privados. Basta con pensar en las dimensiones planetarias de la ocultación y tergiversación de la realidad realizadas por las elites de poder puestas al descubierto por las filtraciones de Wikileaks, o la síntesis de pensamiento realizada por Noam Chomski en sus “Diez estrategias de manipulación mediática” para hacerse una idea de que las actuales extensiones del problema del condicionamiento de la conciencia de los ciudadanos es mucho más amplia y sibilina que la ancestral coacción desde los poderes religiosos que se viene denunciando desde el laicismo tradicional. La necesidad de que la sociedad arbitre los medios para evitar los fraudes al conocimiento, los engaños, la información tergiversada o la ocultación de la verdad que sufrimos los ciudadanos se enfrenta hoy a un espectro de intereses organizados desde ese magma de poderes económicos, políticos, religiosos y mediáticos que es preciso clarificar, denunciar y combatir para que pueda avanzar la libertad de conciencia de los ciudadanos.

En el menor de edad la problemática se agrava y multiplica. Su condición de sujeto cuya personalidad se halla en proceso de formación lo convierte en subordinado directo de decisiones ajenas a su voluntad, por lo que podemos considerar que el problema principal en relación a su libertad de conciencia se centra en que su derecho a formarla en libertad no se vea constreñido por imposiciones ajenas. Estudiosos de la dimensión jurídica del tema, como Ana Valero, deducen este criterio de las interpretaciones jurisprudenciales del TEDH y de las Cortes Constitucionales de países de nuestro entorno y de nuestro propio Tribunal Constitucional, interpretando que “la libertad de conciencia del menor de edad se concreta en el derecho a la formación de su conciencia en “libertad” . De ello habría que concluir que la responsabilidad de cualquier tutoría ejercida sobre el menor tendría que servir a ese fin. Sin embargo, la realidad es muy distinta, tanto en lo relativo a la actuación de los padres o tutores directos como a la del propio Estado.

La tutoría de la “patria potestad” normalmente realizada por los padres no tiene otro sentido que la de amparar esa construcción de la moral autónoma del menor, evitando que la interferencia de terceros impongan creencias al niño o le impidan conocer argumentos que permitan su libre elección mediante el ejercicio y desarrollo de su capacidad crítica. Lo triste es comprobar que, en muchos casos, la tutela se entiende torcidamente y son los propios padres los que imponen al niño sus propias creencias, impidiéndole conocer argumentos contrarios a ellas. Los derechos del niño se subordinan así a un malentendido derecho de los padres que transforman su tutela en una especie de “derecho de pernada” sobre la mente de sus hijos. Tal sucede en la actualidad cuando los padres inscriben al niño en clase de religión en la escuela, donde la enseñanza de dogmas, dirigida desde las autoridades eclesiásticas como instrucción apologética, no admite ningún tipo de análisis discrepantes. Ese proceder solo puede entenderse por el temor a que los argumentos discrepantes puedan superar a los dogmas que se pretende inculcar en la mente del menor, lo que impele a sus “tutores” a sumergir al niño en su ignorancia. Y la ignorancia es la antítesis de la razón de ser de la escuela, donde la instrucción en los conocimientos sólidos expuestos de forma racional y plural debe estar a salvo de censuras, prejuicios, propagandas, publicidades o autoritarismos de padres o grupos privados que quieran anteponer la imposición de sus creencias dogmáticas al derecho del menor a formar su conciencia en libertad. Por esa razón la máxima laicista de “la religión fuera de la escuela”expresa de forma contundente la defensa del respeto al derecho del menor a configurar su conciencia en libertad. No puede interpretarse, como torticeramente se hace, como un rechazo a que los menores tengan un conocimiento del fenómeno religioso en sus cosmovisiones explícitas, hechos y evoluciones históricas, etc., pues es una parte necesaria dentro de su formación general que debe abordarse con objetividad, sin dogmas, desde la pluralidad de visiones y materias en que ese fenómeno se proyecta, tales como Filosofía, Historia…, de forma que se atienda al desarrollo de la capacidad crítica del menor y se ajuste a su edad y a la evolución de su conocimiento.

