“Tenemos ahora la posibilidad de restituir a las asignaturas de Filosofía del bachillerato y a la de Ética de 4º de la ESO lo que Wert les arrebató”
“Es una cuenta pendiente que ya había sido objeto de un pacto del que la ministra Isabel Celaá se ha descolgado ahora inexplicablemente”
“Sin filosofía, la ciudadanía deja de entender la razón profunda de nuestras instituciones democráticas y corre el riesgo, así, de dejar de valorarlas”
Tenemos ahora la posibilidad de restituir a las asignaturas de Filosofía del bachillerato y a la de Ética de 4º de la ESO lo que el ministro Wert, el peor ministro de educación de la historia de la democracia, les arrebató hace ya tantos años. Es una cuenta pendiente que ya había sido objeto de un pacto muy aplaudido y del que la ministra Isabel Celaá se ha descolgado ahora inexplicablemente. La única esperanza es que el PSOE recapacite y decida cumplir con lo pactado cuando la cosa se presente en el Senado.
Puede que el problema sea que no siempre se entiende bien el sentido de tales asignaturas. Su importancia se centra en el hecho de que la arquitectura misma de la sociedad en la que habitamos tan orgullosamente bajo la forma de un orden constitucional y de una democracia parlamentaria, fue concebida por filósofos y sólo se puede entender de verdad desde la filosofía. Se dice muy a menudo, en defensa de las asignaturas de la Filosofía, que hay que potenciar el sentido crítico de nuestros alumnos, y eso, siendo verdad, suena un poco voluntarista y buenrollista. Pero es que la cosa es aún más grave: sin filosofía la ciudadanía se queda ciega, sin filosofía, deja de entender la razón profunda de nuestras instituciones democráticas y corre el riesgo, así, de dejar de valorarlas. No hay de verdad ciudadanía más que cuando el pueblo se sostiene en un horizonte de viejos dilemas que se plantearon, desde el principio, en la historia de la filosofía. Si llegamos a perder de vista ese horizonte, el sentido de nuestras instituciones políticas se apagará, y entonces, todo pasará a venderse y comprarse en el mercado, desde la enseñanza a la justicia, desde los diagnósticos médicos a las sentencias judiciales, la protección ciudadana o la presunción de inocencia, quién sabe si un día también los sufragios o los pasaportes: los derechos humanos mismos serán entonces consumidos mercantilmente.
Cuando Platón nos habla de los delitos más graves que se pueden cometer contra la ciudad, menciona, especialmente dos que merecen la pena capital. En primer lugar, la profanación de los templos. El segundo de ellos es especialmente interesante para nosotros: “Quien esclavice a las leyes, entregándolas al poder de los hombres, debe ser considerado el enemigo más peligroso de la ciudad”. Quien “se ponga en el lugar de leyes”, sometiendo la ciudad a su voluntad o a la de una “camarilla”, quien pretenda que su palabra sea ella misma la ley, debe ser condenado, nos dice, a la pena de muerte. La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1793, recogió esta idea platónica de forma prácticamente literal: “Que todo individuo que usurpe la soberanía sea de inmediato muerto a manos de los hombres libres”. En verdad, el impulso platónico se materializa en el lema jacobino por antonomasia, que, por otra parte, es la esencia misma de lo que llamamos “imperio de la ley” o “estado de derecho”: “Que no gobiernen los hombres, que gobiernen las leyes”. En efecto, decimos que una sociedad está en “estado de derecho” (o bajo “el imperio de la ley”) cuando no hay nadie que pueda pretender estar por encima de la ley. Alguien que, como dice Platón, “esclaviza las leyes” o “las somete al poder de los hombres” lo que está haciendo es lo que hoy llamaríamos “dar un golpe de Estado”, usurpar el lugar de la soberanía y ponerse a él o a una pandilla de la misma calaña, en su lugar.
