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Laica, el adjetivo que falta en la Reforma Educativa en Chile

«Terminar con la segregación en el sistema escolar y recuperar los niveles de calidad que ostentaba la educación pública hace apenas unos treinta años, se constituye entonces en un imperativo ético que ya no se puede dilatar.»

¿Tiene razón el cardenal Ezzati cuando relativiza la distinción entre educación pública y privada, señalando que da lo mismo quién la imparta? ¿O tiene “razones”? Es un hecho que a la jerarquía de la Iglesia Católica – y a sus aliados políticos – no les gusta el actual proyecto de Reforma Educacional. O lo poco que se conoce de éste. Les basta entender que tiene como objetivos poner fin al lucro con aportes fiscales, y terminar con la selección y el financiamiento compartido – ambos apuntan en la misma dirección -, para oponerse a una iniciativa orientada a la democratización de un sistema educacional mayoritariamente percibido como mercantilizado segregador y reproductor de la profunda desigualdad social que caracteriza al país.

Esta oposición no es nueva. Ya hace 150 años, los intentos de quienes propiciaban un sistema nacional de instrucción pública, y consecuentemente lucharon contra el monopolio educativo religioso, se estrellaron contra posturas doctrinarias conservadoras, siempre ligadas al pensamiento de la Iglesia, que inflexiblemente rechazaban la acción educativa del Estado y la existencia misma de una enseñanza orientada a los sectores populares.

Concretamente, en 1860, a propósito de la discusión de la Ley General de Instrucción Primaria y, luego, en las dos primeras décadas del siglo pasado, durante la interminable tramitación de la Ley de Instrucción Primaria Obligatoria, se levantaron furibundas voces, en la prensa católica de la época tanto como en el Congreso, tratando de frenar su promulgación y dejando palmariamente establecida la desconfianza del alto clero en la expansión de la instrucción pública, aduciendo oscuros propósitos de parte de sus impulsores.

Aparte de la enorme influencia que tenía la Iglesia en las costumbres e idiosincrasia de la población, contó siempre con el apoyo de sus tradicionales aliados conservadores, convencida – al igual que ahora – de que la religión requería también de una defensa política.

Esto pese a que ninguno de los dos proyectos ponía en tela de juicio ni la educación privada ni la catequesis de doctrina y moral cristiana en la enseñanza fiscal.

Se utilizaron argumentos tan falaces como el que la obligatoriedad estatal atentaba contra la “libertad individual de los padres”, pretendiendo depositar en las familias, mayoritariamente en condiciones de marginalidad, analfabetas y necesitadas de los aportes provenientes del trabajo infantil, la responsabilidad de decidir si enviaban a sus hijos a las escuelas o no. Si aún hoy los niños que se mantienen bajo la línea de pobreza son los que en mayor medida desertan del sistema escolar, podemos comprender lo farisaico de aquellas “razones”.

La machacona insistencia sobre la “irreligiosidad” de las escuelas fiscales, pese a que las clases de religión estaban en su currículo, da cuenta que el senador Mac Iver en un discurso durante la tramitación del proyecto de Ley de Instrucción Primaria Obligatoria, promulgada en 1920, no estaba tan errado en su apreciación de que lo que verdaderamente inquietaba a la Iglesia no eran conceptos abstractos de derechos y libertades, sino la eventualidad de que la educación pública pudiera definirse laica. Y el motivo por el que los impulsores de la ley no pudieron introducir en aquel momento el carácter laico en la instrucción primaria, fue que tuvieron que transar con senadores conservadores a fin de lograr, después de veinte años, la aprobación de la obligatoriedad. Algunos veían en este avance un importante principio de integración nacional, otros lo consideraban positivo sólo como factor de control social.

