Asóciate
Participa

¿Quieres participar?

Estas son algunas maneras para colaborar con el movimiento laicista:

  1. Difundiendo nuestras campañas.
  2. Asociándote a Europa Laica.
  3. Compartiendo contenido relevante.
  4. Formando parte de la red de observadores.
  5. Colaborando económicamente.
Ciudadano con símbolos republicanos españoles en una protesta de asociaciones memorialistas frente al Congreso de los Diputados del Reino de España

Ley de Memoria Democrática · por Ximo Estal

Ximo Estal es socio de Europa Laica – Valencia Laica.

Descargo de responsabilidad

Esta publicación expresa la posición de su autor o del medio del que la recolectamos, sin que suponga que el Observatorio del Laicismo o Europa Laica compartan lo expresado en la misma. Europa Laica expresa sus posiciones a través de sus:

El Observatorio recoge toda la documentación que detecta relacionada con el laicismo, independientemente de la posición o puntos de vista que refleje. Es parte de nuestra labor observar todos los debates y lo que se defiende por las diferentes partes que intervengan en los mismos.

El pasado 14 de julio se aprobó la nueva Ley de Memoria Democrática, que sustituirá a la Ley de Memoria Histórica que hay actualmente y que, pese a más de 10 años de vigencia, no cumplió sus objetivos de dar verdad, reparación y justicia a las asociaciones memorialistas y menos a los miles de ciudadanos y ciudadanas que pedían dignidad y que estaban hartos de las humillaciones sufridas y ver que algunos partidos políticos y sus dirigentes se burlaban de la ley y continuaban haciendo exaltación de valores antidemocráticos e incluso daban honores a golpistas genocidas y torturadores. Por eso, para las asociaciones memorialistas –pese a saber que esta ley no es la mejor, ya que deja en el tintero algunos aspectos que sí deberían estar– es una ley que da un paso más y que esperamos que esta vez sí sea una ley de obligado cumplimiento y que por fin la verdad, reparación y justicia sean una realidad y no una utopía. Para ello, junto a estas palabras añado un relato para dar un homenaje a todos y todas aquellas que dieron su vida por el ideal de la democracia y que fueron indignamente perseguidos y humillados por aquellos que hicieron un golpe de Estado solo con el fin de mantener sus privilegios.  

“¿Qué ha pasado para que mi joven cuerpo esté aquí? Yo solo quería ser libre. Era libre. Aún recuerdo cuando corría por el monte y el aire rodeaba todo mi cuerpo. El aire, lo que falta aquí. No puedo respirar. No respiro. Estoy muerta. Sí, muerta. Pero han acabado con mi cuerpo, pero no con mis ideas, por eso esta muerte, esta soledad, esta gran cantidad de arena que me oprime no podrá acabar conmigo. Sí, estoy muerta, pero vivo todavía. Vivo en todos aquellos que quieren libertad, en todos aquellos que luchan por la libertad. ¿Pero ellos lo saben? ¿Saben que estoy aquí?

Eh, escuchad, estamos aquí. Somos… No veo cuántos… tres o cuatro. No sé, solo veo al maestro con su rostro que demuestra una gran madurez, pero se le ve triste; a su lado está el tabernero ¡qué gran persona era!, le gustaba ayudar a todos, ¿por qué está aquí? Y el otro, ah sí, es su amigo. ¿Pero por qué estamos aquí atados? ¿Qué habíamos hecho? Solo queríamos ser libres. Luchábamos por la libertad y ahora estamos aquí, solo la tierra húmeda nos cubre. ¿Dónde estaremos? Cerca o lejos del pueblo. Del pueblo donde nací y crecí. Aún recuerdo sus fuentes, el camino que llevaba hasta el riachuelo. Qué contenta bajaba en verano cada día para bañarme con mis amigas. Mis amigas, ¿qué habra sido de ellas? Me han quitado todo. Pero soy libre. ¿Me oís? Soy libre.

Recuerdo cuando comenzó todo. Yo estaba en casa terminando de vestirme cuando en la calle había un gran jolgorio. Me asomé al balcón y vi cómo mis amigas, sus padres, mis amigos, hasta el pobre abuelo, que siempre estaba taciturno, estaba contento y gritando ¡viva la República!. Todos cantaban. Que felices eran. Me vestí rápidamente, y pese a los gritos de mi madre, bajé corriendo y me uní al jolgorio.

