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Las relaciones Iglesia-Estado en España

Resulta evidente que la relación surgida entre el Estado español y la Iglesia católica a partir del final de la Guerra Civil, así como su plasmación legislativa, fueron de connivencia y mutuo apoyo, aunque las razones que dieron lugar a ello puedan ser discutibles. El Concordato de 1953 (“catedral gótica” en el ámbito jurídico internacional, como lo calificó el ministro de Exteriores Fernando María Castiella) entre la Iglesia y el Estado (Pío XII-Franco) fue la prueba más clara de la excelente avenencia trono-altar.

No siendo discutible esta realidad, un análisis no infrecuente es derivar de aquí el origen de la actual legislación eclesiástica española que parte de la muerte de Franco: los Acuerdos Iglesia-Estado, aún vigentes, surgen de una hábil maniobra de la Iglesia española y de la diplomacia vaticana para preservar los privilegios pasados antes de que el nuevo sistema político se fraguase.

Con ello, en parte, se pretende deslegitimar dicha legislación y seguir remitiendo las actuales relaciones al régimen confesional franquista (todavía se escucha hablar del Concordato como si estuviera en vigor). Sin embargo, desde el sector que esto argumenta, se olvida que el deseo de modificar sustancialmente el régimen confesional franquista fue muy anterior a la muerte de Franco y, sobre todo, que partió claramente de la jerarquía católica española, mientras que el régimen, con Franco a la cabeza, se obstinaba en mantener el sistema concordatario, sobre todo para no perder el privilegio de presentación de obispos por parte del jefe del Estado.

Desencuentros y bloqueo

Ya en los años 60, se podía calificar el Concordato del 53 como un auténtico cadáver jurídico. Y, poco a poco, los desencuentros y el bloqueo entre el régimen y la Iglesia fueron mayores, llegando a haber más de veinte diócesis vacantes por no presentar Franco ninguno de los obispos que desde Roma proponían y, por supuesto, el privilegio del fuero (el consentimiento previo del obispo o del superior mayor para poder encausar penalmente a eclesiásticos y religiosos) no se cumplió, llegándose a la contradicción de instituir una cárcel “concordataria” en Zamora.

El Concilio había dejado claro, sobre todo en la constitución ‘Gaudium et spes’, que la comunidad política y la Iglesia debían ser en sus propios campos independientes y autónomas una respecto a la otra. Y los obispos españoles fueron absolutamente contundentes en este sentido cuando, en el documento ‘La Iglesia y la comunidad política’ (1973), afirman: “La Conferencia Episcopal Española ha declarado públicamente su decidida voluntad de renunciar a cualquier privilegio otorgado por el Estado a favor de personas o entidades eclesiásticas. Hoy reitera esta fundamental disposición suya […] porque entiende que la renuncia a todo verdadero privilegio contribuirá a poner más en claro la necesaria distinción entre Iglesia y Estado, dará mayor relieve a la mutua independencia de ambos y, como resultado, eliminará no pocos problemas”.

Iniciativa eclesial

Quedando claro que la iniciativa sobre un nuevo tipo de relaciones entre poder religioso y político fue de la Iglesia, el mismo nuncio Luigi Dadaglio reconoció que en la firma de los Acuerdos aún vigentes hubo una cierta prisa o precipitación, fruto de las incertidumbres políticas que en aquellos años 70 estaban tan a flor de piel en el panorama socio-político español. Era evidente que algo había que hacer ante el encallamiento de las relaciones y en una coyuntura que exigía una respuesta rápida ante un futuro poco previsible.

La iniciativa del rey Juan Carlos, de 15 de julio de 1976, anunciando que no iba a seguir usando el derecho de presentación de obispos como jefe del Estado, fue la puerta que desde el poder civil allanó de forma decisiva el camino para un nuevo marco de relaciones.

El 28 de julio de ese mismo año se firma el Acuerdo Básico, a partir del cual se derriba –de facto, al menos– el Concordato del 53, y en el que las partes firmantes deciden renunciar al concordato como instrumento de relación y acogen la vía de acuerdos parciales sobre diversas materias con rango de convenios internacionales. La técnica legislativa de acuerdos parciales resultó mucho más conveniente que un macro-concordato por la índole eminentemente práctica de los acuerdos y por la remisión a futuros desarrollos legislativos abiertos a posibles renovaciones y modificaciones.

Transición de consenso

Todo este periplo hasta llegar a un nuevo marco de relaciones se fraguó en el tiempo de la Transición democrática española. Al igual que había sucedido con la actual Constitución, los Acuerdos con la Iglesia y la inmediata Ley Orgánica de Libertad Religiosa de 1980, tuvieron como fondo un clima de consenso y transacción de intereses.

Es evidente que quienes critiquen la Transición y la consideren como un camino falso para encauzar un régimen democrático sin condenar o combatir uno autoritario, con igual o más razón considerarán que la Iglesia se aprovechó de la coyuntura para mantener sus privilegios.

Pero quienes valoren, a pesar de algunos claroscuros, dicho momento y proceso como una fuente de significativos avances sociales, políticos y jurídicos, de igual manera percibirán que en uno de esos ámbitos, el de las relaciones de la Iglesia –y luego de las demás confesiones– con el poder político, los logros han de valorarse en su globalidad como claramente positivos.

¿Derogación o reforma?

Seguimos donde estábamos, más o menos, pues más de cuarenta años necesariamente han influido en la marcha de las relaciones y en el desarrollo de los temas comunes. En todas estas décadas, dependiendo sobre todo de las coyunturas políticas, se ha solicitado en determinados momentos por determinados sectores socio-políticos la derogación de los Acuerdos con la Iglesia (normalmente, no se citan los firmados con otras confesiones ni el régimen del notorio arraigo respecto a otras varias) sin pasar previamente por ninguna revisión ni actualización. Grupos políticos integrantes del actual gobierno así lo reclaman de vez en cuando, sin que hasta ahora nada se haya concretado al respecto.

Es verdad que tampoco resulta nueva ni “revolucionaria” dicha postura, pues, ya antes de la firma de los Acuerdos, una corriente eclesial abogaba por eliminar cualquier relación jurídica entre ambos poderes, queriendo establecer un Estado no tanto aconfesional cuanto, más bien, neutral en lo religioso, para así conseguir la Iglesia una libertad mayor respecto a los poderes civiles. Se supone que derivarían cualquier tema religioso o en relación con las confesiones al mero derecho común, lo cual no es nada sencillo, como en otros ámbitos sociales en los que múltiples peculiaridades obligan a especialidades jurídicas necesarias.

Es ya demasiado tiempo, seguramente, sin revisiones, aunque a través de otras vías normativas algunas se han efectuado. Pero también es verdad, se quiera o no, que el análisis de estos más de 40 años de nuevas relaciones a través de esos instrumentos legislativos, fundamentalmente los Acuerdos del 79 y Ley Orgánica de Libertad Religiosa, de 1980, es claramente positivo. (…)

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