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La rocambolesca historia de cómo la Iglesia Católica eligió los cuatro Evangelios cristianos

Brasil es el lugar del mundo con mayor número de católicos. Si a ellos se les añaden los más de 40 millones de evangélicos, se puede decir que se trata de un país masivamente cristiano y, contra la tendencia mundial, con cada vez un menor número de agnósticos. Para esos millones que abrazan la fe cristiana, la Biblia y los Evangelios son textos fundamentales. Sobre todo los cuatro Evangelios, que aparecen solo en la Biblia católica y protestante, se han convertido en una materia fundamental. De ahí que el nombre de Jesús, el judío fundador del cristianismo, se use y se abuse de él en Brasil. Sobre todo lo hace el mundo político, más que los fieles menos culturizados.

Quienes hemos dedicado muchos años a los estudios bíblicos nos preguntamos a veces si esos millones de seguidores de los Evangelios que consideran inspirados por Dios y que han hecho del nombre del judío Jesús de Nazaret su bandera espiritual conocen de verdad ese gran monumento literario religioso que es la Biblia. He preguntado a veces a evangélicos si sabían, por ejemplo, cuántas Biblias existen.

Me miraban extrañados. Para ellos existe sólo una Biblia. Y sin embargo existen cinco diferentes, la judía, la hebrea, la católica, la ortodoxa y la protestante. La católica, por ejemplo, tiene varios libros del Antiguo Testamento que no figuran en la judía, que no los considera auténticos, entre ellos el Cantar de los Cantares, considerado un libro erótico y hasta posiblemente escrito por una mujer. También los católicos lo habían sacado de la Biblia y más tarde acabaron aceptándolo.

En los primordios del cristianismo existían, por ejemplo, más de 80 Evangelios que narraban la vida y la doctrina de Jesús de Nazaret, de su familia y de sus discípulos. De ellos, más tarde, sólo cuatro fueron considerados como inspirados o canónicos por la Iglesia. Los otros fueron calificados de apócrifos, o no auténticos. Lo que pocos conocen es la forma rocambolesca con la que la Iglesia decidió que sólo cuatro de ellos habían sido inspirados por Dios y gozaban de credibilidad. Se trató de algo cinematográfico.

Hay que recordar que cuando la jerarquía de la Iglesia dilucidó qué Evangelios deberían considerar los fieles como seguros por haber sido inspirados por Dios, el resto ya habían sido usados y citados durante mucho tiempo por los mismos obispos y padres de la Iglesia en sus escritos y sermones. Los que más miedo le daba a la Iglesia oficial eran los llamados Evangelios gnósticos, por tratarse de una nueva teología que contrastaba con la ortodoxa de Paulo de Tarso.

Si para los primeros cristianos la salvación provenía del sacrificio de la cruz, para los gnósticos derivaba de la sabiduría. La corriente gnóstica a la que pertenecía María Magdalena y su liderazgo se estaban imponiendo entre las primeras comunidades cristianas hasta el punto que era reconocida como una nueva teología. La Iglesia temió aquella corriente filosófico teológica y mandó quemar todos los evangelios gnósticos. Sólo 18 de ellos fueron escondidos por unos monjes en unas ánforas y descubiertos en el Alto Egipto en 1945, lo que produjo un gran miedo en la Iglesia.

Cuando en el siglo III del cristianismo se decidió que de los cerca de cien Evangelios que existían solo cuatro eran auténticos, los motivos dados fueron que muchos de ellos daban excesivos pormenores de la infancia de Jesús y que en ellos aparecía más bien como un muchacho travieso. Sin embargo, enseguida se dio paso a motivos más rocambolescos, como el presentado por san Ireneo en el año 205: “El Evangelio es la columna de la Iglesia. La Iglesia está esparcida por todo el mundo y el mundo tiene cuatro regiones, y por tanto conviene que existan sólo cuatro Evangelios, como existen cuatro puntos cardinales”.

Hubo más. La decisión oficial de la Iglesia sobre los cuatro Evangelios fue tomada en el Concilio de Nicea del año 325 gracias a un milagro, tal como se cuenta en la obra Lybelus Syndicus. El milagro consistió en que de todos los Evangelios presentes en la Iglesia, sólo cuatro levantaron el vuelo y se colocaron sobre el altar. El resto se quedaron inmóviles en su sitio. Otra versión es que todos los Evangelios habían sido colocados sobre el altar y todos se fueron cayendo al suelo hasta quedar sólo los cuatro considerados canónicos. Y hubo más.

Otra señal divina fue que el Espíritu Santo entró por un cristal de la ventana, sin romperlo, de la sala donde estaban reunidos los obispos y se fue posando sobre el hombro de cada uno de ellos susurrándoles al oído el nombre de los cuatro que serían escogidos, los hoy llamados Evangelios de Mateo, Marcos, Lucas y Juan.

Es curioso, sin embargo, que muchas tradiciones de los Evangelios llamados apócrifos y considerados no inspirados han quedado presentes en parte de la literatura de la Iglesia. Algunos pasajes dieron incluso motivo a la creación de fiestas oficiales de la Iglesia. Gracias a ellos conocemos, por ejemplo, los nombres de los padres de María, la madre de Jesús, Joaquin y Ana. Y es por los apócrifos que conocemos detalles concretos del nacimiento de Jesús, como los nombres de los tres reyes magos, Melchor, Gaspar y Baltasar.

Y si es cierto que se desconocen los autores de los Evangelios considerados apócrifos por la Iglesia, tampoco existe ninguna certeza de que fueran Mateo, Marco, Lucas y Juan los verdaderos autores de los cuatro Evangelios católicos. No conocemos los autores ni si antes de escribirlos se habían transmitido oralmente de padres a hijos. Ni sabemos cuánto de lo que cuentan los Evangelios oficiales responde a la realidad de los hechos o al fruto de la catequesis de los primeros cristianos.

Por ejemplo, en las narraciones de los días cruciales de la pasión y muerte de Jesús y de los motivos que lo llevaron a morir como un malhechor clavado en una cruz, existen en los Evangelios oficiales más de nueve versiones diferentes de aquellos hechos tan importantes, ya que los mismos narradores de los cuatro Evangelios canónicos contaron los hechos contaminados con las luchas de los primeros cristianos, sobre todo entre los judíos y gentiles. Hay Evangelios que se centran en echar la culpa a los dirigentes de la Iglesia de entonces y otros al poder político y civil. Al final, ni sabemos de verdad por qué lo mataron. No lo sabía ni Pilatos que se lavó las manos afirmando que él no encontraba culpa en aquel hombre.

Todo ello para recordar a quienes toman los Evangelios, aún los canónicos, como una ciencia cierta, que se trata más bien de una narración que ha pasado por muchos filtros e intereses religiosos y políticos antes de ser escritos y de ser entregados a la posteridad. El mayor respeto que debemos tener, creyentes o no, con esos textos que dieron vida a una Iglesia tan poderosa como la cristiana, es el saber aceptar que no estamos frente a verdades eternas e irrefutables y que al final entre los Evangelios reconocidos por la Iglesia y los considerados apócrifos quizás no existan tantas diferencias como imaginamos.

Mejor conocer la verdad de las cosas que cerrar los ojos por miedo a ser críticos, incluso ante lo que pueda parecer una evidencia. Al mundo religioso de hoy le falta crítica y análisis y le sobra credulidad y deseo de leer los textos sagrados a la luz de nuestros días, de lo que nos atormenta y nos desorienta, incluso de los fieles.

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