Poco después, con ocasión de las discusiones en torno a lo que sería la Constitución Política de 1925, sectores liberales y radicales, además de sociedades de librepensadores y la masonería, intentaron introducir constitucionalmente el carácter laico para toda la educación pública, en el contexto de lo que sería la separación de la Iglesia del Estado. Las Actas de trabajo de la respectiva subcomisión registran que la propuesta de la simple sentencia: “La enseñanza será laica en las instituciones públicas”, fue tajantemente impugnada por los conservadores,  ante lo cual, el presidente Alessandri Palma, pese a ser partidario de entregar al Estado el monopolio de la educación primaria, y de que ésta debía ser “laica, gratuita y obligatoria”, desistió de tal idea, privilegiando “otras necesidades de la nación”. Hay que recordar en todo caso que el país vivía un agitado clima social y político-militar.

Mientras tanto la Iglesia vaticana había condenado rotundamente el Estado laico y el principio de laicidad, a lo menos en siete encíclicas y documentos oficiales durante el siglo XIX y la primera mitad del siglo XX. Sin embargo, en un momento determinado, se da cuenta que los vientos corren a favor de la modernización y secularización de las sociedades, que estas se abren al pluralismo y a la libertad de conciencia y religión, incluso en aquellos países que mantenían una “religión oficial”.

De manera que el discurso eclesiástico es modificado, se le cambia sin más el rótulo al concepto de laicidad, distinguiéndose ahora entre una “laicidad buena”, “positiva” o “sana” – entendida como mera separación de los ámbitos temporales y espirituales, entre la comunidad política y las religiones, para el libre ejercicio de éstas – y una “laicidad perversa”, que correspondería al tradicional principio republicano de separación de los asuntos de las iglesias del Estado, a fin de que éste garantice, en el seno de una sociedad diversa, un espacio público en el que se cultive el pluralismo, la libre discusión, la tolerancia y la autonomía moral frente a los intentos de imposición de cualquier hegemonía ideológica, ética o religiosa.

Es en este contexto que en marzo del presente año, la Vicaría para la Educación del Arzobispado de Santiago hizo público un documento, titulado “Por una Educación Pública, Laica y Gratuita”, a propósito de la inminente presentación ante el Congreso de los proyectos de ley del gobierno de la presidenta Bachelet destinados a reformar la Educación.

El título era desde ya bastante sugestivo, haciendo pensar que, dado el contenido ético de las demandas del movimiento estudiantil, la Iglesia corregía sus viejas posturas ideológicas y se sumaba a los propósitos de la sociedad civil de alcanzar una educación inclusiva, formadora de jóvenes más libres, con una nueva moral y con mejores conocimientos para construir una sociedad más justa y equitativamente próspera.

Lamentablemente, a poco leer, comprobamos que nuevamente se juega allí con el significado de las palabras. El documento, presentado por el presbítero Tomás Scherz y el mismo cardenal Ricardo Ezzati, deja en claro que no se debe “confundir lo público con lo estatal, lo laico con lo no religioso y lo gratuito con un beneficio estrictamente pecuniario”. Es decir, el gatopardismo en su más nítida expresión.

Es evidente que la Iglesia intenta camuflar así la educación privada subvencionada, de la cual es el mayor sostenedor, a fin de beneficiarse también de los recursos fiscales comprometidos, reforma tributaria mediante, para ese ambiguo entorno denominado “educación pública”. Esto, a pesar que nadie ha cuestionado la responsabilidad del Estado frente al sector privado de la enseñanza, ni puesto en duda el régimen de subvenciones que lo beneficia, como tampoco se ha obstaculizado la intención de reemplazar el copago por subvención estatal para terminar con la segregación en el sistema.

Un mínimo de coherencia con el sector público de enseñanza, sin embargo,  forjador de identidad ciudadana y columna vertebral de lo que ha sido nuestro sistema democrático republicano, aconsejaría que el Gobierno definiera a la brevedad su propia concepción de educación pública.

La confusión deliberada del concepto -que supone idéntica modalidad de financiamiento para la educación particular y municipal -, desde la recuperación de la democracia en adelante, permitió el traspaso de cuantiosos recursos del gasto público a la iniciativa privada en educación, que contaba además con aportes del cofinanciamiento, alimentando así un modelo bastante atípico a nivel internacional, de propiedad privada de los establecimientos y financiamiento total o parcial de carácter fiscal, que legaliza el lucro y es prácticamente desregulado. Ello permitió el rápido crecimiento del sector, al mismo tiempo que la enseñanza pública, ahora municipalizada, entraba en una crisis que ha llegado a la antesala de lo terminal.

