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La pitufina de Nueva Zelanda

La primera ministra neozelandesa, Jacinda Ardern, se reunió con miembros de la comunidad musulmana tras el tiroteo masivo en dos mezquitas que causó 50 muertos y 50 heridos.. EFE

La autora critica que la ‘premier’ neozelandesa se cubriera con el velo para mostrar su solidaridad tras los atentados de Christchurch porque lo considera un símbolo de la opresión de la mujer en el mundo islámico.

En un mundo de hombres, la pitufina es la única mujer. Ellos son la norma, ella es el retoque. Ellos definen a la comunidad, su historia y su código de valores. Ella sólo existe en el marco que ellos decidan, tiene un papel simbólico, el de realzar los estereotipos establecidos por ellos. Así es en los dibujos animados, así es muchas veces en el cine, y así también es en la vida real, cuando se trata de definir los rasgos de la comunidad. Lo hemos visto en Nueva Zelanda.

Sí. En un gesto de solidaridad con las víctimas del sangriento ataque contra los creyentes de la mezquita de Christchurch, las mujeres libres de Nueva Zelanda decidieron acicalarse y cubrir su melena con un velo. La suya y algunas incluso la de su baby girl de un año. Un fetichismo que ha levantado llagas, una patada en el estómago a las musulmanas lapidadas, encarceladas, insultadas y repudiadas por colgar el velo y declararse dueñas de su cuerpo. En Irán, Arabia Saudí, Jordania, Egipto, Marruecos… Cada uno marcándolas a su manera.

Las neozelandesas decidieron ser musulmanas por un día: mujer libre dejando caer un fular sobre su cabeza, con cuatro pelos rubios a la vista, monísima. Hacerse la foto exótica para promover el respeto a las practicantes del islam y, ya de paso, legitimar inconscientemente y normalizar un símbolo de opresión, la bandera islamista por excelencia, el peor de los estereotipos, el más dañino para los derechos de tantas mujeres en los países arabo-musulmanes. Un combo que reduce a las musulmanas a un velo, pero oye, no os quejéis, que al menos se habla de vosotras, pitufinas. Y ellas, tan contentas.

Caer en los estereotipos más peligrosos creyéndose tolerante, multicultural y diverso demuestra ignorancia, generalización y aceptación del discurso islamista sin rechistar. Nos solidarizamos con estos moros disfrazándonos con su ropa tradicional y aceptando los roles definidos por sus patriarcas porque, claro, pertenecen a otra civilización, a otra época y hay que respetar su cultura salvaje. Eso es lo que se les ha pasado por la cabeza a todas ellas, por muy solidarias que se creyeran. ¿Acaso no va de eso la diversidad y la tolerancia, de aceptar las cosas como nos las cuentan? Repugnante.

Esta metedura de pata ha sido celebrada por muchos como un gesto bonito. La primera ministra del país, Jacinda Ardern, se cubrió el pelo al entrar a la mezquita en una visita de agenda al lugar de los hechos. Comprensible, respetable. Son las normas de un templo sagrado y es lo que hay. Pero lo que llegó después fue totalmente innecesario. Fue un gesto que se le atragantó a tantas feministas que sufren en su propio cuerpo las consecuencias de negarse a llevar el velo con el que esas periodistas, médicos, policías, estudiantes y demás compañeras de género condenaron el ataque terrorista.

Es «el símbolo de la modestia» de las musulmanas, decían las presentadoras de televisión. «¡Hay que respetar su cultura!», añadían las mujeres en la calle. ¿Para qué ir más allá, con lo fácil que es seleccionar el estereotipo más visible, limpiar su conciencia y lavarse las manos? ¿Qué más da si el precio de su gesto es legitimar un símbolo de opresión, de control, de vigilancia del cuerpo femenino, de definición de la dignidad y pureza de la mujer?

Sería de egoístas no reconocer la buena intención detrás de un gesto de solidaridad, pero el infierno está empedrado de buenas intenciones, y las cárceles de Irán y Arabia Saudí cada vez más llenas de mujeres disidentes, rebeldes contra el velo, hambrientas de libertad y derechos humanos, hartas del patriarcado que las ha reducido a personas sin estatus de ciudadanas. Y llega Nueva Zelanda y las vuelve a reducir a un velo. Su disfraz sólo pone de relieve la ignorancia, la ingenuidad y el triunfo de un discurso islamista que siempre quiso reducir a la mujer a un ser invisible oculto debajo de sus ropajes.

A nadie se le ha ocurrido mostrar solidaridad usando los símbolos habituales del luto, vistiendo de negro o llevando un lazo. No hacía falta más. Tampoco he visto un Je suis Christchurch hacerse viral en los perfiles de los que cambiaron estos años su foto por la bandera de Francia, Bélgica, Reino Unido o Alemania. Eso, al menos, hubiese mostrado que las víctimas del terrorismo no cotizan en la Bolsa de valores, que los asesinados son iguales, independientemente de su religión, raza, color o nacionalidad.

El velo es la etiqueta que merecen las mujeres decentes, casaderas y respetables. Es el símbolo que las diferencia de las demás, de las atrevidas, las guarras, las poco vírgenes y las occidentalizadas, las que muestran sus carnes sin pudor a los hombres, atrayendo su mirada y sus piropos. Las piruletas sin envoltorio rodeadas de moscas, dirían ellos, los islamistas, en una de sus explicaciones científicas para justificar la obligación de cubrirse el pelo, para no atraer a las moscas. Y luego vienen las tolerantes para promover el uso del velo en un «acto de tolerancia» a un «símbolo de liberación» de la mujer y «su cultura» musulmana. ¿A qué cultura se refieren? ¿a la machista? No, gracias.

Muchas feministas musulmanas han protestado contra el gesto de Nueva Zelanda. Han dicho: «¡Ésta no es mi cultura!». Las respuestas, principalmente de machistas y mujeres aferradas a los dogmas, enfocaron hacia acusarlas de «vendidas a los colonialistas blancos, renegadas de su religión» o cosas más bonitas, como «unas putas» que han adquirido la cultura infiel y liberal de Occidente. Porque, una vez más, ponerse un velo no es el problema, quitárselo sí es un delito penado con prisión en algunos países, o con la mirada de asco social en otros.

Consideran que estas feministas, que defienden el derecho de las mujeres a vestirse como quieran (incluido cubrirse el pelo si aceptan su significado), «aprovechan» el ataque terrorista contra la mezquita de Christchurch para hablar del «aburrido tema» del pañuelo en el islam.

Lo que realmente se ha aprovechado es una tragedia que se ha cobrado la vida de 50 personas para legitimar ante el mundo un símbolo que reduce a la mujer a un objeto, sin derechos humanos, sin igualdad, sin voz ni voto, merecedora por ley de la mitad de la herencia que su hermano hombre, con un rol indiscutible de madre y ama de casa, propiedad de su marido, el único que por ley la puede ver sin ese velo. Y eso es lo que se ha respaldado con el gesto de Nueva Zelanda. Han metido la pata. Cuando por una vez podrían haber tratado a las víctimas como iguales, como personas sin más etiquetas, en lugar de tratarlas como musulmanas, como diferentes. Como pitufinas.

Imane Rachidi es periodista y escritora.

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