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La ‘paguita’ de Faluya

Fátima huyó de Iraq para alejarse de la violencia y afianzar una vida independiente. Ya en España tuvo que lidiar con los límites y obstáculos que persisten en la aplicación de la protección internacional.

—No jodas, Fátima, es una temeridad.
—Temeridad es no intentarlo.
—Escúchame bien; la playa de Izmir es una jungla —apuntó su compañero de trabajo, con cariño paternalista—Mujer, joven y sola: en cuanto te vean van a ir a por ti. Primero a sacarte todo el dinero, y después a ver en qué barco te meten. Están vendiendo chalecos que ni siquiera flotan, y aunque sobrevivas hasta Lesvos, allí te espera una trampa. Pueden pasar años hasta que llegues a Centroeuropa…
—Antes que seguir aquí, prefiero morir intentándolo —sentenció Fátima, con los ojos clavados en un futuro lejos de Iraq.

Era invierno, 2016, y a pocos kilómetros de sus palabras el Estado Islámico seguía lanzando infieles por las azoteas de Mosul. El califato estaba on fire, ignorando que Bagdad, Washington y Ankara ya tenían decidido hacerles la pinza cruzando los puentes de Hamdaniya y Tel Afar para liberar la ciudad. Fátima tampoco tenía ni idea. Nacida en Faluya, el principal bastión de la resistencia suní durante la invasión estadounidense de 2003, había llorado en sus propias carnes la guerra contra Saddam y la posterior venganza del instaurado gobierno chií y sus milicias de Hashd al Shaabi. Venganzas al por mayor. Violar primero, y asesinar después, se convirtió en rutina.

Fátima enterró a su madre y a su hermano, recogió sus lágrimas y huyó a la ciudad kurda de Dohuk, al norte del país, donde fue acogida por un tío lejano y una sociedad recelosa de los árabes. Bajo un hijab negro, más de triste que de feligresa, Fátima barrió escaleras, fregó baños y cocinó tabulé durante esos años de guerra civil (2005-2014) en los que derrotados se convertían en yihadistas sin que Occidente quisiera enterarse de que Daesh nunca ha estado formado por barbaros alienígenas venidos de otro planeta, sino por militares, peluqueros y limpiabotas que, humillados por la masacre de Bush y sus aliados, buscan en el paraíso un futuro menos jodido que el terrenal.

Daba igual que Fátima cumpliera todos los criterios, que escapase de bombas, de imanes o de violadores; hoy por hoy, no importa el peligro que corras en tu lugar de origen, sino los peligros que estés dispuesto a asumir durante la huida

Cuando todo explotó ya era demasiado tarde, ISIS dominaba Mosul, Faluya y Hawija, la espina dorsal del desierto iraquí, mientras generaba tres millones de dólares al día vendiendo petróleo, traficaba con órganos como si fueran cromos, y destruía la existencia de miles de esclavas sexuales yazidies, en una pesadilla que hoy solo dan por acabada quienes ya no viven ni en Siria ni en Iraq.

En ese 2016, cuando el tío de Fátima decidió que era el momento de volver a Faluya, ella se negó, olvidando que esa opción no era posible, pues nadie alquilaría una casa a una treintañera árabe sin marido ni avales familiares en el Kurdistán iraquí. Entonces ella decidió emigrar y buscar asilo en un lugar seguro, olvidando esta vez que, aunque todas las personas tengan derecho a solicitar protección internacional, en realidad muy pocas logran solicitarlo, puesto que es necesario llegar, al menos, hasta un puesto fronterizo del país donde se busca refugio.

Daba igual que Fátima cumpliera todos los criterios, que escapase de bombas, de imanes o de violadores; hoy por hoy, no importa el peligro que corras en tu lugar de origen, sino los peligros que estés dispuesto a asumir durante la huida. Fátima corría varios peligros; el principal: vivir con miedo. Y el miedo, o te bloquea o te espabila, y a ella la espabiló. Junto a su compañero de trabajo, un cooperante español de cuyo nombre no quiero acordarme, buscó alternativas más seguras. Hubo llamadas, emails y portazos en embajadas, agencias, y abogados, hasta que finalmente surgió una idea que, con suerte, podría funcionar.