Cosas de filósofos que nos han terminado afectando muy profundamente, y sin las cuales, dejamos de entender cuál es la meta política más irrenunciable: una república en la que los que obedecen la ley son al mismo tiempo colegisladores, de modo que obedeciendo la ley no se obedecen más que a sí mismos y son, así pues, libres. Por ejemplo, pensemos en un tema de mucha actualidad (no dejó de plantearse respecto al tema de Cataluña). No ya una mayoría, ni siquiera el pueblo en su conjunto tendría derecho a ocupar el lugar de la ley. Es obvio que si el pueblo en su conjunto decidiera algo contrario a la ley (como por ejemplo, un linchamiento), cada uno de los ciudadanos que partiparan en ello tendrían que ser acusados de un crimen. Pero la cosa es más grave aún: si el pueblo argumentara entonces que “él es la ley” y que, por lo tanto, puede obedecerla o no según convenga a sus caprichos, ya no se trataría de un mero crimen, sino de algo mucho más grave, de algo así como un golpe de Estado fascista, una usurpación, en todo caso, del lugar de la soberanía por una masa ilegal.
En efecto, el pueblo tiene perfecto derecho a cambiar las leyes, pero tiene que hacerlo con arreglo a la legalidad. Las leyes hay que cambiarlas “legalmente”, lo que no es más que un reconocimiento de que, como quería Platón, las leyes queden siempre “más allá de los hombres”, sin que estos puedan “esclavizarlas” y “someterlas a su poder” (respecto al asunto catalán ya discutí el problema en otro artículo, hace ya tiempo).
Y, sin embargo, en una república democrática, es el pueblo quien hace las leyes, normalmente a través de sus representantes parlamentarios. ¿Cómo se logra entonces que las leyes “no caigan en poder de los hombres” si son los hombres (en el sentido neutro, claro, de hombres y mujeres), inevitablemente, quienes tienen que hacer las leyes? A no ser que vivamos en una dictadura teocrática, en la que se suponga que Dios mismo es el soberano, son los seres humanos, y nada más que los seres humanos quienes tienen que dictar las leyes. Y sin embargo, para que esas leyes sean leyes (y no las órdenes de un tirano o de una camarilla de tiranos) tienen que quedar siempre por encima de ellos, por encima incluso de la totalidad del pueblo (y no digamos ya de la mayoría).
¿Cómo se logra entonces? ¿Qué significa entonces esta aparentemente paradójica pretensión platónica que pone a las leyes por encima de los hombres, al mismo tiempo que reconoce que son ellos quienes las hacen y promulgan? ¿Qué tiene que ver todo esto con nosotros y nuestra realidad política? Esa paradoja nos atraviesa de parte a parte en nuestra condición de ciudadanos. De hecho, así se definió la ciudadanía desde el corazón mismo del pensamiento de la Ilustración. Ciudadano es el que obedeciendo la ley es libre. Naturalmente para eso hace falta que, como hemos dicho, el ciudadano haya sido colegislador de la ley a la que obedece, de tal forma que al obedecerla no está haciendo otra cosa que obedecerse a sí mismo, es decir, realizando su libertad. ¿Y cómo hay que plasmar políticamente esta paradoja, en qué consiste realizarla, convertirla en realidad?
Son muchas preguntas. Y son preguntas importantes, que afectan a la comprensión que, como ciudadanos debemos tener de lo que es nuestro hogar político, nuestro edificio jurídico, nuestro patriotismo constitucional. Esto no se resuelve aprendiendo unas “destrezas” o unas “habilidades o competencias” para moverte en el mercado laboral y saber hacer entrevistas de trabajo y negociar con las empresas. Una cosa es formar técnicos, profesionales y emprendedores y otra muy distinta formar ciudadanos que entiendan en qué sentido son sujetos de derechos y colegisladores activos de las leyes que tendrán que obedecer. Para esto último hace falta responder a muchas preguntas difíciles. O, por lo menos, hace falta habértelas planteado alguna vez.
