Un hombre sabio gozará con las cosas buenas, de las que existe abundante provisión, y encontrará una abundante dieta de disparates intelectuales, en nuestra época, como en cualquier otra. Bertrand Russell, Ensayos impopulares.
¿Quién entre los que han superado la treintena no se ha lamentado alguna vez de los “buenos viejos tiempos”, y de cómo los jóvenes de su época eran mejores, con más valores, más sólidos, con mejor educación? Es sintomático de la naturaleza humana observar como obviamos los desastres de ese paraíso perdido al que llamamos juventud. Un paraíso del que apenas recordamos los fracasos y las miserias que acompañaron el despertar de nuestra madurez. Ese regate digno de Messi que le hacemos a nuestro pasado debemos agradecérselo a ese instrumento tan tramposo que tenemos por disco duro en nuestra vida, la memoria. Tan hábil con el photoshop de nuestras neuronas para enmendar nuestros malos recuerdos y errores, como el más avezado usuario de Instagram con el uso de filtros en las fotos para ensalzar su físico.
Si ponemos en cuarentena ese mecanismo que decide no importunar nuestro presente con los desvaríos, tropezones y fracasos del pasado, nos daríamos cuenta que la historia propia y ajena, salvo excepciones, que siempre las hay, está tan llena de disparates en el pasado, como en el presente, y no cabe duda que algunos nos esperan en el futuro. Es cierto que hoy día nuestra capacidad de autoengaño tiene riesgos exponenciales, debido al incremento tecnológico de nuestra estupidez y sus armas de destrucción masiva, ya sean la bomba atómica, o las redes sociales. Decía Emile Cioran, el sarcástico pensador rumano, que la historia era indefendible, y que un historiador optimista era una contradicción en sus términos.
Bertrand Russell, filósofo con un talante ciertamente más optimista, escribió un pequeño ensayo esclarecedor que tituló Esbozo del disparate intelectual. Su finalidad era poner en un escaparate las tonterías de tiempos anteriores, para de esta manera tener un poco de perspectiva y ser más indulgentes con los disparates que vivimos en nuestros tiempos. Probablemente es un ejercicio que cada uno de nosotros deberíamos hacer, cuando nos sintamos excesivamente nostálgicos respecto a nuestra vida pasada, y valoremos en poco nuestra vida presente. Ambas jalonadas por abismos que nos hundieron y por cimas que escalamos, ambas llenas de tristezas y alegrías, ambas, por igual, valiosas para entender no lo que fuimos, ni lo que somos, sino lo que queremos ser, como individuos y como colectivo.
Russell, tan irónico como inteligente, recuerda la terrible oposición por parte de estamentos religiosos al prodigioso y aparentemente útil instrumento creado por Benjamín Franklin, el pararrayos. Tanto en Inglaterra como en los EEUU, el clero se opuso con firmeza, al fin y al cabo, el rayo era un instrumento divino creado para castigar a los malvados, y como consecuencia, al no poder actuar así, debido a tan vil instrumento, la divinidad mandó un terremoto a Boston, ciudad donde se habían empezado a poner de moda. En palabras del doctor Price, eminente teólogo de la época: “Oh, es imposible escapar a la potente mano de Dios”. Cierto que la estupidez también afecta a los sabios, de vez en cuando, y el propio Mahatma Gandhi advirtió a sus compatriotas que eran sus pecados los que habían provocado unos devastadores terremotos en la India.
Una de las mayores causas de disparates y crueldades en nuestra historia se encuentra en lo que el pensador británico llama mitogénesis. Si un individuo desvaría atrapado por un exceso de emociones, se le considera demente, sin embargo, no son menos raras las alucinaciones colectivas y la credulidad de las masas. Cualquiera que lo dude solo tiene que entrar en cualquier red social y observar el ejemplo de todas esas bienintencionadas personas que en Facebook comparten cualquier disparate, dándolo como totalmente cierto, aunque no tenga ni pies ni cabeza. La credulidad humana ante el disparate, en especial si esta convenientemente aderezado por las emociones más básicas, no tiene límites.
Hasta finales del siglo XVIII se creía que la locura era causada por demonios, por lo que debía hacerse sufrir al paciente, dañando en el proceso al demonio, hasta que se hartara del dolor y dejara en paz al paciente. Lo aterrador es la certeza de que esa mitogénesis, o algo similar, sigue presente en nuestras sociedades, incluso en las más avanzadas. La historia de la estupidez humana tiene muchas vergüenzas en su haber por las que pedir perdón a las mujeres. Cuando se inventó la anestesia hubo un debate religioso sobre si se debía usar o no, porque como en el caso de los rayos, quién dice que no fuera el dolor voluntad divina. Lo trágicamente perverso es que los fundamentalistas más piadosos encontraron en la Biblia la justificación para que los hombres disfrutaran de sus beneficios; Dios durmió a Adán cuando le sacó la costilla, pero las mujeres no podían beneficiarse de ese medicamento, debido a su pecado original, tentar a Adán con la manzana. En Japón, hasta bien entrado el siglo XX, a las mujeres no se les permitía anestesia ninguna al dar a luz, dado que no son en su gran mayoría cristianos, es de suponer que alguna otra alucinación colectiva les serviría de excusa.
Si nos da por seguir con el ranking de estupideces en la historia de la credulidad humana, el número uno probablemente se lo llevarían aquellas que han apelado, e increíblemente aún lo hacen, a la supuesta diferencia de razas y la pureza de sangre. Dan igual los estudios confirmados una y otra vez en torno a la sandez de creer que los humanos somos de razas diferentes, y de que no es otra cosa que la educación y el entorno económico y social, los que determinan gran parte de lo que somos. En la segunda guerra mundial la cruz roja norteamericana tan sólo podía usar sangre de personas negras para transfusiones a soldados con ese color de piel, no para blancos.
