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El Observatorio recoge toda la documentación que detecta relacionada con el laicismo, independientemente de la posición o puntos de vista que refleje. Es parte de nuestra labor observar todos los debates y lo que se defiende por las diferentes partes que intervengan en los mismos.
La Semana Santa andaluza, así como las asociaciones cuyo principal objeto es el de organizar y protagonizar los rituales populares en esta, centrados, sobre todo, en las procesiones en la calle, ha sido una de las líneas principales –no la única, desde luego—de mi actividad como antropólogo durante mi larga trayectoria investigadora de más de cincuenta años. Como he escrito en el breve prólogo del volumen que acaba de publicar la editorial Almuzara (donde se reeditan mis libros de 1974 y 1982 añadiendo diversos trabajos posteriores desde aquellas fechas hasta hoy), mi interés siempre ha sido, y es, a la vez profesional y personal. Soy antropólogo y, por tanto, mi oficio es tratar de analizar las realidades sociales y culturales, en especial en sus niveles simbólicos. Y soy también sevillano, habiendo participado desde mi niñez, como tantos otros y de una u otra manera según las etapas de la vida, en ese mundo complejo de nuestra Fiesta Mayor y de sus cofradías.
Combinar ambas perspectivas, la del observador y analista externo con pretensión de objetividad y la interna participativa, nunca es fácil y hacerlo conlleva, inevitablemente, la crítica de quienes, incluso desde perspectivas opuestas, se acercan a este y otros fenómenos culturales, considerando en ellos una sola dimensión sin atender a su carácter multidimensional y a su polisemia (diversidad de significados). La doble mirada, a la vez interna y externa –a través de la observación participante y de la participación observadora- nos pone en una situación ventajosa, al menos potencialmente, para tratar de superar las limitaciones que conllevan tanto la externalidad distante como la inmersión total en lo que se pretende analizar y explicar.
Para entender mínimamente la Semana Santa sevillana, y andaluza en general, no es buen camino hacerlo desde doctrinarismos unidimensionales: sea el de buena parte de la Iglesia oficial, que considera la celebración solamente como una expresión de fe católica con aditamentos que califican de espúreos o folklóricos de los que habría que “purificarla”; sea el de quienes la contemplan desde un marxismo reduccionista que acepta, además, como su único significado el que plantea el poder eclesiástico.
Contrariamente a ambas perspectivas doctrinarias, nuestra Semana Santa se presenta como un complejo fenómeno cultural con varias dimensiones. Está, sin duda, la religiosa –mucho más de religiosidad popular, incardinada en la cultura andaluza, que de catolicismo ortodoxo y litúrgico-, pero están también la dimensión identitaria, la dimensión emocional, la dimensión económica, la dimensión política, la dimensión estética… Para cada quién, la atracción –y también el posible rechazo- de la celebración depende principalmente de aquella dimensión o conjunto de dimensiones que active, no siempre conscientemente. Y nuestra Semana Santa es también un “hecho social total”: una categoría antropológica acuñada para aquellos fenómenos pluridimensionales que involucran, aunque sea de formas muy diversas y hasta puede que opuestas, a los diferentes grupos y sectores sociales de una sociedad, en este caso la nuestra. (Por cierto, actualmente el fútbol es otro “hecho social total” que convendría analizar desde esta perspectiva).
Sin embargo de lo anterior, lo que predomina es un relato casi único, unidimensional: el que procede de las jerarquías eclesiásticas que pretenden naturalizar su supuesto derecho al monopolio interpretativo y que ahora están empeñadas en reducir el ámbito de la “religiosidad popular” sustituyendo este concepto por el mucho más estrecho de “piedad popular” para mejor controlar a las cofradías y la propia Semana Santa, despojando a esta de varias de sus otras significaciones: ser la fiesta mayor de muchas de nuestras ciudades y pueblos, ocasión para la expresión y reproducción de identidades sociales, reflejo del orden social o, a veces, cuestionamiento de este, expresión de la resurrección de la naturaleza y de la vida cuando comienza la primavera… Desde el poder político se acepta este monopolio a cambio de la aceptación recíproca de un intervencionismo creciente y pocas veces justificado. Y desde los poderes económicos se alienta la deriva que convierte los rituales en espectáculos porque eso beneficia la turistización que es ya hoy, insensatamente, nuestro monocultivo económico. Los servidores y clientes de estos tres poderes repiten acríticamente el relato, que es difundido masivamente por los medios de comunicación y las redes sociales.
Frente a este planteamiento dominante y repetitivo, es preciso afirmar que nuestra Semana Santa es, sobre todo, un patrimonio cultural -incluyendo lo religioso en este concepto de cultura- que ha sido creado por el pueblo en una evolución de siglos. Es, por tanto, un Bien Público Comunitario no apropiable por ninguna institución ni entidad en exclusiva.


