Pocos imaginarios resultan más descabellados que el de la iglesia católica. Para empezar, nos topamos con la obsesiva veneración de una supuesta virgen. Y subrayo “supuesta”, dado que los escritos de los primeros cristianos la asignan al menos siete hijos (Evangelio de Mateo 13: 55 y 56).
Además, en un arranque de bondad, su esposo decidió “abandonarla en secreto” para evitar su lapidación, castigo reservado a las adúlteras.
Por consiguiente, estamos hablando de una mujer sospechosa de adulterio y que engendra al menos siete hijos. Y no lo digo yo, lo afirmaron los primeros creyentes…
Pues bien, la mitología católica eleva a aquella hebrea a la categoría de “siempre virgen”. Y no existe pueblo de la geografía española o suramericana donde no encontremos iconos, cuadros, estampas o figurillas de alguna “virgen María” sufriente, llorosa, con el corazón sangrante… ¿pero dónde están la razón, el sentido común y el pensamiento libre en esta sociedad?
Parece ser que no hay nadie dispuesto a enseñar a los católicos que “el nacimiento virginal” es un refrito de la religión egipcia, en concreto de la diosa Mut. De igual modo, el dios que muere y resucita constituye tan solo un calco del dios egipcio Osiris.
También conviene señalar que en la Babilonia del 2600 A.C., la reina Semiramis alumbró un hijo llamado Tamuz. Según la religión de la época, aquel niño había sido engendrado virginalmente y, en realidad, era el dios Sol encarnado. Pronto se popularizó el culto a Semiramis, madre del niño, quien enseguida sería encumbrada a la categoría de divinidad y coronada como “reina de los cielos”… ¿les suena la historia?
Pocos quieren admitir que, habiendo convivido el cristianismo y la religión de Egipto durante varios siglos, gran parte de los dogmas católicos no son más que la adaptación “al mercado religioso” de algunas creencias egipcias y babilónicas.
Tan descabezado como lo anterior resulta el montaje acerca de la Navidad o “nacimiento del niño Dios”. Los Estados—supuestamente laicos—derrochan millones de euros engalanando plazas y calles con bombillitas, guirnaldas, colorines… se dilapidan recursos económicos para alimentar cuentos de viejas plagiados de culturas que hace siglos dejaron de existir.
Y, como remate, todo ello es para “conmemorar” algo que, desde la óptica estrictamente histórica, ni tan siquiera sucedió en aquellas fechas. Cualquier historiador serio podría evidenciar que el nacimiento de Jesús, de haberse producido, acaeció en el mes de Nisán, encuadrado en la primavera.
En realidad, el origen de la fecha del 25 de diciembre es genuinamente pagano. Durante esas jornadas, el imperio de Roma celebraba la fiesta del día natal del sol naciente invencible, las conocidas “Saturnalias”, donde se rendía culto al emperador. No fue hasta el año 440 cuando aquella fecha se convirtió en “el nacimiento oficial” de Jesús, aunque para las celebraciones con pompa y liturgia habría que esperar al siglo VIII.
Pero, en realidad, lo terrible no es lo disparatado de las creencias expuestas. Subyacen cuestiones más inquietantes… ¿hasta dónde puede llegar el ser humano si es capaz de tragarse lo anterior? Unas personas capaces de creerlo podrían profesar lo que fuera y perpetrar cualquier atrocidad “en nombre de la fe”. Si alguien duda sobre la perentoria necesidad de avanzar en el laicismo y restringir la religión al ámbito íntimo, debería reflexionar muy seriamente.
Y para concluir, deseo recordar un asunto jocoso, lúdico, reflejo de nuestra caverna, a veces tan castiza y entrañable. Me refiero a una peculiar iniciativa impulsada desde web católicas que exhortaba a “recuperar la Navidad cristiana”. Andaban los hombres muy turbados por la proliferación de Santa Claus a quien calificaban de “intruso”. Se quejaban agriamente por la proliferación de “los hombrecillos rojos” y hasta tildaban al simpático personaje de “obeso” y “pagano”… no me negarán que el asunto tiene mucha gracia o como aseveró aquel torero: ¡Ozú, hay gente “pa tó”!
Gustavo Vidal Manzanares es jurista y escritor