¿Alguien me puede decir en qué asignaturas podrían planteárselas los alumnos de secundaria y bachillerato si no es, precisamente, en las asignaturas de Ética, Filosofía e Historia de la Filosofía? Cuando el ministro Wert decidió convertir la Ética y la Historia de la Filosofía en asignaturas optativas, estaba hiriendo de muerte el hilo conductor en el que la filosofía podía optar seriamente por la formación de ciudadanos.
Eso que en su momento pretendió conseguir el PSOE, con su obsesión por la “educación de la ciudadanía” no era otra cosa, en realidad, que el cometido mismo de las asignaturas de Ética y Filosofía. Porque fueron los filósofos los que inventaron eso de la “ciudadanía”. Cuando por fin se dictó la Declaración de los derechos del Hombre y del Ciudadano, Hegel, por ejemplo, declaró que habían triunfado los filósofos: “Desde que el sol está en el firmamento y los planetas giran en torno a él, no se había visto que el hombre se apoyase sobre su cabeza, esto es, sobre el pensamiento, y edificase la realidad conforme a la razón”, nos dice en referencia a la revolución francesa, que considera, nos dice, “obra de la filosofía”. Por fin, continúa diciendo, tiene razón Anaxágoras: la razón está destinada ahora a regir el mundo. Sea como sea, fueron los filósofos, en una línea que va de Sócrates y Platón a la Ilustración, los que se encargaron de pensar y profundizar en todas esas paradojas que antes hemos apuntado. Y no fracasaron en su intento, ni mucho menos. Todo lo contrario, gracias a ellos fue posible conformar la arquitectura del Estado Moderno (de eso que ahora llamamos Estado social de Derecho, Democracia Parlamentaria, Orden constitucional o, simplemente, República), esa prodigiosa maquinaria que, se diga lo que se diga, está asombrosamente bien pensada. Desde luego, no se puede decir que nadie haya tenido una idea mejor. Otra cosa es que, como algunos no hemos parado de insistir, esa gran idea, bajo las condiciones capitalistas en las que ha tenido siempre que materializarse, haya resultado bastante impracticable. La división de poderes, por ejemplo, es la mejor idea del mundo, si el poder político es realmente un poder soberano, y no una mera mascarada al servicio de los poderes económicos, de los “dueños del poder real”, como los he llamado en otro artículo reciente. En todo caso, aquí el problema no estaría en la división de poderes, sino en el capitalismo que la convierte en una mascarada. Contra lo que dicen algunos “marxistas”, el Estado Moderno estaba muy bien pensado y era una gran idea, la mejor idea que ha tenido la humanidad, aunque, según creemos también algunos “marxistas”, no estaba preparado para funcionar bajo una dictadura económica capitalista.
¡Todo esto es muy discutible! Por eso mismo hay que sentar las bases para que se pueda discutir. ¿Y qué imaginan nuestros ministros de educación que podría ser más importante para discutir y para pensar? ¿Quizás sea más importante, como algunas autoridades del PP sugirieron en alguna ocasión, enseñar a los alumnos a pensar dónde y cómo conviene mejor invertir en bolsa para triunfar como emprendedor en este mundo de mierda? Se llegó a plantear, incluso, una asignatura de Formación del Espíritu Empresarial. Y no es que no pudiera ser muy oportuna, habida cuenta de cómo va el mundo. Pero lo que no se puede hacer es perder la perspectiva y no reconocer ya las cosas más esenciales. Que el mundo sea una canallada no implica que uno tenga que pensar como un canalla.
