Quien quiere que se le respete su estatus de símbolo del Estado debe empezar por no denigrarlo él mismo al incumplir el mandato constitucional de aconfesionalidad y faltar al respeto a los ciudadanos a quienes debe servir
Estos días se ataca duramente a la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, por retirar un busto de Juan Carlos I. Se aduce una falta al debido respeto que merecen los símbolos del Estado. Asumiendo la importancia de esos símbolos, me pregunto qué pasa cuando –en el caso de los encarnados por personas– son ellos mismos quienes les restan dignidad al agraviar a los ciudadanos a quienes se deben.
Planteo la pregunta porque Felipe VI, como antes Juan Carlos I, exhibe a título institucional, en cada ocasión que se le presenta, una actitud de sometimiento y humillación ante los representantes de la Iglesia católica, de fuerte valor simbólico. No hay vez que se le ponga delante un obispo u otro miembro de la jerarquía eclesiástica que no doble la cerviz; como no lleva la corona, lo que agacha es la coronilla cuando ve otra cubierta con solideo. Y muchos estamos hasta la nuestra de tanta muestra de vasallaje ante personas al servicio de un Estado extranjero, y ante el propio jefe de ese Estado que tiene cogido al nuestro, Concordato mediante, por sus partes (las que más duelen, la económica y la educativa).
Estos días que se le ha visto ante Mas con orteguiana preocupación por la vertebración de España, a mí me ha preocupado la vertebradura real. Yo no sé si España tiene vértebras, pero el rey seguro que sí, e indigna ver que todas, y en especial las sacras, sólo se le balancean ante mitras y casullas. ¿Ignora el rey que España es un Estado aconfesional? Seguro que no, de hecho tuvo algún gesto de avanzar en este sentido al comienzo de su reinado, y comprobó que en general era muy aplaudido. Pero enseguida lo vimos monaguillear ante el papa en su primera visita oficial, felicitarnos en nochebuena con un belencico detrás, aparecer como un rey de capirote –más que de corona– en la semana santa sevillana, y ofrendar al apóstol Santiago. Hasta en este grotesco acto ha seguido los santurrones pasos de su padre; ¿no alarma ver a quien representa la unidad del Estado pedirle con mucha confianza cosas, en nombre de todos los españoles, a un hombre que murió hace unos dos mil años? Ofende al aconfesionalismo y a la cordura. Decía Lope de Vega que “el mejor alcalde, el rey”, pero este año al supuesto mejor alcalde le ha dado toda una lección de respeto a la Constitución y a la ciudadanía el alcalde de Santiago, Martiño Noriega, cuando se ha negado a representar al ‘mejor’ en la ofrenda/ofensa, y a participar en los actos religiosos. En este sentido, “el mejor rey, el alcalde” (pero sólo en ese sentido; ante la imperecedera alianza entre el trono y el altar y otras consideraciones, yo diría que “el mejor rey, la igualdad ante la ley”).
La lección de Noriega vale para Felipe VI, para el presidente de la Xunta –que sí lo representó–, y para todos los cargos públicos civiles y militares que mantienen hábitos institucionales nacionalcatólicos ante los hábitos eclesiales. Lo peor es que el asunto no se queda en aquellos malos hábitos, por desgracia; el servilismo simbólico se acompaña de enormes y vergonzantes privilegios a la Iglesia católica. Que por cierto, con el nuevo y aclamado papa, no sólo continúa dejándose querer, sino que sigue insaciable.
En definitiva, quien quiere que se le respete su estatus de símbolo del Estado debe empezar por no denigrarlo él mismo al incumplir el mandato constitucional de aconfesionalidad y faltar al respeto a los ciudadanos a quienes debe servir. No le extrañe al rey que muchos no comulguemos con él.