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La obsesión de la Iglesia por el aborto

Al tema del aborto le sucede lo mismo que a las leyes de la educación: su carácter sanitario o educativo queda eclipsado por el valor simbólico que tienen sus reiteradas reformas, que sirven más como emblemas partidarios que como respuestas a problemas reales de la sociedad. Porque no cabe duda de que esta última reforma no se dirige a solucionar un problema (inexistente) sino a satisfacer las exigencias de un sector de opinión que lo utiliza como bandera ideológica.

El tema del aborto es opinable, como la mayor parte de los temas. Se han defendido algunos argumentos razonables que cuestionan o matizan su legitimidad. Pero la condena radical de la jerarquía de la Iglesia Católica esconde razones que no se ponen sobre la mesa en la discusión. La “defensa de la vida” que la Iglesia enarbola como consigna confunde intencionadamente “vida” con “vida humana”. Suponer que desde el mismo momento de la concepción existe un ser humano con la misma dignidad que un padre de familia es suponer demasiado. Y esa suposición se basa en el argumento, nunca explicitado por sus defensores, de que Dios infunde un alma inmortal al cigoto en el mismo instante de la fecundación. Por cierto, contra la opinión de Santo Tomás de Aquino, que postergaba esa animación algún tiempo, incluso mayor en el caso de un embrión femenino.

Quienes creemos que una ley de plazos es la solución más justa al problema del aborto, pensamos que no existe un momento mágico en el cual unas pocas células adquieran la dignidad de que goza la vida humana, y que por lo tanto es razonable otorgar gradualmente una protección mayor al feto en la medida en que se acerca el momento en que es jurídicamente una persona, que es el momento del nacimiento, momento en el cual su dignidad será inviolable. Un proceso similar al que se ha producido en el desarrollo de la evolución, donde es imposible señalar un instante en que el homínido se convierte en persona. Ver mi artículo Filosofía del aborto.

Pero volviendo a la postura que mantiene la Iglesia oficial (que no comparten muchos creyentes), hay que preguntarse de dónde procede esa defensa obsesiva de la vida que no se advierte en temas como la pena de muerte, explícitamente aprobada en el Catecismo oficial de la Iglesia y muchas veces ejercida por ella misma en la historia. Como tampoco se observa la misma indignación que los obispos derrochan defendiendo la vida del no nacido ante los millones de niños ya nacidos que mueren de hambre cada año en todo el mundo. ¿Qué tiene entonces de especial el caso del aborto que concentra de tal modo las iras de la jerarquía eclesiástica? La diferencia consiste en que el aborto atañe a uno de esos temas que la Iglesia considera esenciales para mantener su papel en la sociedad: la sexualidad. La Iglesia jerárquica (insisto, no se trata de los creyentes y mucho menos del cristianismo en general) es una institución que busca el poder. Un poder distinto del político, por supuesto, pero quizás más ambicioso que este, en la medida en que pretende la aceptación interior y voluntaria de los fieles de la autoridad de su jerarquía. Y los dos instrumentos ideológicos más eficaces para conservar cualquier poder son el miedo y la culpa. Y la culpa resulta especialmente apropiada cuando el poder que se busca incluye esa aceptación interior del mandato que proviene de la autoridad, en la medida en que asegura la dependencia del culpable hacia quien puede librarle de su carga. No existe una pasión humana más adecuada para cultivar la culpa que la sexualidad. No hace falta acudir al psicoanálisis freudiano para saber que el impulso sexual genera dependencia en la medida en que se trata de uno de los deseos más intensos y más difíciles de controlar racionalmente y cuya orientación se dirige frecuentemente “a quien no debe”. La culpabilidad resultante busca expiación y quien presume de la capacidad de perdonarla adquiere un enorme poder sobre el “culpable”. De ahí que a una institución que busca el control interior de sus fieles le interese potenciar la culpabilidad de todo lo que se relacione con el sexo, aun cuando sus fieles se distancien cada vez más de sus pretensiones. No hay mejor súbdito que el súbdito culpable.

La doctrina tradicional de la Iglesia oficial justificaba la sexualidad por su finalidad reproductiva, hasta el punto de sostener que la unión física de los esposos implicaba un pecado venial si excluía esa finalidad. El matrimonio fue considerado muchas veces como remedio de la concupiscencia, como si esta fuera una enfermedad: “es mejor casarse que abrasarse”, dijo San Pablo, afirmando la superioridad del celibato. Más adelante la Iglesia reconoció que sus fines incluían también el amor mutuo de los cónyuges, pero nunca admitió que el sexo se desvinculara de la reproducción, con excepción de los períodos en que lo hace la misma naturaleza. Así, cualquier método artificial de control de la natalidad, como la píldora y el preservativo, es considerado inmoral hasta la fecha: si se quiere disfrutar del sexo, hay que pagar el precio que implica la reproducción o aprovechar las excepciones que ofrece la biología. El divorcio es inaceptable, en la medida en que su motivación radica solo en los deseos de la pareja. Por no hablar de la homosexualidad, condenada sin paliativos, ya que excluye cualquier posibilidad reproductiva. Y hay que recordar que millones de jóvenes fueron aterrorizados con la amenaza de torturas eternas por practicar una masturbación tan inocente como inevitable, que representa el paradigma del sexo sin reproducción. Cuestiones todas ellas que el Papa actual parece abordar con un esperanzador sentido común que se distancia de sus predecesores, aun cuando no haya modificado la doctrina oficial. Veremos si esta actitud se traduce en un cambio doctrinal.

La obsesión sexual de la Iglesia no es por lo tanto inútil. Constituye un instrumento eficaz para el tipo de poder que desea alcanzar, ya que la pertenencia a ella constituye una condición necesaria para expiar las culpas derivadas de la sexualidad por medio del sacramento de la confesión. La condena de todo tipo de aborto hay que situarla en este contexto, ya que solo constituye un caso extremo del rechazo de la institución a cualquier separación entre sexualidad y reproducción de la especie.

Como hemos dicho antes, algunas opiniones sobre el tema se basan en argumentos que nada tienen que ver con este intento de culpabilizar la vida sexual. Pero por parte de la Iglesia y de quienes siguen su doctrina, sería deseable una mayor honestidad intelectual explicitando las verdaderas razones de su postura. Aunque al hacerlo correrían el riesgo de poner de manifiesto la incongruencia de postular la obligatoriedad universal de una concepción de la sexualidad que ni siquiera comparten la mayoría de los creyentes.

Augusto Klappenbach

Augusto Klappenbach   Filósofo y escritor

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