El fallecido escritor hizo del ateísmo el hilo conductor de muchas de sus obras
"Tengo 86 años y poca vida por vivir, pero la usaré para ensanchar la acción pública de mi obra", dijo José Saramago el pasado mes de noviembre, cuando presentó en Madrid la que fue su última novela, Caín, una de las más polémicas.
Consciente de que no le quedaba demasiado tiempo, anunció -en contra de su costumbre- que en su próxima obra arremetería contra la industria de las armas. Y es que el primer y único premio Nobel portugués se había marcado un objetivo claro: sacar de su "aborregamiento" a la sociedad actual.
"Yo no escribo para agradar, tampoco para desagradar; yo escribo para desasosegar", afirmó entonces, tajante. La leucemia crónica que pacedía acabó truncado sus planes y hoy se llevó al autor de Ensayo sobre la ceguera, que falleció a los 87 años en su casa de Tías, en la isla de Lanzarote.
Pero antes de marcharse dejó un extenso legado, con una obra tan reconocida como polémica, y en la que su declarado ateísmo ejerció muchas veces de hilo conductor. Así, retomando algunas de las ideas que ya apuntó en su obra teatral In nomine Dei o en su Evangelio según Jesucristo, su última novela levantó ampollas en su país natal, donde un eurodiputado conservador llegó incluso a pedirle que renunciara a su nacionalidad.
No era la primera vez: hace casi dos décadas, después de arremeter con su pluma contra los dogmas religiosos en El Evangelio según Jesucristo, el gobierno portugués vetó su presentación al Premio Literario Europeo de ese año. Y el Nobel reaccionó instalándose como protesta en Lanzarote, convirtiendo a España en su patria de adopción.
Curtido en lidiar con las críticas, Saramago nunca perdió la calma y afirmaba, con su voz pausada y firme, que entender Caín no es incompatible con ser creyente. "Yo entiendo que una persona crea, pero que no cierre los ojos", dijo en noviembre en la madrileña Casa de América. "La fe pertenece a otro dominio de la mente", en el que el escritor no se metía. "Yo uso mi razón, mi lógica".
Al hablar por primera vez de la novela en Peñafiel, una pequeña localidad del norte de Portugal, Saramago describió la Biblia como "un manual de malas costumbres", y no sentó bien. Pero lo cierto es que en el texto sagrado del cristianismo hay "una crueldad infinita, no faltan los incestos y las carnicerías" y se pueden contar más de un millón de asesinatos, sostenía el escritor.
"La historia de la humanidad es, en el fondo, la historia de la muerte", afirmó el Nobel. El problema es que "nosotros hemos inventado a un dios a nuestra imagen y semejanza, no al revés, y por eso es tan cruel, porque nosotros somos crueles y no sabemos inventarnos algo mejor". El hombre inventó a dios y luego se esclavizó a su ley, defendía el genio portugués.
A lo largo de las casi 200 páginas de Caín (Alfaguara), Saramago propone un viaje en el tiempo recorriendo Antiguo Testamento de la mano del primer fraticida. Y lo hace partiendo de una pregunta: ¿Qué diablo de dios es éste que para enaltecer a Abel desprecia a Caín? Porque, a juicio del escritor, Dios es el verdadero "autor intelectual" del crimen.
En la última novela de Saramago, Caín se convierte en un guía privilegiado que aporta su particular lectura sobre los principales episodios bíblicos, desde el sacrificio de Isaac por Abraham, la ira de Moisés en el monte Sinaí o el Diluvio Universal. A ojos de Caín, Dios se presenta como un ser caprichoso y tirano, que en realidad revela una visión demoledora y trágica del ser humano que lo inventó.
Con estos alicientes, la conferencia episcopal tampoco tardó en reaccionar. Pero Saramago, lejos de alterarse, se mostraba sorprendido por tanto revuelo: en el fondo, la Iglesia es "como los perros de Pavlov", decía. Responde inmediatamente al estímulo sin ni siquiera haber leído el libro.