Estábamos felices, veíamos la libertad, éramos libres, como cuando corría por los montes y el aire tocaba mis mejillas. ¿Duraría esta libertad? No lo sabía en esos momentos, pero cuando giré la esquina, bailando y con una mano balanceaba la bandera republicana de lado a lado, vi a unos hombres y mujeres que me miraron de forma agresiva, ellas se santiguaban y ellos me dijeron “reíd, reíd, el que ríe el último…”. Una de las mujeres le hizo callar y me dieron la espalda. No me gustó cómo me miraron, algo me dio miedo, pero rápidamente se me pasó, pensé que eran unos tontos que no les gustaba la fiesta y unos beatos amigos del cura, por cierto una persona que lo primero que hacía era pegarte una colleja cuando veía que, sin querer, blasfemabas según él. Pero ¿quién no ha dicho alguna vez ‘me cago en dios’? Mi padre lo dice siempre que mi madre le pega una bronca por algo que ha hecho mal y es un buen hombre que se desvive por los demás. Menudo cura. Tampoco estaba muy contento, lo vi corriendo a la iglesia y cerrándose en ella.

Qué tonta fui. Debía haber hecho más caso a lo que veía. ¿Por qué cambió todo tan rápido? ¿Por qué nos quitaron la alegría?, ¿la felicidad?, ¿el ser libres?, ¿pero qué hicimos? Si la gente votó libremente, si el pueblo votó por el frente popular, ¿qué demonios tenían contra los votos y la voluntad del pueblo tanto el terrateniente y el cura? Tenía que haber estado atenta a lo que veía. ¿Pero qué leches? Era feliz, era libre. Había ganado la República; el pueblo.

El pueblo, qué bonito es decirlo y qué malo es ver que su voluntad no puede nunca ganar, mientras el poder económico y el eclesiástico no está de acuerdo. Eso lo pienso ahora, que estoy bajo estas húmedas tierras, cuando estoy muerta. ¿Por qué lo hicieron?, ¿no podían respetar las urnas?, ¿nuestro voto? Las mujeres… yo no pude porque era todavía joven, pero mi madre sí votó y se sentía muy feliz por haber votado la libertad, por la democracia. ¡Malditos bastardos! ¿Por qué?

A los pocos meses de aquel gran día todo cambió. Sí, cambió. La gente ya no sonreía. Hasta el maestro estaba triste y el tabernero no hablaba mucho, solo leía una vez y otra vez la misma página del periódico, la que anunciaba el golpe de Estado dado por el Ejército. Yo intentaba sonreírles, ponerles mi cara más alegre y de tanto sonreír al final les sacaba una mueca de alegría y me decían “¡anda chiquilla, que con la que está cayendo!” y me daban un beso o una sonrisa y yo me iba a otro lado.

Otro lado… Era imposible ir a otro lado, fuera donde fuera solo había tristeza, miedo y lo peor, odio. Odio de aquellos que cuando yo ondeaba la bandera, aquel día del triunfo de la democracia, me dijeron lo que me dijeron… “Quién ríe el último”… Ojalá me hubiese parado a pensar: ¿por qué?

Pensaba que todo era un sueño, que todo pasaría pronto. Que el golpe de Estado solo sería la irracionalidad de unos pocos, ¿cómo no iban a respetar lo que el pueblo había votado? Eso pensaba. Pensamientos de una chiquilla. Porque eso era, una chiquilla que aún no había cumplido la mayoría de edad, que tenía sueños, ganas de vivir, de libertad.

Pero ellos, el maldito golpe de Estado, me los quitaron. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué se portaron así? ¿Por qué el señor cura se ensañaba con aquellos que siempre le respetaron, aunque no fueran a misa, y ahora les castigaba a que se arrodillaran cuando él pasaba, que bajaran la cabeza e hicieran la señal de la cruz y si no les golpeaba? ¿Por qué el terrateniente del pueblo se pavoneaba vestido con una camiseta de color azul y con una escopeta por el pueblo, y lanzaba tiros al aire y no paraba de decir, ‘y ahora quién ríe, reíd rojos de mierda, salid de vuestro escondrijo’? ¿Por qué?

¿Qué habíamos hecho? Pero si yo iba con su hijo a la escuela, si todos éramos del mismo pueblo, nos conocíamos. Pero en ese momento no. La gente corría de un lugar a otro, no se miraban, bajaban la vista. Todos corrían. ¿Y yo por qué no corrí? Debí haberlo hecho. Sí, lo debería haber hecho.