 
Ilustración de Miguel Brieva.

Lo dramático es que el Estado y sus instituciones amparen esa tergiversación del derecho de los padres a la educación de sus hijos, configurando un sistema educativo que segrega a los menores en grupos estancos de clases dogmáticas de religión, donde en el interior de cada una de ellas queda prohibida la exposición de razonamientos o conocimientos contrapuestos a los dogmas definidos por las “autoridades” religiosas de cada grupo. Con ello el Estado impone institucionalmente lo que la Corte de Estrasburgo califica como un “abuso de proselitismo”, que considera que se produce cuando el adoctrinamiento religioso impide al menor contrastar las convicciones que se le inculcan. El “derecho de pernada” de los tutores sobre la mente de los menores queda así legalizado, organizado y subvencionado desde el Estado.

Parece oportuno observar que no parece aconsejable enfrentarse a la existencia de las clases de religión con el argumento, que a veces se produce desde el laicismo, de que el igual derecho de todos los padres a la educación de sus hijos en sus propias convicciones hace imposible su puesta en práctica, dado el infinito número de grupos que se requeriría para dar satisfacción a la multiplicidad de creencias. La inconveniencia de emplear este argumento de la “imposibilidad práctica” está en que admite implícitamente el que el derecho de los padres está por encima del derecho de los hijos a crear su conciencia en libertad.

Pero la cosa de segregar en clases dogmáticas de religión tiene mucho mayor calado que el de la subordinación del derecho del menor al derecho de los padres. Al estar tales clases totalmente controladas en sus contenidos por las autoridades religiosas, se transmite a estas el “derecho de pernada” directo sobre las mentes de los menores, lo que implica que los propios padres son relegados y sustituidos en su pretensión de educar a sus hijos en sus propias creencias. Con ello, la mayoría de los padres que deciden incluir a sus hijos en clases dogmáticas de religión lo que consiguen es que se les inculquen valores que son con frecuencia contrarios a los que en realidad profesan, pues, como la realidad de las investigaciones sociológicas demuestran, los valores con los que actúan en sus vidas son contrarios a los que se enseñan desde las cúpulas eclesiales, como es fácil constatar con hechos tan cotidianos y generalizados como el divorcio o el uso de anticonceptivos en las relaciones sexuales. Es un efecto más del perverso concepto de libertad religiosa , que se concibe como relativa a una imposible conciencia colectiva de la comunidad de creyentes, en la que tal “conciencia” o creencia religiosa queda definida por lo que dictan las autoridades religiosas, es decir, lo que se dicta desde las reales conciencias de los individuos que forman la cúpula de la comunidad religiosa.

Un escalón más de esta perversión del Estado en la conculcación del derecho de los menores a la conformación de su conciencia en libertad es la de permitir y subvencionar colegios con ideario propio, colocándolos en igualdad de condiciones que los públicos, donde la dirección del centro impone la apologética religiosa o ideológica impregnándolo todo, ya se trate de clases de matemáticas o de física cuántica y hasta de teoría de evolución, mediante diversos recursos, tales como el uso de una profusa simbología en los distintos locales, vestimentas del profesorado, actividades del centro, etc., con independencia de que se entre en clase de religión o no. Con ello ya no solo influyen en el grupo de alumnos cuyos padres quieren adoctrinarlos en esa creencia, sino en la totalidad de los alumnos del centro que han sido matriculados en él por razones diversas ajenas a tal ideario.

El resultado es “un mundo al revés” en la escala de derechos relacionados con el derecho del menor a configurar su conciencia: la conciencia del menor se subordina a la de sus padres, y la conciencia de estos a la de las autoridades religiosas cuando no a la del grupo directivo del centro escolar, legalizado todo ello por el Estado y sufragado por la totalidad de los ciudadanos. ¿Cabe menor libertad en la libertad del menor?

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