El 23 de noviembre de 1913 se constituía la Liga Española de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, en Madrid. El estímulo para su creación había partido del hecho de que en ese mismo año en Barcelona se había constituido la organización bautizada con el nombre de Los Derechos del Hombre, para la que se había propuesto como presidente al doctor, catedrático y destacado masón Luis Simarro. Así pues, en aquel año se movieron los sectores librepensadores españoles, la Masonería y distintos sectores sociales y políticos para que se pusieran en marcha dicha Liga, siguiendo la estela internacional iniciada en 1898 en Francia con la creación de la Liga de los Derechos del Hombre, nacida al calor de la intensa polémica suscitada a raíz del affaire Dreyfus.
En marzo de 1922 la Liga española se refundó, después de un momento de decaimiento, con Unamuno como presidente y destacando en la misma las siguientes figuras: Manuel Pedregal, Augusto Barcia Trelles, Álvaro de Albornoz y Domingo Barnés, mientras que el Comité Nacional está compuesto por Leopoldo Palacios, Luís de Zulueta, Fernando de los Ríos, Julián Besteiro, Gabriel Alomar, García del Real, Camilo Barcia, Martí Jara, Fernández de Velasco, Joaquín Salvatella, Roberto Castrovido, Menén- dez Pallares, Portela Valladares, César Elorrieta, Fabra Ribas y Manuel Pedroso. En el llamamiento que la Liga dirigió al pueblo español en ese momento se puede com probar que su objetivo fundamental era la defensa de la libertad, tanto individual como colectiva o sindical, con especial énfasis en las libertades de conciencia, expresión y asociación; en fin, en la garantía de los derechos huma nos frente a las arbitrariedades y falta de desarrollo de los mismos en aquella España. La Liga batalló por la libertad religiosa en la escuela, tanto para los alumnos, como para los maestros que no quisieran impartir la religión, aparándose en la propia Constitución de 1876.
La Liga también insistió en que se garantizase realmente la libertad de cátedra. Para esta organización la Constitución en vigor, es decir, la de 1876 (como la de 1869), había abolido el principio estipulado en la Constitución de 1845 que afirmaba que la religión católica era la única de la nación española, además de lo acordado en el Concordato de 1851 sobre la inspección religiosa en educación. También se aludía a una Real Orden de 1881, que recomendaba a los rectores, que favorecieran la investigación científica sin oponer obstáculo de ningún tipo al libre desarrollo del estudio, sin fijar a los profesores otro límite que los que señalaba el derecho común a todos los ciudadanos. Pero otra cosa, era lo que los ponentes consideraban el “peso muerto de la tradicional injerencia dogmática”, que seguía imponiendo la unicidad religiosa, obligando a la Liga a realizar un trabajo vigilante.


