En un país donde la interrupción del embarazo es ilegal en todas las circunstancias y los abortos clandestinos son entre 50.000 y 80.000 al año, la pobreza aboca a miles de mujeres a buscar alternativas peligrosas
Es un secreto que circula de boca en boca en los barrios pobres de Honduras: dónde comprar píldoras abortivas, cómo usarlas sin ser descubierta, qué decir en el caso de que sea necesario ir al hospital. Los objetos contundentes, las infusiones y las plantas medicinales, cuando no hay otra opción, se convierten en los instrumentos de un negocio mortal de abortos ilegales.
Carla*, de un barrio pobre de la ciudad hondureña de San Pedro Sula, tenía 17 años y aún estaba en la escuela cuando supo que estaba embarazada. Cuando sus padres lo descubrieron, la echaron de casa y le dijeron que era su problema. “Me quedé sola. Nadie da trabajo a una menor de edad embarazada, así que no tenía otra opción. No podía tener el bebé”, dice. Embarazada de tres meses y cada vez más desesperada, bebió una mezcla de hierbas y canela con el objetivo de interrumpir su embarazo. “Me lo bebí todo y funcionó, pero tuve muchas hemorragias y mucho dolor. No fui al hospital porque tenía miedo de que descubrieran lo que había hecho y avisaran a la policía. A mis padres les dije que me había caído de la bicicleta y que había perdido al bebé”.
Unos meses después, cuando ya vivía con su novio en un estudio, volvió a quedarse embarazada. “No teníamos suficiente dinero para comer. No tenía trabajo y mi novio vendía drogas para pagar el alquiler. Lo tiramos al río cerca de la casa donde vivimos”.
Un control casi absoluto
En Honduras, donde más del 66% de la población vive en la pobreza, son las mujeres más pobres las que pagan el precio más alto por las draconianas leyes de aborto, que se encuentran entre las más duras del mundo. El control del Estado sobre la salud reproductiva de las mujeres es casi absoluto. El aborto en Honduras es ilegal en todas las circunstancias, incluidas la violación y el incesto. No se permite el aborto para salvar la vida de la mujer o cuando el feto no puede sobrevivir fuera del útero. La píldora del día después también está prohibida.
Se calcula que el 40% de los embarazos no son deseados ni planificados y prospera el negocio del aborto ilegal, con entre 50.000 y 80.000 interrupciones clandestinas al año.
Las leyes de aborto de Honduras están matando a las mujeres: se estima que con un acceso adecuado a los anticonceptivos y a los servicios médicos para abortar, las muertes maternas se reducirían en un 70% aproximadamente. En 2019, un informe de Human Rights Watch detalló el “enorme sufrimiento” en Honduras como resultado de la prohibición total de los abortos impuesta en todo el país. La ONG alertó de que la situación hondureña permitía vislumbrar el futuro de las mujeres y niñas más pobres de Estados Unidos si el aborto también se criminalizaba en los estados de ese país.
“Lo que nuestra investigación en Honduras muestra es cómo es la vida de las mujeres y las niñas cuando el aborto está prohibido o limitado a condiciones concretas”, señala Margaret Wurth, investigadora principal de los derechos de la mujer en Human Rights Watch. “Es un alarmante precedente de lo que podría llegar a ocurrir en Estados Unidos”.
La píldora cytotec
Las leyes sobre el aborto se dan en un entorno en el que la violencia contra las mujeres está muy extendida. Honduras tiene una de las tasas de homicidio más altas del mundo, con una mujer asesinada cada 22 horas, según Human Rights Watch. En 2012, una encuesta del gobierno concluyó que casi una cuarta parte de las mujeres hondureñas habían sufrido abusos sexuales o físicos por parte de su pareja.
Yanet*, de 28 años, también recurrió a un aborto ilegal en su tercer mes de embarazo. Su novio la golpeaba. Su pareja también vendía drogas para sobrevivir. “No ganamos suficiente dinero para mantenernos a nosotros mismos, y mucho menos a un niño”, señala.
