El mismo Montesquieu nos dijo en otro lugar que “la obra maestra de la legislación consiste en la sabia colocación del poder judicial”. Llevaba razón, pero no del todo. La acción de la Corte Constitucional Colombiana demuestra que no todo es cuestión de independencia, sino también de valor o, si se prefiere, que la independencia se conquista en los hechos tras haberse otorgado desde las normas. Y se requiere asimismo una firmeza en las convicciones democráticas de quienes integran los órganos colegiados de la judicatura, no porque éstas aboquen a una única interpretación de las normas, pero sí porque, aunque sean varias, siempre sabrán que la relación de las creencias con la verdad no interesa al derecho, y por tanto no son poder, y que la educación no es una cuestión ideológica, sino de Estado. Quiero pensar que cuando el proyecto de ley sea aprobado en el Parlamento para vergüenza del laicismo y de la democracia española en su conjunto, la oposición recurrirá ese subproducto legal ante el Tribunal Constitucional y que éste, con independencia de su composición y del sesgo ideológico de sus miembros, seguirá el ejemplo de su homóloga colombiana aun sin la necesidad de tenerlo presente. Uno, mientras tanto, se dedicará a gozar de la santa envidia destilada en su mente por el ejemplo colombiano.
Sede de la Corte Constitucional de Colombia
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