Recuerdo que bajaba con mi sonrisa por la calle. Iba hacia mi casa cuando de pronto me encontré con varios jóvenes, no tendrían más de dos años más que yo. No los conocía. No eran del pueblo. Vestían con camisas azules y llevaban fusiles. Cuando se acercaron a mí, uno de ellos me cogió con fuerza y me dijo: “A ver, muchachita, reza con fuerza el padrenuestro“. Yo estaba nerviosa. ¿Por qué no salí corriendo?

Ellos me golpearon y dijeron “no serás una roja de mierda”, y yo les contesté. ¿Por qué les contestaría?, ¿no podía haberme callado? Pero no me callé. Mi abuelo me lo había enseñado, mis padres también. Me habían dicho, “hija, nunca calles cuando intentes defender tus ideales, porque lo que nos distingue a los seres humanos de los animales es el pensar y el poder gritar nuestros pensamientos”. Y eso fue lo que hice, decirles a grito pelado que sí, que era una roja, un ser humano que luchaba por la libertad. Que era libre, sí, libre y que no les tenía miedo.

Que la libertad ganaría y ellos perderían. Cuanto más les gritaba ellos más me golpeaban. Cuando creía que ya paraban, uno de ellos se bajó los pantalones, dos de ellos me cogieron y me arrancaron la camisa y cuando iban a… Apareció por el fondo el maestro, les gritó y ellos salieron corriendo. El maestro se acercó a mi. Yo lloraba y él me consolaba y me decía continuamente sonríe, sonríe… ¿Por qué lo hicieron? ¿Porque era mujer? ¿Por qué el ser humano puede llegar a ser tan despreciable? ¿Por qué?

Pensaba que este hecho tan humillante sería el último, pero me volvía a equivocar, aún quedaba lo peor. El odio pululaba por el pueblo como si fuera el pan de cada día. No había día que no apareciera un muerto o herido grave junto a la tapia del cementerio. No había día que alguien recibiera la noticia de la muerte de su ser querido en el campo de batalla. ¿Campo de batalla?, qué horrible palabra. ¿Por qué se tuvo que formar esta horrible guerra? Solo queríamos libertad e igualdad, ¿por qué no nos dejaron? No sé, cada día es peor, la gente está muy triste, mis padres ya no hablan, la bandera la tenemos muy escondida y hasta las amigas ya no salimos juntas.

Yo, inocente de mí, pensaba que todo pasaría muy pronto, que todo volvería a la normalidad. Cómo me equivoqué. Fue a peor, y lo peor me tocó a mí, a mi familia. Primero se llevaron a mi padre, después le rasuraron el pelo a mi madre, y por último el hijo del terrateniente del pueblo, con sus amigos vinieron a por mí. Era una noche cerrada, hacía mucho frio, acababa de dejar de llover, recuerdo que yo le acababa de leer un cuento a mi hermana pequeña para que se durmiera y le puse la mejor de mis sonrisas.

¿Cómo podía sonreír con la que nos estaba cayendo? Pero sí, mi sonrisa era lo que me hacía vivir, tener esperanza, pensar que todo cambiaría, que todo volvería a ser como antes, que volveríamos a ser libres y que todo sería un sueño. Sueño duro. Pero sueño. ¡Qué equivocada estaba!

Sí, vinieron a por mí. Iban cantando no sé qué canción y vestidos de falangistas. Tocaron en la puerta. Abrió mi madre, y le empujaron gritando “venimos a por la roja de tu hija”. Mi madre se puso frente a ellos, pero le golpearon con fuerza con la culata de los fusiles, una y otra vez, hasta que cayó al suelo. Mi hermana se despertó y se puso a llorar y se agarró a mis piernas, ellos la apartaron de un manotazo y el hijo del terrateniente, cogiéndome de los cabellos, me sacó arrastrando a la calle. Una vez allí me ataron las manos con una cuerda y me subieron a una vieja camioneta. Cuál fue mi sorpresa al ver en ella al tabernero, al maestro, a un labrador amigo del tabernero y al chico que avisaba a las gentes del pueblo de lo que pasaba en el frente cuando eran noticias tristes. Cuando subí, les lancé una sonrisa, y ellos levantando la cabeza me sonrieron también. Era como si mi sonrisa nos uniese, como si sonreír nos diera fuerzas.