En nuestro lenguaje se arraigan profundamente muchos de estos prejuicios, de estos mitos, de estas supersticiones que no son nada inocuas. Como cuando en castellano hablamos de “hombría”, para definir una actitud valerosa, como si la mujer que fuera valiente tuviera características masculinas, o en el mismo fútbol, cuando los niños y las niñas, oyen una y otra vez aquello de “es un juego de hombres”, cuando se refieren a la intensidad o el contacto físico, sin darnos cuenta del daño que estamos haciendo al futuro de nuestra sociedad manteniendo este tipo de expresiones. Usamos viril como sinónimo de fuerza, mientras que la debilidad acompaña al uso del término femenino. El otro día en un partido de Nadal a los comentaristas no se les ocurrió otro argumento para comentar unas imágenes de la novia, la hermana y la madre del tenista, que lo guapas que eran. Nos imaginamos si hubieran sido varones los protagonistas de las imágenes y se hubieran dedicado a comentar lo guapos que eran en la retrasmisión. Los lenguajes crean mundos, y definen realidades, no podemos olvidarlo.
Grandes calamidades han producido a lo largo de la historia los gobiernos en su empeño de domesticar a las “masas”. Siempre más proclives al adoctrinamiento que a una educación libre de dogmas. Las supersticiones siguen dominando nuestra sociedad en campos tan sensibles como la medicina. No se entiende si no es así qué ha pintado, o aún pinta en algún sitio, la homeopatía, el reiki o similares como “respetables” alternativas de sanación, cuando no son más que supersticiones sin prueba científica o médica alguna.
Un poco de autocrítica, y no solo culpabilizar a los demás, tampoco viene mal. Especialmente en lo referido a la parcialidad de nuestras propias opiniones y el apasionamiento encarnizado con las que las defendemos, síntoma éste que es un indicativo de que nuestro subconsciente no deja de ser consciente de dicha parcialidad. En otros casos, en los que es evidente lo absurdo de la opinión contraria, pongamos que nos dicen que dos más dos son cinco, nos produce más pena que rabia, o debería. Russell recomienda que la mejor cura para estos casos es salir de nuestra zona de confort, sea salir del país y vivir bajo costumbres diferentes, sea leer o debatir con gente que no opina como nosotros, y darnos cuenta que la maldad o perversidad con las que observamos esas opiniones contrarias, nos son en reciprocidad aplicadas.
Uno de los más siniestros detonantes de los disparates causados por las tontas supersticiones en nuestra historia colectiva o personal, no es otro que el miedo. No hay posverdad sin que el miedo o la rabia pinchen nuestra credulidad. Tal y como nos recalca el filósofo inglés “el temor colectivo estimula el instinto de rebaño”, y con ello trae de vuelta irremediablemente esa propensión a la crueldad que se esconde bajo la psicosis colectiva que atrapa a las masas, en las que el individuo disuelve la consciencia de su culpa, en el éxtasis del rebaño, convertidos en lobos sin consciencia. Los cartagineses achacaban las derrotas con los romanos a ser poco diligentes en el culto de su deidad Moloch, por lo tanto sacrificaban a hijos de aristócratas, que estos convenientemente sustituían en épocas de derrotas, por hijos de pobres que compraban. Se ve que la estupidez humana y el abuso por parte de los poderosos, viene de lejos. Puede que hoy día no seamos tan crueles en las sociedades occidentales, pero cuántas veces hemos oído a los jerarcas de las iglesias mayoritarias achacar a descarriados comportamientos morales, normalmente de las mujeres claro, su chivo expiatorio favorito, las crisis que nos sacuden.
A veces las supersticiones, afortunadamente, derivan más al sentido del humor que a la crueldad; durante los años veinte en los EEUU se prohibió el consumo de alcohol, una secta, que todo hay que decirlo creció rápidamente en fieles, defendía que en la comunión el vino debía ser sustituido por el whisky, amparándose en la protección a la pluralidad religiosa. Supersticiosos sí, tontos no. Como aquella profetisa que vivía a la orilla de un lago en el Estado de Nueva York en 1820, y que convocó a sus discípulos y les anunció que a la mañana siguiente caminaría sobre las aguas. Llegada la hora, les preguntó a éstos si estaban convencidos de que podría hacerlo. Le respondieron en éxtasis religioso que sí, a lo que ella les respondió,-entonces no hay necesidad de hacerlo-, y se volvió a su casa. Como hoy día, cuando los portavoces del PP nos dicen que les creamos, que no ha habido corrupción de las que responsabilizarles, y que si la hubiera, está en el pasado, qué más da, pelillos a la mar. De todas maneras, qué importa que durante tantos años al albur de sus gobiernos locales o estatales unos pocos se hayan llenado los bolsillos, lo importante es España, así con mayúsculas, como si la corrupción no debilitara los cimientos de un país y de una sociedad con igual o mayor intensidad que otras estúpidas aventuras a ninguna parte.
La posverdad, ese término tan de moda, no es algo nuevo en la historia, la manipulación colectiva a través de mentiras o ilusiones que van directas a despertar las emociones de la gente siempre ha estado ahí. Desgraciadamente la credulidad humana, a pesar de los sufridos avances del uso de la razón y la ciencia, permanece en nuestro presente, y mientras más interconectados estamos, más fácil es manipular a escalas masivas. Es el problema con la tecnología, que sin duda mejora nuestras vidas, pero si el uso no va acompañado de una regulación ética, surgida del debate plural y democrático, la estupidez humana seguirá dictando nuestro destino.
Francis Fernández
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