Lo más grave es que la educación municipal atiende mayoritariamente al segmento de mayor riego social del país. Mucho de los malos resultados obtenidos se explica fundamentalmente por el hacinamiento en las salas de clases de niños socioculturalmente muy pobres, que no pueden beneficiarse de la diversidad, que no experimentan una socialización integradora.

Terminar con la segregación en el sistema escolar y recuperar los niveles de calidad que ostentaba la educación pública hace apenas unos treinta años, se constituye entonces en un imperativo ético que ya no se puede dilatar. La cerrada oposición de quienes se sienten perjudicados por la Reforma apenas enunciada, al igual que en el pasado, antepone los intereses de sectores privilegiados por sobre el bien común. La excusa es la misma, la “libertad de enseñanza”, una mezcla de defensa religiosa y de clase, difícil de explicar a la luz de los preceptos evangélicos.

Así entonces, a partir del documento de la Iglesia de Santiago, distintos actores del sector privado de la Educación han expresado sus aprensiones acerca del proyecto de Reforma, interpretando el fin del copago y el término del lucro con aportes fiscales, como una amenaza al derecho de los padres a elegir la educación que quieren para sus hijos.

Esa mirada mercantil, que refleja una subjetividad de cliente frente a la oferta educacional, se constituye en la actual coyuntura de discusión en una defensa sectorial, privada, de algo que va más allá de un derecho, constituyendo por lo tanto un privilegio y un motivo de desigualdad: la de obtener hegemonía social, basada en el tipo de relación homogénea – no diversa ni pluralista – que se da en colegios privados financiados por el Estado, y en una supuesta mejor calidad producto del mayor aporte económico.

Cuesta entender entonces las razones por las cuales el cardenal Ezzati pudiera sostener que, la educación privada subvencionada – a la cual reconocemos la legitimidad de su rol como expresión de una sociedad pluralista – pueda mostrar características de integración. “La educación es pública no porque sea estatal, sino porque es de todos y para todos”, dice el documento arzobispal, desentendiéndose de que el sistema educativo chileno es germen de la mayor segregación socioeconómica a nivel escolar que se da entre los países de la OCDE.

Contrariamente a lo que piensa la Iglesia, no es lo mismo educación pública que privada subvencionada; porque la educación pública es gratuita y la particular subvencionada no lo es; porque la educación pública no hace diferencia en sus procesos de admisión – y si lo hace, se trata de una distorsión de sus ideales y valores tradicionales, contaminada por políticas privatizadoras que introdujeron la competencia entre los propios establecimientos públicos, y que, por lo tanto, debe ser corregida – en tanto la privada discrimina bajo múltiples aspectos, religiosos, socioculturales y económicos, principalmente; porque la educación pública debe ser sinónima de integración y cohesión social, y cumplir una misión cual es impartir conocimientos, destrezas y valores tanto para la formación de ciudadanía como para el desarrollo social y económico del país, frente al sector particular subvencionado que ha construido un ethos como bien de consumo privado, con una mirada particularista de la sociedad.

Por bien intencionado que sea un proyecto educativo de carácter privado, no podrá sustraerse a la parcialidad de los propios intereses y objetivos que lo inspiran. Debo advertir aquí, sin embargo, que el peligro de toda generalización es que no contempla las excepciones, debiendo reconocer que sí existen algunas experiencias educativas subvencionadas, laicas y religiosas, que escapan a la lógica de mercado e intentan no discriminar.

El factor religioso, aun cuando no aparezca demasiado en el debate actual – porque el proyecto de Reforma no muestra la menor característica antirreligiosa -, está muy presente sin embargo en quienes defienden el statu quo. “Que no se confunda lo laico con lo no religioso”, es la preocupación que manifiestan Ezzati y Scherz en el documento citado, enmendando alegremente la plana a la propia RAE, que en su diccionario define laico como “Independiente de cualquier organización o confesión religiosa”, poniendo como ejemplo precisamente el concepto de enseñanza laica.