Como muchas mujeres de países donde el aborto es ilegal, Yanet empezó a buscar la píldora cytotec (también llamada misoprostol), conocida como “píldora abortiva”. La prescripción de la píldora cytotec, también utilizada para tratar las úlceras de estómago, está restringida a los hospitales y por parte de profesionales médicos, pero existe un mercado clandestino para conseguir las pastillas. “Me tragué dos pastillas y me introduje otras dos en la vagina”, cuenta Yanet. “Fue doloroso pero funcionó; tuve una hemorragia pero no fui al hospital porque estaba demasiado asustada. Enterré el feto en el patio trasero de nuestra casa”.
Abusos sexuales
La prohibición del aborto puede tener consecuencias devastadoras para las mujeres hondureñas. La mayoría de las agresiones sexuales que se producen en el país se infligen a menores (70%) y el embarazo precoz es una de las consecuencias más peligrosas de la violencia sexual sobre las niñas y adolescentes.
Kaylie*, que ahora tiene 18 años, tuvo su primer aborto a los 13. “Cuando tenía cinco años, mi madre me enviaba a ver a mi tío, que pagaba un dólar (0,96 euros) por tener relaciones sexuales conmigo. Éramos extremadamente pobres. Además, mi padre abusaba de mí, así que a los nueve me fui de casa y acabé en la calle. A los 10 años ya me drogaba y me fui a vivir con un chico de 19 años que me proporcionaba comida. Me quedé embarazada a los 13 años y fui a casa de mi madre, que me dio la bebida de hierbas. Tuve muchas hemorragias, pero sobreviví”, explica.
Un año después, a los 14, volvió a quedarse embarazada y abortó de nuevo. Al cabo de unas semanas, empezó a sentirse mal y pidió ayuda a su amiga Jasmine*, a la que había conocido en la calle. Su amiga consiguió reunir los cerca de 200 dólares (unos 192 euros) necesarios para ir a una clínica privada donde le dijeron que se había dañado el útero. Desde entonces no ha vuelto a tener la regla.
Jasmine también ha tenido tres abortos. Sus padres la abandonaron a los ocho años, y a los 12 se quedó embarazada y buscó la forma de interrumpir el embarazo de forma ilegal. Después, sangraba tanto que decidió ir al hospital. “El personal médico quería avisar a la policía, pero mi tía apareció y me sacó del hospital. Luego me dejó de nuevo en la calle”, cuenta. Tras sobrevivir a otros dos abortos, ahora ha conseguido que le pongan inyecciones anticonceptivas. Ella y Kaylie viven juntas, y trabajan como empleadas del hogar. Cada una ganas unos 20 dólares al mes (unos 19 euros).
“No tenía otra opción”
Blanca* decidió arriesgarse a abortar después de que su marido dejara a ella y sus tres hijos para entrar ilegalmente en Estados Unidos. “Hubiera sido mi cuarto hijo, mi marido se había ido y no tenía ni idea de cómo mantener a otro bebé. Gano unos 50 dólares (unos 48 euros) a la semana y ya resulta difícil con tres hijos”, indica. “Me siento culpable, fue una decisión difícil, pero la tomé porque no tenía otra opción y no habría podido dar a un niño la vida que merecía. Las mujeres deberían poder decidir porque son ellas las que tienen que cuidar de los niños cuando los hombres se van”.
Con un acceso a la sanidad limitado y costoso, las comadronas de los barrios pobres suelen ser un salvavidas para las mujeres embarazadas. Sin embargo, muchas temen las consecuencias derivadas de ayudar a mujeres que sufren las consecuencias de abortos ilegales mal practicados. Berta Lillian Montoya Morataya, que ahora tiene 73 años, empezó a trabajar como comadrona a los 12 años. Vive con su familia en Cielito Lindo, un barrio de bajos ingresos de San Pedro Sula. Cuando las mujeres acuden a ella sangrando por abortos clandestinos, las echa. “No las ayudo, las envío directamente al hospital”, dice. “No quiero verme involucrada en un delito y acabar en la cárcel”.
* Se han cambiado los nombres de las mujeres que han dado su testimonio para este artículo.
– Este reportaje ha contado con el apoyo de la International Women’s Media Foundation, en el marco de la iniciativa de información sobre salud reproductiva, derechos y justicia en las Américas.