I love Spain —eso es lo primero que dijo Fátima al salir por la puerta de llegadas de la Terminal 1 del aeropuerto de Barajas el 15 de febrero de 2017. Se quitó el velo, soltó al aire su melena azabache, y abrazó a la mujer que, aparte de venir a recogerla, había sido capaz de entender que este sistema de asilo es una estafa, y que solo a través de una invitación ficticia, por la cual la anfitriona se juega la cara y los cuartos, sería posible lograr un visado de turista para que Fátima pisara suelo español y pidiera una protección internacional que hasta el más näive de los magistrados le debería conceder.

Fatima Iraq 2
Fátima junto a una compañera en el restaurante en el que trabaja. RICARDO FERNÁNDEZ

—No quiero ayudas; me hacen sentir inútil —no habían pasado dos meses en el Centro de Acogida de la Cruz Roja en Torrelavega y Fátima ya se sentía un parásito —Yo lo que quiero es trabajar, ganar mi pan, y vivir sola —. Eso sí, para ella lo importante era, y es, vivir sola. Tras robos, intentos de violación, y falsas promesas, a Fátima le ha dado por coger cierto miedo a cierta gente. Rarezas. Sin embargo, hoy por hoy, una persona extracomunitaria y sin contrato laboral en el estado español, solo tiene tres opciones: pedir asilo y vivir en un centro para extranjeros sin posibilidad de trabajar ni de dormir fuera y fichando en cada comida; irse de vuelta a su país; o ser declarada ilegal y vivir escondida durante unos años hasta solicitar un permiso de residencia por arraigo. Fátima eligió la primera, y ella, tan curranta, tan honesta y tan necesitada de soledad, acabó en el hospital con ansiolíticos para la ansiedad y odiando la paguita más que un político xenófobo en Ceuta.

—Me decían que no podía trabajar, pero cada vez que iba al súper, veía un montón de papeles en el corcho buscando chicas para limpiar y para cuidar niños o ancianos —dice ahora, riéndose, mientras se seca las manos en el delantal tras volcar una palangana llena de patatas sobre la encimera metálica de la cocina. —En vez de trabajar tenía que ir a clases de español, y ahí, una chica como yo, árabe y sin estudios, poco va a aprender aparte de los números y los colores —revela ella, que ahora es pinche de cocina en un restaurante marinero de Suances donde tiran la paella como los ángeles.

“Quiero volver, visitar a mis primos, comprar una tierra por si en un futuro las cosas mejoran, pero no puedo; si voy, no puedo volver a España”, pero el cepo del asilo no le permite mantener el estatus de refugiada si retorna a Iraq, aunque sea por unos días

—El sistema es cruel. No está hecho para proteger a las personas, sino para controlarlas —Fátima gotea lacrimal cuando habla de su familia —Quiero volver, visitar a mis primos, comprar una tierra por si en un futuro las cosas mejoran, pero no puedo; si voy, no puedo volver a España —explica, asumiendo el cepo del asilo, que no le permite mantener el estatus de refugiada si retorna a Iraq, aunque sea por unos días.

Mientras tanto, en la televisión iraquí, echan un programa, a modo de reality, donde presos ex-militantes de ISIS, son trasladados a lugares donde cometieron atentados y narran en detalle la atrocidad cometida. Los terroristas, vistiendo monos naranjas guantanameros, lloran arrepentidos frente a la cámara, para regocijo de una audiencia encantada de creerse sana y salva. Los escrúpulos siguen en búsqueda y captura.

—Las leyes siempre están hechas por quienes no las necesitan —añade Fátima, que se desloma de lunes a domingo cortando cebollas sin parar de llorar, de pasar mil bayetas al día y oler a tripas de pescado hasta que se acuesta; contenta, eso sí, de no haber muerto en el mar, de poder lucir canas sin tener que buscar marido, y sobre todo, de vivir, a ratitos, sin miedo.

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