La limosna ha tenido una importancia capital en la Historia, especialmente en las Edades Media y Moderna.
Entendemos por limosna la donación efectuada de forma voluntaria y altruista con el fin de socorrer una necesidad. La acción puede obedecer a varias motivaciones. En unos casos es fruto de la caridad, pero también puede responder a la necesidad de notoriedad social, por lo que, en este caso, no se trata de un acto anónimo. Existe, por fin, una tercera motivación y se refiere a la obtención del perdón de las culpas y pecados.
Se pueden establecer varios tipos de limosnas. En primer lugar, en función de su naturaleza pueden ser en metálico o en especie. Si nos atenemos a su carácter, se dividen en eventuales u ocasionales y fijas. Según las condiciones en las que se entrega o ejerce, hay limosnas “gratuitas”, es decir, sin condiciones, limosnas destinadas a un determinado fin, y las que se ofrecen a cambio de una contraprestación, por lo que en este caso se perdería la condición altruista.
Las limosnas de los fieles han jugado desde el comienzo del cristianismo un papel fundamental en la formación y acrecentamiento del patrimonio de la Iglesia. Además, en el seno de la misma y desde la Baja Edad Media existían órdenes religiosas, conocidas con el calificativo de mendicantes, que tenían en las limosnas su razón de ser, ya que eran su principal fuente de ingresos.
Pero la limosna tiene otra dimensión muy importante, ya que la Iglesia tenía la obligación de atender a los pobres, ancianos, enfermos y necesitados en las sociedades medievales y modernas, un porcentaje muy alto de la población. De esta manera podemos explicar el monopolio que tuvo la Iglesia en la asistencia social hasta la Revolución liberal, cuando es despojada de sus bienes, y se establece el concepto de beneficencia pública, aunque se le permita seguir actuando dentro de la misma.
En la época moderna la limosna fue uno de los principales medios a través de los cuales se canalizó el revalorizado concepto de caridad con la Contrarreforma, cuando se reafirmó que una fe sin obras era una fe muerta, frente a lo defendido por el protestantismo.
La gestión de las limosnas, un importante capítulo económico en las épocas que estamos estudiando, generó la necesidad de contar con un cargo específico. De esa manera surgieron los limosneros, religiosos que en la Casa Real, casas de la nobleza y personas principales, se dedicaban a recoger y distribuir las limosnas. El limosnero mayor desempeñaba esta función dentro de la Casa Real. El cargo se vinculó con Alfonso VII en el año 1140 al arzobispo de Santiago. Pero para evitar que se ausentara de su diócesis, siglos después, Felipe II consiguió de Roma la facultad para nombrar eclesiásticos que actuasen en nombre del arzobispo, por lo que el cargo quedó en algo honorífico. También había limosneros en las órdenes religiosas, encargados del reparto de la limosna entre los pobres.
Eduardo Montagut. Historiador