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La violencia de Dios

La limpieza etnica que han sufrido los rohinya ha erosionado la imagen del budismo como una religión no violenta, pero no es un hecho nuevo ni en esta religión ni en otras

El trágico episodio de la limpieza étnica sufrida por los rohinyá musulmanes en Myanmar (Birmania) ha puesto en entredicho la sinceridad del compromiso de Suu Kyi con los valores humanos. De paso erosiona la imagen del budismo como religión de la no violencia (ahimsa).En su interminable lucha por la democracia contra los militares golpistas, la hoy presidenta en calidad de “consultora suprema”, The Lady, como era llamada por sus compatriotas, declaró siempre que la firmeza de sus actitudes se apoyaba en una empatía inclusiva de sus carceleros, en la “compasión”, y en el consiguiente rechazo de todo acto violento contra ellos. Ahora, sin embargo, desde que entró en acción el Ejército hace un año, secundado ocasionalmente por gentes budistas, con más de 700.000 rohinyá huidos a la vecina Bangladés, pueblos destruidos y exacciones de todo tipo, Suu Kyi ha optado por encubrir la barbarie militar, después de un prolongado silencio.

La única circunstancia atenuante consiste en la existencia de un poder dual en Birmania, donde el Ejército mantiene una autonomía plena para sus actuaciones, sin control civil alguno. Su condena por Suu Kyi habría sepultado de inmediato la transición democrática. Solo que eso no la exime de su responsabilidad moral, hasta en detalles formales como mencionar el término rohinyá solo asociado a una lucha armada que califica de terrorista. Será difícil que recupere el aura de ejemplaridad bien ganada desde 1988.

Por lo demás, esta oscilación pendular entre valores pacifistas y conducta agresiva no es nueva en la historia del budismo. Con el complemento del karma, la idea-clave de compasión tiene como referencia al sujeto que la asume, sin ulteriores contenidos precisos, lo cual ya se prestó en el pasado a ejercicios siniestros de cinismo: Mindon, rey de Birmania, budista modélico, rechazaba la pena de muerte, pero cuando manifestaba su real desagrado hacia alguien, éste no podía soportarlo y moría. Algo así como la reencarnación del benéfico lugarteniente de Buda, Guanyin, en la criminal regente china Cixi. El caso más espectacular es, sin embargo, el del budismo japonés, marginado desde 1868 por la revolución Meiji, al considerársele extraño al país, y que más tarde se esforzó por ver reconocido su patriotismo en el nuevo Japón. Es así como se puso al servicio del militarismo y justificó la barbarie nipona sobre pueblos como el chino, los cuales a su entender ignoraban que la brutal invasión japonesa era un acto de compasión. La degeneración no solo alcanzó al budismo zen: las sectas budistas constituyeron el aval religioso de la vía imperial de expansionismo armado que acabó en Hiroshima.

Más allá de Japón, la alianza entre budismo y nacionalismo supuso siempre la tentación para el primero de legitimar la violencia, singularmente frente a los tamiles en Sri Lanka, fundiendo budicidad y nación. El camino seguido en Birmania fue parecido. La consideración del budismo como religión de Estado tiene lugar asimismo en Tailandia y en Laos, si bien ya en ambos los contenidos originarios de la doctrina de Buda sobreviven. Paralelamente entra en juego la coexistencia del budismo oficial con lo que en Vietnam se llama “la religión del pueblo”, el culto a los espíritus protectores que cubre la insuficiencia del budismo en cuanto oferta religiosa dirigida a unos creyentes, ante la primacía otorgada a la sangha, la orden de monjes.

La situación se repite con variantes en todos los países del sureste asiático. Es algo observable gracias a la omnipresencia de las “casas de espíritus”, en unos con phy o nats personalizados, sobre todo en Tailandia, en otros como poderes espirituales que controlan lugares, poblados y personas. Nos alejamos de la violencia, hasta el punto de que en Laos, el propio Buda es el gran genio protector, “el Buda de las aguas”, irradiando buen feng allí donde es instalado como talismán. Su magisterio moral resulta complementario.

En la vertiente opuesta, la experiencia del Estado islámico ha servido para comprobar cómo la adopción extrema de la violencia no surge en el islam contemporáneo de desarrollos recientes. Procede en cambio de una voluntad de regreso a los orígenes, a esa edad de oro donde el Profeta, con el concurso de sus compañeros —los “piadosos antepasados”, al-salaf al-salih, salafismo—, diseñó la expansión de un poder religioso previsto a escala universal. De esa finalidad se deduce el requerimiento de un califa, ejecutor del mandato de Mahoma, como hicieran sus sucesores inmediatos.

Se trata de una arqueoutopía en cuya vocación de ortodoxia, de reencuentro con las prácticas originarias, se inscriben, amen de los atentados propios del yihadismo, las degollaciones de masas, y/o como espectáculos ejemplares, la destrucción sistemática de monumentos, el exterminio de minorías satanizadas (yazidíes), la esclavización y prostitución forzosa de mujeres de los vencidos, la difusión de un enloquecido mensaje de yihad hasta la aniquilación de Occidente y, en general, la consideración del otro, el no creyente (chiies incluidos), como enemigo de Alá a suprimir.

El intento del ISIS de edificar la sociedad islámica perfecta, sobre el patrón de la hisba —ordenar lo mandado e impedir lo prohibido— más su secuela de castigos, intenta responder rigurosamente al credo de los orígenes, donde la noción de esclavitud resultó básica. El hombre es esclavo de Dios (abd’allah) del mismo modo que el esclavo depende sin límites del amo. La divinidad se construye entonces bottom top, de abajo a arriba. Y el no creyente, privado de Dios, viene asimilado en términos religiosos y prácticos al esclavo. El creyente puede disponer de él a voluntad, incluso matándole si se le opone. Ejemplo: tendrá un máximo de cuatro esposas, pero todas las concubinas y cautivas que desee. Estas, en tanto que infieles, no son personas. Tampoco las víctimas. La deshumanización es absoluta.

El yihadismo ofrece un caso extremo de violencia religiosa, pero no nació por generación espontánea. Como en tantos otros aspectos, el judaísmo sirvió de antecedente al concebir un Dios todopoderoso que en el Levítico anunciaba: “Vuestros enemigos caerán ante vosotros al filo de la espada”. Botón de muestra: tras el 11-M, portavoces de múltiples religiones exhibieron en un Parlamento Mundial reunido en Barcelona las intenciones a su juicio siempre pacíficas de los respectivos credos. Terminadas sus intervenciones, una coral interpretó el hermoso espiritual basado en el Libro de Josué. Olvidaban la matanza generalizada de “hombres y mujeres, viejos y niños, bueyes, ovejas y asnos” que en Jericó siguió al triunfo de las trompetas de Yahvé.

El círculo se cierra al reencontrar en el cristianismo valores de compasión cercanos de Buda, hasta el punto de ser éste cristianizado en la leyenda medieval de Barlaam y Josafat. Pero como en el budismo la violencia penetró con fuerza —ejemplo, las Cruzadas—, y culminó tanto en el catolicismo tridentino como en el De servo arbitrio de Lutero que inaugura el camino hacia el Gott mit uns prusiano. Hoy, bajo el pacifismo de Francisco, sobrevive en la concepción reaccionaria posconciliar, poderosa en España, con un Dios que desde su infinitud se impone al hombre, cercado siempre por el Maléfico. Desaparece el Cristo evangélico como Dios que se hizo hombre y condenó el sacrificio, la violencia, abriéndose a la libertad.

Antonio Elorza es profesor de Ciencia Política.

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