Con el advenimiento de la Revolución Francesa, en 1789, se puso en marcha un proceso de universalización de los principios políticos de libertad, igualdad y fraternidad, retomando la Ilustración (filosofía de la burguesía revolucionaria) la vieja idea de la unidad y universalidad de la historia, esta vez basada en principios racionales válidos para todas las personas, las naciones y las épocas.
Estos principios generaron rápidamente, desde finales del mismo siglo XVIII, una importante corriente antiilustrada en Francia, Inglaterra y Alemania, principalmente. Y resulta importante resaltar estos antecedentes, porque esta corriente opondría las particularidades nacionales, étnicas y culturales al universalismo ilustrado; la comunidad a la sociedad; la tradición al progreso; las costumbres y las religiones a la ciencia y la filosofía.
De esta forma surgieron concepciones que ponían el acento en “culturas” particulares, contraponiéndolas al universalismo, que se consideraba patrimonio exclusivo de Europa occidental; se sobredimensionaron las peculiaridades de cada “cultura” y se despreciaban los elementos que pudieran tener en común. Así, a la vez que se abría paso al relativismo cultural (según el cual, todo conocimiento humano era relativo e igualmente válido), se sentaban las bases de la xenofobia y el etnocentrismo, que darían “productos” tan característicos como el pangermanismo y las ideas protofascistas.
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