Pasados los primeros segundos, me senté junto al maestro, que me tocó la cara y mirándome su rostro me estaba diciendo ¿por qué? Yo le sonreí. Él agachó la cabeza y divisé cómo de sus ojos brotaron unas lágrimas. Volvió el silencio. No se oían ni nuestras respiraciones, solo el comentario irracional, insensato, humillante y vejatorio de esos falangistas que no paraban de insultarnos y de hacernos –sonriendo– la señal de la cruz y con sus manos disparaban a nuestras frentes.

Al cabo de unos minutos que fueron eternos la camioneta paró. Abrieron la portezuela y nos bajaron a culatazos. Nos pusieron en fila con la espalda pegada a la pared de un paredón, vi cómo habían agujeros y cómo aún había sangre en el suelo. Comprendí que nos iban a matar. ¿Por qué? ¡no habíamos hecho nada! El señor cura, con su crucifijo, se iba acercando a cada uno de nosotros, hacía la señal de la cruz y nos acercaba el crucifijo para que lo besáramos. ¡Qué hipocresía, nos iban a asesinar y dios lo consentía! ¡Hipócritas! ¿Pensáis que vuestro dios lo hubiera permitido? ¿No dicen los mandamientos ‘no matarás’? Yo, igual que el maestro y el tabernero, nos negamos, y a mí el cura me pegó un cachete y me dijo “atea, te morirás en los infiernos”. ¿Qué infierno? El infierno era ver cómo por defender la libertad y por expresar mis ideas me iban a asesinar, me iban a quitar el derecho a vivir, no me iban a permitir envejecer y poder transmitir a mis hijos, a mis nietos, los deseos de libertad e igualdad. Eso sí que es un infierno.

Cuando el cura, la falsa iglesia siempre con el poder, se alejó, el hijo del terrateniente indicó, “apunten, disparen, fuego…”. En esos segundos que las balas de los fusiles salieron de esos irracionales e insensatos y llegaron a nuestros cuerpos, miré a mis compañeros de paredón, les lancé mi sonrisa y les dije: “Somos libres“.

Las balas llegaron a mi cuerpo, no sé si dos o tres. Sentí un frio mayor, sentí cómo mi cuerpo se estremecía e iba cayendo y cómo brotaba la sangre de mis piernas y de mi estómago. Caí y mi cabeza chocó con el cuerpo del maestro inerte. Todavía estaba viva, lo sentía porque oía voces. Oí pasos, que andaban y paraban cada cierto tiempo, y después un disparo. Al cabo de muy pocos segundos, oí cómo los pasos se hacían más cercanos. Se pararon. Estaba junto a mí, lo sentí. Por eso, con los ojos abiertos y mirando a mi asesino, porque era mi asesino, vi que era el hijo del terrateniente, y le lancé mi sonrisa. Él apuntó con su pistola a mi cabeza, apretó el gatillo y la bala llegó a mi cerebro. Pero me siento contenta, puesto que lo último que vio, que vieron mis asesinos, fue mi sonrisa. La sonrisa de la libertad”.

El hijo del terrateniente indicó, apunten, disparen, fuego. En esos segundos que las balas de los fusiles salieron de esos irracionales e insensatos y llegaron a nuestros cuerpos, miré a mis compañeros, les lancé mi sonrisa y les dije, somos libres.

Esto podría ser el relato y no ficción de aquellas jóvenes que, sin haber alcanzado la mayoría de edad, fueron asesinadas por la irracionalidad e insensatez del absurdo golpe de Estado que los militares, con la ayuda de determinados agentes económicos, la iglesia y la ultraderecha más conservadora provocaron para mantener sus privilegios y para acabar con la democracia y los valores que conllevaba el poder establecido: la República. República que ellos consideraban un enemigo. Solo la lectura de este relato demuestra que es necesario ya hacer el cambio, aprobar una ley democrática que dé dignidad, y sobre todo que no se comprende que ningún partido se oponga a ella. ¿Qué se puede hacer mejor?: cierto. Pero votar en contra de la ley es humillar, denigrar y sobre todo no luchar por la verdad, reparación y justicia. De ahí que el 14 de julio se haya dado un paso más para hacer que los miles de personas que todavía están en cunetas y fosas reciban la dignidad, justicia y reparación que se merecen después de más de 80 años y que fueron asesinados solo por defender no solo la República, sino el poder establecido legalmente y en las urnas.

Total
0
Shares
Artículos relacionados
La Iglesia / Pedripol
Leer más

La casilla 105 · por Paco Cano

La Iglesia recauda 358 millones de las declaraciones de renta, pero solo un 2% se destina a asistencia…
Total
0
Share