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Laicismo: lección desde Colombia

La casualidad quiere que, en estos tiempos de luto y wert para la educación española, es decir, para el futuro de España, un colega y amigo colombiano me remita para su lectura crítica un texto suyo titulado Laicidad y justicia institucional. El caso colombiano. Ahora que los Pirineos han vuelto a crecer de repente de la mano de un partido cadáver que exuda gusanos de corrupción por todos sus poros, al punto que merced a esa virtud suya un chantajista profesional puede tener de rehén al gobierno de toda una nación; que un renovado oscurantismo para la razón y una caníbal humillación religiosa para la democracia han retrogradado a este país maldito hasta la más lóbrega cueva de su historia, vale la pena sentirse nuevamente hijos de Terencio e intentar volver a respirar aire puro, a sabiendas de que la existencia de modelos a seguir son por sí mismos fuelles donde hallar fuerzas para renacer. Al fin y al cabo aún nos tienta mantener la ficción de estar vivos; y cuando una clase política en almoneda, un partido mayoritario cuyo lugar natural no es el poder, sino la cárcel, y una iglesia cainita saturada de privilegios frente a los derechos comunes y con impunidad frente al delito han hundido en el fango la política y el interés ciudadano por ella, restaurar la confianza en las instituciones se convierte en paso ineluctable para dejar atrás la anarquía de la desesperación.
 
¿Qué mensaje nos envía Colombia en grado de hacernos querer vivir su esperanza? ¿De la mano de quién viene? El prejuicio se obstina en seguir asociando en Europa el nombre de ese país a la barbarie del narcotráfico o la guerrilla, a pobreza y atraso, a niños expósitos, a placeres de alquiler, a amor artero, a romanticismo de montaña, a sordidez de la vida, etc. Desde luego, no a libertad, a Estado de Derecho, a democracia, porque en el mundo humano los efectos nunca desaparecen con las causas. Y sin embargo, el que los profesionales del ramo consideran el tribunal quizá más poderoso del mundo, más aún que la Corte Suprema estadounidense, la Corte Constitucional colombiana, lleva años dando sin tregua lecciones al respecto.
 
En efecto, desde que se promulgó la Constitución de 1991 Colombia entró en una nueva etapa democrática, y no sólo en lo tocante a las normas, sino también a los hechos, y si bien la democracia no ha dejado de sufrir sobresaltos y tribulaciones, provocados a veces por quienes debían defenderla, la Corte siempre salió en su defensa y algunos de sus miembros pagaron con su vida el desafío. Una de las consecuencias más visibles ha sido que la iglesia perdió sus privilegios y ha sido obligada a entrar por la fuerza de la ley en el campo de la igualdad, sin que su pretensión al monopolio de la verdad se haya traducido en prebendas jurídicas, como en la pseudo-laica España (quizá sea de interés indicar aquí que la propia Corte ha elaborado una tipología de Estados, que va desde el confesional al ateo, y que en cinco peldaños marca su relación con la religión; España aparece incluida en el tercer nivel, junto a Italia, y si bien se indica que en ambos casos la libertad de culto es total, no obstante aparece etiquetada como Estado de orientación confesional); su culto es tutelado, como los otros, pero en las mismas condiciones que los demás, y sin que el número de fieles, supuestamente mayor que el de otras confesiones, conlleve peso jurídico alguno que se traduzca en una violación a su favor de la igualdad: la fe es un hecho personal, al que se anexa un derecho subjetivo, que no otorga poder sobre los demás.
 
Naturalmente, la democracia colombiana, con la Corte al timón de la misma, no sólo ha desposeído a la iglesia católica del pedestal público al que su ambición, contra toda lógica y toda justicia, en complicidad con la prepotencia y la fuerza, la situó durante gran parte de la violenta historia del país. El poder de la Corte ha sido tal que –nos dice el amigo al que aludí en un principio, el profesor Leonardo Jaramillo-, en realidad, ha terminado por tomar en sus manos parte del desarrollo legislativo, es decir, por transformarse en otra especie de cámara legislativa, y por desarrollar las normas constitucionales con arreglo al más puro espíritu constitucional y democrático, trascendiendo de lejos su función puramente arbitral.
 
He aquí, en las palabras del profesor Jaramillo, una “muestra representativa” de los campos donde ha intervenido la Corte con sus sentencia y de la dirección de las mismas: “(…) decisiones sobre la objeción de conciencia frente al servicio militar…, el ejercicio del libre desarrollo de la personalidad frente a otras normativas como los manuales de los colegios…, la protección del derecho a la igualdad ante casos de discriminación por sexo o raza, la regulación de los salarios públicos, la interrupción voluntaria del embarazo, la despenalización del consumo de dosis personal de droga, la permisión condicionada de la eutanasia, la regulación del sistema de financiación pública de vivienda (UPAC), la consideración del sector bancario como servicio público y el reconocimiento de garantías constitucionales a minorías sexuales, raciales e indígena”.
 
