Un gallo, una paloma; un chivo, un carnero… No es una versión cubana de los músicos de Bremen, ni tiene nada que ver con el clásico cuento infantil de los hermanos Grimm.
Solo se trata de los preparativos para un ritual de santería en Cuba, probablemente una de las religiones más caras del mundo.
De 9.000 a 10.000 pesos tiene que poseer el iniciado, equivalentes a unos 350 euros –es decir, un pequeño capital en esta latitud–, para que el sacerdote, en este caso el santero, haga que dioses africanos accedan a que el cuerpo del interesado rejuvenezca de manera espiritual.
Se le verá entonces durante un año vestido todo de blanco, el más purificador de los colores; no se podrá dejar besar, ni en la frente, porque al regresar a la infancia el individuo está indefenso, como ocurre con los recién nacidos, sin los anticuerpos necesarios.
Eso sí, antes deberá guardar su sueldo íntegro durante, como mínimo, dos años, en caso de que reciba el salario medio, que en Cuba es de unos 408 pesos, menos de 15 euros.
Está obligado a ir atesorando todo cuanto gane o, pongamos por caso, tener FE, que en este caso no es la primera de las tres virtudes teologales y sí un Familiar en el Exterior, que le remese fondos para el ritual.
Aunque hacerse santo, que así es como se dice, ha pasado a ser un negocio lucrativo para algunos, incluyendo proveedores de animales, ello no ha mermado la imagen de quienes practican esa religión y así, el transitar con los atributos de esta ceremonia no ha dejado de inspirar respeto en creyentes y no creyentes. Yabó, se les nombra.
La santería es la religión de los yorubas y proviene del golfo de Guinea. Sus deidades llegaron a América viajando en barcos negreros –en Cuba fue intensa la trata sobre todo en la primera mitad del XIX–, fueron prohibidas por los colonizadores, y se mantuvieron ocultas, transmutadas en imágenes de santos católicos, de tal forma que cuando un esclavo veneraba a la Virgen de Montserrat, en verdad lo hacía a su Yemayá, dueña del mar. Ambas morenas, en Catalunya y en La Habana.
Es en este proceso de transculturación que nace la identidad cubana. Así, en la sala de una casa solía verse la imagen del Sagrado Corazón de Jesús y, detrás de la puerta de entrada, un eleguá, el que abre los caminos, representado por una piedra pulida con dos conchas que hacen de ojos.
La fobia –sarampionismo ilustra más– de los ortodoxos del comunismo también aquí fue más allá y, para los devotos evitar problemas, el cuadro de Jesús se escondió en un armario y el eleguá se guardó en la mesa de noche. Hasta nuevo aviso.
La caída del muro de Berlín obligó a las autoridades cubanas a adoptar estrategias de supervivencia, que dieron sus resultados hasta el presente. De esta manera, por un lado, el más terrenal, fue despenalizado el dólar, y por otro, el celestial, las religiones salieron del armario. Portar dólares era bueno, muy bueno; creer ya no era malo, nada malo.
Y la incertidumbre sobre el futuro también aportó sus dividendos, y los templos, sus refugios: hoy en Cuba hay más creyentes que nunca.
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