Hagamos un experimento. Retomemos un momento el dilema que hemos dejado abierto más arriba: ¿cómo puede ser que las leyes “no caigan en poder de los hombres” si son ellos irremediablemente los que las hacen? ¿Se trata entonces de una vana pretensión platónica? Pues resulta que no. Toda la maquinaria de nuestros órdenes constitucionales, si se la entiende en profundidad, consiste en resolver a diario esa paradoja. Y la cosa se resuelve bastante bien. Entre otras cosas porque Sócrates ya resolvió el problema hace veinticinco siglos, y lo sufrió, además, en su propio pellejo. Muy en resumen, recordemos el caso del juicio a los generales, al que alude Sócrates en su apología frente al tribunal que le condenará a muerte. Tras una batalla naval, los generales regresaron a Atenas victoriosos. Pero una tempestad les había impedido recoger a los muertos y llevarlos, como mandaba la ley, hasta su suelo natal. La Asamblea decidió juzgarles y condenarles, pidiendo para ellos la pena de muerte. Pero hubo una voz discordante, la de Sócrates, que planteó que, según la ley, esos generales tenían que ser juzgados uno por uno y no en bloque, como se estaba haciendo. La Asamblea respondió que ahí estaba reunido el pueblo entero y que todos estaban de acuerdo en juzgarles en bloque para ahorrar tiempo. Sócrates se empeñó en que ni siquiera el pueblo mismo podía ir contra la ley. ¿Y quién si no el demos, quién si no nosotros, ha hecho esas leyes?, le respondieron. ¿Quién le puede decir al pueblo lo que es legal? ¿Qué respondió Sócrates? Pues lo que hoy día respondería cualquier catedrático de Derecho Constitucional.
¿Queréis cambiar la ley? Pues cambiarla. Sois el demos, tenéis perfecto derecho a hacerlo, pero no por eso podéis actuar contra la ley ahora. Iniciar un Proyecto de Reforma de la Ley y cambiarla. Lo más divertido es que eso no os permitirá juzgar a los generales en bloque, porque la ley no puede tener carácter retroactivo. Eso sí, pobres tontos de remate, en adelante, cuando haya que juzgaros a vosotros, se os juzgará en bloque, como así lo habéis querido. Pero a los generales, los juzgáis uno por uno, como manda la ley.
¿Qué significa esta terrible anécdota (que enemistó a Sócrates con toda la ciudad)? Pues que el pueblo tiene derecho a hacer la ley, pero que la tiene que hacer siendo coherente con lo que él mismo hace. O lo que es lo mismo, que el pueblo tiene derecho a cambiar cualquier ley, pero que lo tiene que hacer legalmente, con arreglo a la ley. De este modo, por ese imperativo socrático de coherencia, la ley siempre queda por encima del pueblo, aunque sea el pueblo quien hace las leyes.
Esta fórmula “cambiar la ley con arreglo a la ley”, algo así como el imperativo que tiene el pueblo de “volverse coherente”, no es fácil de llevar a la práctica. Hubo que pensar y que trabajar mucho para crear las instituciones capaces de hacer esto posible. A esto se llamó Ilustración. Una buena idea (que, en efecto, inventaron los filósofos) fue la separación de poderes. Impedir que el gobernante haga las leyes y a los que hacen las leyes, impedirles gobernar. Y que sea otro poder distinto el que juzgue si las cosas se ajustan a la legalidad, es decir, en último término, quien juzgue si lo que el pueblo decide en cada caso a través de su Parlamento, es coherente o no con lo que el pueblo mismo decidió al votar la Constitución. En este juego de espejos, se logra que nadie pueda apoderarse de la ley y, como decía Platón, “esclavizarla”. Aunque para que los espejos funcionen hacen falta algunos requisitos institucionales, como la libertad de expresión, la libertad de asociación y reunión, la instrucción pública, etc. ¿Quiénes piensan las autoridades de educación del PSOE que inventaron todas estas complejas maquinarias institucionales? Todo esto se fraguó en el interior de la historia de la filosofía y de la ética. Algunos filósofos, desde los tiempos de Sócrates, perdieron su vida por ello. ¿Será prudente para nuestra sociedad olvidarlo? ¿No estaremos precipitándonos en un abismo muy peligroso si comenzamos a olvidar lo que la Humanidad misma debe a la filosofía? ¿No tendremos que lamentarlo después? La decisión que se tome con las asignaturas de Filosofía y de Ética me parece que tiene una gran trascendencia. Espero que no tengamos que pagarlo muy caro en el futuro. Porque, al final, acabaremos teniendo la sociedad que nos merecemos.
Carlos Fernández Liria
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