Y en seguida el documento arzobispal desliza una particular visión de laicidad: “Si el poder del Estado, en una sociedad democrática, ha de ser neutral para garantizar la igual libertad ética de sus ciudadanos y ciudadanas, no puede intentar generalizar políticamente una visión secularista – no religiosa – del mundo”. En este aserto hay ignorancia o una manifiesta mala intención.

La laicidad, expresada a través de una multitud de tratadistas actuales, supone libertad de conciencia en primer lugar, y la educación laica, que debe acoger al común de los ciudadanos, preconiza un marco de convivencia y respeto entre los distintos sistemas de creencias religiosas y las no creencias, promoviendo la autonomía de juicio del educando, sin imponer como exigencia ninguna visión de Bien, o vida virtuosa. Lo que la educación laica sí debe omitir es la enseñanza del dogma de cualquier religión, de la misma manera que debe abstenerse de propiciar modelos filosóficos, ideológicos o de moral, de interés particular.

Lo que vemos entonces es que vuelven a levantarse los viejos fantasmas: la “irreligiosidad” de la enseñanza pública. El sustrato de las “razones” por las cuales la jerarquía católica no ve con buenos ojos el proyecto del gobierno, reside en que no le basta con impartir educación religiosa en la gran cantidad de colegios que sostiene con financiamiento fiscal – recursos proveídos también por creyentes de distintas fes y por no creyentes -. “Nos rebelamos en contra de una educación que en el nombre de la neutralidad del Estado desprecia y margina el aporte de las religiones en el cultivo de lo propiamente humano” sincera el documento, rematando con la siguiente proposición: “A un Estado laico ofrecemos nuestra religión como memoria de significado, fuente inagotable de integración social y esperanza de reconciliación con la creación y con Dios”.

Es decir, se pretende utilizar paradójicamente el principio de pluralismo que comprende la laicidad, para expandir la enseñanza doctrinaria del catolicismo al sistema público, corroborando de esa manera la proclividad de la Iglesia a imponer su tutela religiosa sobre la totalidad de la sociedad.

Nuestra convicción es entonces que para aprender a vivir nuevamente en común y progresar más equitativamente como nación, debemos recuperar una educación pública de calidad, democrática, inclusiva e integradora.

La obligación autoimpuesta por los sectores más progresistas del país, incluyendo los movimientos sociales, de llevar a cabo una Reforma que restablezca la Educación como un derecho, se ve en este momento seriamente amenazada por el poder de quienes llevan años usufructuando de la educación privada, apelando al decimonónico concepto de “libertad de enseñanza”, entendido en su más liberal acepción de abrir colegios privados con subvención estatal.

El derecho a la educación pone al Estado en tensión para que aumente los recursos disponibles – humanos, perfeccionamiento docente, remuneraciones dignas, equipamiento, infraestructura – en sus propios establecimientos, de manera que la calidad de la educación no alcance sólo a niveles de escolaridad básica y media, sino que abra reales alternativas de formación superior para los miles de jóvenes egresados de liceos municipales, con incierto destino en la actualidad.

Pero el sello, la identidad de la educación pública debe ser su carácter laico. Para nosotros, laicistas, la escuela pública debe ser aquel espacio abierto a todos, donde se ejercite en su más amplia expresión el derecho a la libertad de conciencia, donde se eduque sin dogmas ni restricciones impuestas por “verdades únicas”, donde la moral religiosa sea reemplazada por la conciencia y práctica del “bien común”, por la observación de los derechos humanos y por otros valores democráticos y de respeto a la otredad.

Estas aspiraciones sólo pueden ser promovidas y cultivadas en el marco de una educación laica, inspirada en una concepción del conocimiento entendido como construcción permanente – de conciencia individual y colectiva, de ciudadanía,  de preservación de lo público frente al avasallamiento de otros poderes o intereses, etc. -, en el que todos y todas sean sujetos activos del proceso, como la más sólida garantía de los valores democráticos y éticos que la hacen posible.

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