Y también se han emitido sentencias “sobre la autonomía de la Corte para modular los efectos de sus providencias, la creación jurisprudencial de derechos fundamentales (mínimo vital), la tutela contra sentencias, la posibilidad de exigir derechos sociales mediante tutela, el respeto de la justicia indígena con un núcleo mínimo de derechos, la obligatoriedad de la doctrina constitucional y la declaratoria de estados de cosas inconstitucionales en virtud de los cuales la Corte se ha incorporado en el proceso de formación de las políticas públicas. En este sentido se han proferido asimismo sentencias sobre la regulación financiera de los derechos constitucionales, la disposición de fechas concretas para unificar el seguro de salud, la fundamentación del derecho a la salud como fundamental, la orden de actualizar integralmente el Plan Obligatorio de Salud (POS) garantizando la participación efectiva de la comunidad médica y los usuarios…”, etc.
 
Muchas de sus sentencias, así como del papel que ha llegado a ocupar en la vida pública del país, han levantado suspicacias y suscitado agrias polémicas con otros poderes del Estado o con agentes sociales, y no sin razón, dada la acumulación fáctica de poderes que comporta, y el peligro inmanente a la misma, y dado que el árbitro, que siempre corre el riesgo de devenir parcial, lo intensifica cuando además deviene legislador. Ejemplos al respecto los constituyen el hecho de que al sancionar el respeto de la justicia indígena se haya olvidado de reconocer el derecho del individuo indígena a no reconocer su justicia, máxime allí donde esta contravenga los preceptos constitucionales. O bien, en el campo de la libertad religiosa, que haya preservado ocasionalmente la igualdad de las diversas confesiones a costa del propio laicismo o de los ateos, como cuando las exonera del pago de impuestos estatales o cuando financia con dinero público sus actividades. Aun así, en este caso, al menos ha evitado añadir humillación a la injusticia, como es en cambio el caso de la putita política del gobierno español hace cuando trata de su chulo eclesial.
 
Otra manifestación del poder de la Corte Colombiana, que deja atónito al observador de la política latinoamericana, y sobre todo si previamente echó una mirada a la Venezuela chavista, donde su homóloga era un simple megáfono de la voz de su amo, se produjo con la sentencia que declaraba institucional el intento de Uribe por renovar su mandato una segunda ocasión. La decisión de la Corte previno que determinados hechos políticos constituyeran la palanca de transformación de un mandatario constitucional en tirano: un tirano que, escudándose en el poder de la opinión, declaraba la voluntad popular por encima de los derechos humanos y demás normas constitucionales, y que de haberse salido con la suya se habría convertido en el Chávez de la otra orilla, demostrando que la tentación latinoamericana del caudillismo es una semilla que no ceja por dar fruto. La sentencia, por lo demás, no sólo acabó con el deseo y las aspiraciones de Uribe, sino al mismo tiempo con el deseo y las aspiraciones de un sector ampliamente mayoritario de la sociedad colombiana, lo cual habla por sí solo de la independencia de que goza el máximo órgano judicial colombiano, y de la verdad proferida en su día por el oráculo Montesquieu.

El mismo Montesquieu nos dijo en otro lugar que “la obra maestra de la legislación consiste en la sabia colocación del poder judicial”. Llevaba razón, pero no del todo. La acción de la Corte Constitucional Colombiana demuestra que no todo es cuestión de independencia, sino también de valor o, si se prefiere, que la independencia se conquista en los hechos tras haberse otorgado desde las normas. Y se requiere asimismo una firmeza en las convicciones democráticas de quienes integran los órganos colegiados de la judicatura, no porque éstas aboquen a una única interpretación de las normas, pero sí porque, aunque sean varias, siempre sabrán que la relación de las creencias con la verdad no interesa al derecho, y por tanto no son poder, y que la educación no es una cuestión ideológica, sino de Estado. Quiero pensar que cuando el proyecto de ley sea aprobado en el Parlamento para vergüenza del laicismo y de la democracia española en su conjunto, la oposición recurrirá ese subproducto legal ante el Tribunal Constitucional y que éste, con independencia de su composición y del sesgo ideológico de sus miembros, seguirá el ejemplo de su homóloga colombiana aun sin la necesidad de tenerlo presente. Uno, mientras tanto, se dedicará a gozar de la santa envidia destilada en su mente por el ejemplo colombiano.

Corte Constitucional Colombia

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