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La religión cristiana, tal y como está organizada en sus iglesias, ha sido y sigue siendo el principal enemigo del progreso moral en el mundo.
(Bertrand Russell)
Cuando una persona tiene muchos delirios, lo llaman locura; cuando muchas personas tienen un delirio, lo llaman religión.
(Robert M. Pirsig)
Si llamar a Francisco «el papa bueno» equivale a decir, por omisión, que los otros doscientos sesenta y cinco papas habidos hasta ahora no han sido buenos1, como argumenté, en estas mismas páginas, en mi artículo «La paradoja/falacia del papa bueno» (22/12/2023), considerarlo un papa progresista, o incluso rebelde, es un puro disparate. Un disparate que roza el delirio cuando, para subrayar la supuesta progresía/rebeldía de Francisco, se lo compara con otros papables «conservadores», valga el pleonasmo/eufemismo, como el ghanés Peter Turkson, que condena enérgicamente el aborto, la eutanasia y la homosexualidad. Un delirio característico de la sociedad del espectáculo y el postureo, que induce a millones de descerebrados a ver una diferencia cualitativa entre una condena a gritos y una condena formulada con la boca pequeña, sobre todo si el condenante gritón es un robusto negro con pinta de boxeador y el condenante suave se parece a un simpático actor al que hemos visto en el papel de don Quijote y no pierde ocasión de hacerse el gracioso. Pero el papa, cualquier papa, con independencia de su aspecto o su talante, es la cabeza visible y la máxima autoridad de la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana (el máximo «sicario», nos dicen las siglas), es decir, el sumo sacerdote y guardián de la ortodoxia, de la que no puede apartarse ni un ápice. Y la ortodoxia católica no deja lugar a dudas con respecto al aborto, la eutanasia, la homosexualidad, la contracepción o el sexo extramatrimonial.
Qué significa ser católico
Se supone que hay más de mil cuatrocientos millones de católicos en el mundo. Pero ¿qué significa ser católico? Ser católico, por definición, significa aceptar los dogmas y los mandamientos de la Iglesia católica. Por lo tanto, los cada vez más numerosos (in)fieles que dicen ser «creyentes pero no practicantes», tal vez sean cristianos, pero no son católicos, y si alegan que se puede ser católico sin ir a misa, usando preservativos alegremente o teniendo sexo fuera del matrimonio, entonces son herejes. Por definición.
Y ser católico no solo conlleva la realización de ciertas prácticas obligatorias, sino también la asunción sin reservas de un incuestionable corpus de creencias básicas, denominadas «dogmas de fe». Y la aceptación conjunta de los dogmas y los mandamientos de la SICAR implica, entre otras cosas, admitir que se puede acabar en el infierno por no ir a misa un domingo. Si alguien piensa que exagero, no conoce el reglamento oficial del juego religioso: faltar a misa sin una causa grave un domingo o fiesta de guardar es un pecado mortal contra el primer mandamiento de la Iglesia, y quien muere en pecado mortal va al infierno de cabeza. Y un católico que diga lo contrario es un hereje, y hasta no hace mucho habría podido terminar en la hoguera (como aperitivo de las subsiguientes llamas infernales). Es decir, un católico ortodoxo (y si no es ortodoxo, insisto, es un hereje) es alguien que cree que un Dios infinitamente justo y misericordioso te puede condenar al fuego eterno por saltarte una misa o usar un preservativo2. Y el papa, cualquier papa, con independencia de su aspecto o su talante, es el pastor de los cientos de millones de ovejas que asumen dócilmente estas ideas aberrantes, y su misión es mantener el rebaño unido y a salvo de los lobos racionalistas. O simplemente racionales. Por consiguiente, un papa progresista o rebelde es una contradicción in terminis, un oxímoron que repugna a la razón tanto como un pederasta amoroso o un inquisidor tolerante. Y hablando de pederasta e inquisidores…
El doble asalto
El asalto a la razón iniciado en el Concilio de Nicea —y nunca interrumpido— tiene su complemento indispensable en el asalto a la ética que supone, por una parte, imponer por la fuerza —a sangre y fuego, si es necesario— la doctrina católica y, por otra, garantizar el poder omnímodo y la impunidad de los ministros de la Iglesia. Y la curia romana, con el papa a la cabeza, es la plana mayor del implacable ejército que lleva casi dos mil años perpetrando ambos atropellos. Un ejército que se actualiza —aunque no se moderniza— sin cesar y adapta sus tácticas y sus camuflajes a las circunstancias de cada momento histórico. Así que hay que ser muy ingenuo para no ver la burda maniobra de lavado de cara que supuso, después de una oleada de clamorosos escándalos sexuales y financieros, la apresurada elección de un papa campechano que adoptó el nombre del más humilde de los santos; y más ingenuo todavía para no darse cuenta de que las hordas de pederastas, misóginos y ladrones agazapados en las cloacas de la Iglesia han seguido intocadas e intocables durante el supuestamente «regenerador» pontificado de Francisco I, pese al castigo mediático de unos cuantos chivos expiatorios. Como sugiere su nombre de galán latinoamericano, Jorge Mario ha sido —y sigue siendo incluso después de muerto— el protagonista de un hiperrelato multimediático cuya función es fidelizar —nunca mejor dicho— a los cientos de millones de seguidores del culebrón eclesiástico, que han perdido, tras un lavado de cerebro milenario, toda capacidad crítica. Como proclama la delirante máxima de los jesuitas —la oscura orden a la que perteneció Bergoglio—, «Si tu superior dice que es de noche, tienes que creerlo aunque veas brillar el sol».
Y puesto que hemos empezado con una cita de Bertrand Russell, acabemos con otra: «El problema de este mundo es que los necios están seguros de lo que creen, mientras que los inteligentes están llenos de dudas».
Notas
(1) A excepción de Juan XXIII, que también mereció el paradójico calificativo.
(2) Para poder llegar al extremo de creer que un Dios infinitamente bondadoso es capaz de infligir un castigo eterno a unos seres de responsabilidad limitada como son los humanos, incluso por actos u omisiones que en el mundo real se consideran faltas leves, hay que renunciar a cualquier atisbo de pensamiento racional. ¿Significa esto que los cientos de millones de católicos —por no hablar de las demás ramas del cristianismo, el judaísmo o el islam— están locos? No del todo: hay formas de locura selectiva que hacen que personas medianamente racionales dejen de serlo en relación con determinados temas (como el amor, el fútbol, la política o la religión); es lo que los psicólogos denominan «disonancia cognitiva», que, debido a los lavados de cerebro sistemáticos —sistémicos— a los que se nos somete desde la más tierna infancia (y nada lava más blanco que el detergente religioso), afecta en mayor o menor medida a miles de millones de personas.



