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Las primaveras árabes siguen marchitándose

Las características sociales y religiosas de los países árabes no se tuvieron en cuenta en Occidente.

El último informe de la ONU sobre el mundo árabe, publicado el 29 de noviembre, señala que los jóvenes se identifican cada vez más claramente con la religión, la secta o la tribu que con su país.

La religión arrastra a buena parte de la población hasta hacer impracticable la aplicación de la democracia liberal.

Las revueltas árabes cumplen seis años. Las generaciones que las provocaron no han recogido su fruto; al contrario, la mayoría de los países protagonistas han experimentado un retroceso en su nivel de vida y de libertades. Una idea que algunas veces se ha arrojado sobre la mesa, un plan Marshall, tiene ahora más sentido que nunca.

Las revueltas populares que se iniciaron espontáneamente en Túnez ahora hace seis años echaron a cuatro jefes de Estado pero de ninguna manera han respondido a las expectativas democratizadoras que suscitaron en ciertos ambientes del mundo árabe y particularmente en Occidente.

La revuelta de Túnez, inicialmente desprovista de connotaciones ideológicas, exigía justicia, dignidad y prosperidad económica, y es precisamente a causa de estas exigencias por lo que se distinguía de protestas anteriores, aunque las resonancias que tuvo en otros países enseguida adquirieron tintes políticos y a menudo sectarios.

Las características sociales y religiosas de los países árabes no se tuvieron en cuenta en Occidente. Apenas unas semanas después de Túnez, el presidente Barack Obama desoyó las súplicas del autoritario Hosni Mubarak y lo dejó caer en Egipto dejándose arrastrar por lo que en todo el mundo ya se conocía como “primaveras árabes”.

Algunos escépticos acerca de estas revueltas advirtieron que la euforia que reflejaban los medios de comunicación no respondía a la realidad. El patriarca maronita de Líbano, Bechara al Rai, llamó a las revueltas “invierno árabe” pero nadie le hizo caso, a pesar de contar con la inequívoca experiencia iraquí, donde ya se había intentado meter la democracia con calzador a partir de 2003 y nunca llegó a funcionar.

Esta semana el titular de Exteriores británico, Boris Johnson, ha hablado cínicamente de la necesidad que el mundo árabe tiene de “grandes hombres”, pero rápidamente se le ha observado que históricamente la política de Londres ha estado en contra de esos “grandes hombres” donde quiera que han estado, desde el egipcio Nasser hasta el iraní Mosaddegh.

Los “grandes hombres” que han tratado de gobernar por encima del sectarismo han sido combatidos por Occidente, y muy particularmente por el Reino Unido, desde donde se han promovido, y desde donde continúan promoviéndose, líderes sectarios y débiles susceptibles de ser manejados y manipulados por las peculiares democracias occidentales.

Los conflictos religiosos que existen en ciertos países de la región, y que son azuzados por los países suníes con Arabia Saudí a la cabeza, han complicado más las denominadas “primaveras árabes”. Esto ha ocurrido en Bahrein, Siria y Yemen.

Las disensiones casi siempre se han alimentado desde el sunismo y en contra del chiismo. Aunque es cierto que Irán es un país fundamentalista, Teherán ha apoyado sistemáticamente a los sectores chiíes socialmente más progresistas, que aspiran a modificar el entorno con ideas liberales. Esto ha sucedido en Líbano, pero también en Yemen, Bahrein o Siria.

En el dramático caso de Siria, Arabia Saudí y los demás países suníes del Golfo han contado con el apoyo de Estados Unidos, cuyo último embajador en Damasco, Robert Ford, contribuyó de una manera destacada a desestabilizar Siria recorriendo las ciudades del país y fomentado las revueltas durante su estancia en Damasco.

Aunque parezca paradójico, la idea de llevar la democracia a Oriente Próximo que por primera vez ejecutaron los neoconservadores americanos en Irak, fue asumida ciegamente por la administración Obama a partir de 2011 con consecuencias nefastas, especialmente en Siria, donde el país ha quedado completamente destrozado, como ya lo estaba Irak, y donde se han estimulado las tendencias religiosas más radicales.

Estas tendencias religiosas se han espoleado unas veces deliberadamente y otras veces inadvertidamente, pero en todas partes han causado estragos de grandes proporciones, como ha pasado en Estados Unidos y sobre todo en Europa. La doctrina de apartar a los dirigentes autoritarios para implantar “democracias liberales” ha socavado la misma esencia de esas sociedades.

Los responsables de todo este magno desbarajuste son conocidos y tienen nombres y apellidos. Ahora están en algunas de las principales universidades americanas y en centros de estudios estratégicos que marcan las políticas de Washington. Nadie les ha pedido cuentas por lo que han hecho.

El último informe de la ONU sobre el mundo árabe, publicado el 29 de noviembre, señala que los jóvenes se identifican cada vez más claramente con la religión, la secta o la tribu que con su país. Afortunadamente, el nacionalismo es un fenómeno casi irrelevante en el mundo árabe, a diferencia de lo que ocurre en Occidente, pero la religión arrastra a buena parte de la población hasta hacer impracticable la aplicación de la democracia liberal.

El informe de la ONU señala que los árabes solo representan el 5 por ciento de la población del planeta pero son responsables del 45 por ciento del “terrorismo mundial” y del 58 por ciento de los refugiados. La mayor parte de ese “terrorismo” está causado por la religión, un factor que no se ha tenido en cuenta al intentar llevar la “democracia liberal” a esos lares.

La pobreza y la marginación de la juventud ha sido un acicate esencial de las revueltas. El informe de la ONU advierte que se han de hallar soluciones para resolver los problemas específicos de unos jóvenes que están bien formados pero no hallan trabajo. Una buena idea sería aplicar a la región un generoso plan Marshall que, aunque quizá no sea una solución mágica, ayudaría a aliviar la penosa situación económica de millones de personas.

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