Las religiones se caracterizan por la defensa de unas creencias que consideran ciertas y universales, de tal suerte que no permiten la discrepancia ni mucho menos la controversia. No conciben la negación de la existencia de Dios, ni siquiera la duda sobre su existencia y muchos menos que se ejerza un posible proselitismo en favor de la descreencia. El ateo solo se explica como el fruto de una mente enferma, de un estado anímico pasajero o de una educación equivocada. La transcendencia que las religiones dan al ser humano se fundamenta en la creación del mismo por ese Dios hacedor de todas las cosas y determinante de la vida de las personas. Quienes se alejan de Dios se rebelan contra su creador y cometen un “pecado” capital que les lleva a la condena eterna de su alma inmortal tras la muerte corporal.
Las posiciones contrarias a la creencia en la divinidad han sido combatidas en tiempos pasados con la persecución, el destierro, la tortura y la muerte. La lucha contra el infiel se convirtió en razón de Estado, la convergencia de intereses entre el poder civil y el religioso dio origen a la alianza más profunda y continuada en el tiempo jamás conocida. De esta forma, la crueldad contra el hereje, es decir contra quien discrepa del dogma establecido, quedaba avalada y suficientemente justificada.
Por diferencias que no vienen al caso el cristianismo se enfrento a si mismo hasta escindirse (protestantismo, siglo XVI) pero ambos sectores continuaron con su absolutismo religioso. Las nuevas corrientes de pensamiento derivadas de la filosofía (Ilustración, siglos XVII-XVIII) y del desarrollo científico posterior, cuestionando los principios religiosos, posibilitaron la ruptura de aquella férrea alianza civil-religiosa y provoco, consiguientemente, un debilitamiento del poder que hasta entonces había tenido la cristiandad en la sociedad.
Desde entonces, los múltiples intentos para reconstruir la alianza rota solo consiguieron pactos puntuales o duraderos con los poderes civiles en aquellos lugares donde las nuevas corrientes de pensamiento no calaron suficientemente en la población, (véanse en las hemerotecas y videotecas los juramentos de Jefes de Estado, presidentes de gobierno y ministros ante un ejemplar de la Biblia y un crucifijo, los besamanos de las autoridades civiles ante las eclesiásticas o las rogativas a los seres celestiales para que concedan una mejoría a la deteriorada situación económica por parte de algunos inverosímiles gobernantes; hechos que ocurren en los tiempos presentes en algunos países como España).
El cristianismo dispone todavía del temor a la vida mas allá de la muerte como arma de apoderamiento de las conciencias de quienes aun creen en esta falacia mientras ha perdido la iniciativa en el control de la sociedad, aunque, para desgracia de la humanidad, la otra religión monoteísta, la tradicionalmente rival y enemiga, el Islam, ha tomado, al menos una corriente de ella, el relevo en la lucha contra el infiel. Es el mal implícito que las religiones monoteístas llevan en su seno.
Pero dejando a un lado el Islam, el cristianismo, consciente de la perdida del poder de antaño, se mueve a la defensiva. Ya no persigue al descreído o al que reniega de la ortodoxia religiosa, sin embargo no lo hace por voluntad propia sino porque los ciudadanos no lo consentimos y las leyes civiles lo prohíben. Ahora se defiende contra la secularización de la sociedad, hecho que considera como una enfermedad social, contra el laicismo al que califica de beligerante, contra la supuesta perdida de valores que nos lleva a una crisis social, contra una educación laica en términos de derechos y valores ciudadanos, contra el derecho de las mujeres, a las que acusa de asesinas por interrumpir un embarazo no deseado o perjudicial para su salud, contra la perdida de privilegios de antaño –incluidos los económicos-, contra la indiferencia religiosa y el agnosticismo que invade Occidente, lo que supone, según la jerarquía eclesiástica, una amenaza para la trascendencia y plenitud del hombre, y contra la homosexualidad, considerada como una aberración –ignora, sin embargo, lo que si es una aberración: la pederastia, practicada en su seno-. Solo le queda pues descalificar y combatir, con los escasos instrumentos de que dispone, cualquier movimiento que se sitúe en una corriente de pensamiento discrepante con ellos y a quienes siendo religiosos se han alejado de sus creencias o tienen actitudes o comportamientos diferentes a los considerados acordes con su caduca ortodoxia religiosa.
Cambiaron los tiempos, ante las religiones ya no cabe la sumisión, la humillación ni el servilismo. Deberían las religiones aceptar la discrepancia, permitir que sus creencias se pongan en cuestión, someterse al juicio de la razón, enfrentarse a los nuevos conocimientos adquiridos por la humanidad en los últimos siglos y averiguar la “verdad” de la que tanto hablan. Quizás lleguemos a la conclusión de que las religiones no son necesarias y que, muy al contrario, son perjudiciales y, por consiguiente, deberían desaparecer.
Por el bien de la humanidad.