En la conferencia de Ratisbona, reivindicó la racionalidad del cristianismo y desplazó el peso de la Ilustración en la historia de Occidente.
Imprudencia o cálculo? Me refiero a la reciente intervención de Benedicto XVI en la Universidad de Ratisbona, que tanta polvareda ha levantado. El episodio resulta difícilmente comprensible si no se lo inscribe en el marco más general de lo que parece ser el proyecto del nuevo Papa.
Benedicto XVI parece haberse propuesto pasar a la historia por una aportación en el plano doctrinal o teórico o filosófico. De este propósito dio buena muestra desde el principio de su mandato. Una de sus primeras intervenciones públicas la dedicó a criticar a la posmodernidad, por el relativismo que contiene y por la inevitable ausencia de valores que implica.
Hasta aquí nada nuevo, si no fuera porque la crítica estaba hecha, sorprendentemente, desde una interpretación de la Modernidad que ha ido desarrollando de manera progresiva en los últimos meses.
De esta interpretación constituye un episodio relevante la conferencia de Ratisbona. En ella Benedicto XVI da un paso más en su proyecto y, con el argumento historiográfico de que el cristianismo surge de la convergencia entre la fe bíblica y la filosofía griega, reivindica la racionalidad de aquél. Semejante interpretación implica deslizar una interpretación de la Modernidad bien particular. Porque, frente al esquema más clásico y consolidado entre los historiadores de las ideas, que consideraba el desafío ilustrado como un momento culminante en el proceso emancipatorio de la humanidad —en el que por vez primera se diseñaba un futuro en el que las relaciones entre las personas no vinieran determinadas por la riqueza o el dominio, ni el conocimiento nublado por ningún tipo de superstición (religiones incluidas)—, ahora este Papa propone una lectura de la Modernidad en términos de episodio culminante de la historia del cristianismo.
Por supuesto que semejante lectura precisa desembarazarse del incómodo lastre de esa Modernidad laica y agnóstica, cientificista e inmanente, que hasta hace bien poco había estado en el punto de mira de tantos ideólogos eclesiásticos. Por de pronto, una insidia ha quedado deslizada: la Modernidad descreída y laica constituye en realidad una patología de lo moderno que desemboca, inevitablemente, en la posmodernidad, ya descalificada. La auténtica Modernidad, la de origen cristiano, es la única que nos garantiza un lugar a salvo de los excesos, tanto de la posmodernidad (identificada con la sociedad actual, materialista y sin valores) como de la premodernidad.
Es en este contexto en el que entra en escena la crítica de Benedicto XVI al islam, al que identifica con lo premoderno. El esquema, así, queda cerrado. Esta presunta Modernidad cristiana representa la única forma de escapar de la disyuntiva previamente dibujada por el mismo autor: o razón sin Dios o Dios sin razón. Que la operación intelectual de síntesis entre Dios y razón sea extremadamente discutible parece ser aquí lo de menos. La historia del pensamiento occidental es tan rica y compleja que permite extraer de ella los ejemplos que convenga. Pero habrá que decir, por lo menos, que poco tiene que ver la razón ilustrada con la razón a la que parece remitirse este Papa. Que la discusión entre fe y razón está presente en el cristianismo desde sus orígenes es cosa sabida. Pero también debiera serlo —y parece querer soslayarse— la resistencia de la Iglesia ante la ciencia moderna representada por Galileo, episodio que ahora se escamotea. Como también parecen querer escamotearse, o quitar importancia, a las condenas recibidas por prácticamente la totalidad de autores modernos, de Hume a Sartre, pasando por Kant, Nietzsche y ya no digamos Marx, acusados hasta hace bien poco precisamente del delito de modernidad.
Se entenderán, por tanto, mis reservas ante quienes entienden que Benedicto XVI ha pecado simplemente de imprudencia, citando un pasaje que, sacado de contexto, ha irritado a amplios sectores la opinión pública islamista. En todo caso, aunque hubiera habido una cierta imprudencia, lo que ésta delataría es un esquema bien definido. En el que la doctrina de la Iglesia se plantea, ahora, como el único antídoto contra el fanatismo de cualquier tipo. El alcance de la operación no se le debería ocultar a nadie. En este esquema, el enemigo (o sea, el fanático) no sólo está fuera. De hecho, hace escasas semanas el cardenal español Rouco Varela criticaba el proyecto del gobierno de Zapatero de introducir una nueva asignatura de educación para la ciudadanía con el argumento (ciertamente llamativo, viniendo de quien venía) de que eso iba a significar la implantación de un fundamentalismo laico en las mentes de los niños.
Harían mal analistas y politólogos en desdeñar el alcance de esta operación. Que, de salir bien, proporcionaría a la Iglesia Católica no sólo un enorme protagonismo estratégico, sino también una renovada centralidad ideológico-política, susceptible de atraer a muy diversos sectores.
Por lo que respecta a esto último, habrá que recordar que la herencia recibida de Juan Pablo II por parte de Benedicto XVI le permite a éste reivindicar esa imagen de enemigo de cualquier fanatismo, sea el del islam o sea el de Bush (no en vano el papa Woytyla condenó en su momento la invasión de Irak), o de campeón de la moderación y el buen sentido, como se prefiera. En cuanto a lo primero, probablemente nos encontremos —se me disculpará la simplificación— ante una audaz síntesis de Habermas y Huntington, en la que la señalada defensa de lo racional se ve acompañada de la apropiación de esa presunta civilización occidental por parte de la Iglesia Católica. Con el corolario inevitable: quién mejor, entonces, que su Sumo Pontífice para administrar tan valioso legado. Desde luego, si le sale bien la operación, tenemos San Pedro para rato. De los cristianos, mejor hablamos otro día.
Manuel Cruz. Prof. de filosofía en la Uni. de Barcelona, investigador en el Inst. de Filosofía del CSIC.