Opiniones y réplicas sobre el concepto de libertad espiritual en un libre y excelente debate, muy clarificador y de un alto nivel, que han entablado tres de nuestros socios, ante la utilización de esa expresión.
Reflexión crítica de Juan Francisco González Barón
24 de noviembre de 2009
Con la reciente publicación en España del libro Antología Laica, de Henri Peña-Ruiz y César Tejedor de la Iglesia, editado por la Universidad de Salamanca, se me reaviva una vieja inquietud. Si la memoria no me traiciona, hace ya un par de años llegué a manifestarla en algún foro, aunque probablemente no de una manera lo suficientemente didáctica como para ser entendido.
La cuestión, en principio, es bastante simple. ¿Por qué razón política o filosófica el pensamiento laicista (o que se pretende tal) tiene que encorsetarse en el lenguaje de la teología? Y, como trataré de explicar, las consecuencias de dicha constricción no son precisamente desdeñables.
Para empezar, la llamada “libertad espiritual” (y sus correspondientes “opciones”) es una noción completamente paralela a la llamada “libertad religiosa”, y, por lo tanto, cómplice de la misma, independientemente de que esta sea o no la intención de su autor.
La libertad religiosa pone en marcha un tipo de razonamiento taxonómico (si se me permite la extrapolación del término) que ningún ser humano en su sano juicio aceptaría en cualquier otro ámbito de la realidad. Imaginen que se pretenda definir la libertad lúdico-deportiva de la siguiente manera: “Usted es libre de ser jugador, socio o seguidor del Real Madrid, del Barça o de cualquier otro club de fútbol registrado en la Federación Española. O bien es libre de carecer por completo de cualquier afición lúdico-deportiva. A eso lo llamaremos ausencia de aficiones.” Pues bien, supongo que ante tal despropósito se levantarían mil voces indignadas diciendo: “oiga, que yo practico la natación; pues a mí me gusta el tenis; a mi marido, en siesta en sofá, no hay quien le gane”, y no vale la pena seguir con los ejemplos.
Sin embargo, cuando hablamos de libertad religiosa, el sentido común desaparece, y lo que es el derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia, de religión o de cualesquiera convicciones de libre elección se restringe de esta manera zafia en la inmensa mayoría de naciones, y de manera muy especial en España, en su Constitución y en su desarrollo legislativo.
Así, la Ley orgánica de libertad religiosa de 1980 reza en su artículo segundo:
“Profesar las creencias religiosas que libremente elija o no profesar ninguna; cambiar de confesión o abandonar la que tenía; manifestar libremente sus propias creencias religiosas o la ausencia de las mismas, o abstenerse de declarar sobre ellas.”
No existen, al parecer, las creencias no religiosas, ni tan siquiera en el sentido orteguiano del término. Además, creer firmemente que toda religión es necesariamente superchería y que toda teología es una egolatría (“egología” decía Unamuno), pensamiento arraigado en algunos seres humanos entre los que me cuento, parece ser también “ausencia” de convicciones.
Más llamativa, si cabe, es la redacción del artículo 525 de nuestro Código Penal, reformado por ley orgánica en 1995:
“1. Incurrirán en la pena de multa de ocho a doce meses los que, para ofender los sentimientos de los miembros de una confesión religiosa, hagan públicamente, de palabra, por escrito o mediante cualquier tipo de documento, escarnio de sus dogmas, creencias, ritos o ceremonias, o vejen, también públicamente, a quienes los profesan o practican.”
“2. En las mismas penas incurrirán los que hagan públicamente escarnio, de palabra o por escrito, de quienes no profesan religión o creencia alguna.”
Obsérvese que el punto 1 da protección a las creencias y convicciones religiosas y a los individuos que las profesan. El punto 2, sólo a los individuos, ya que no se concibe la existencia de creencias o convicciones de carácter no religioso.
La llamada “libertad espiritual” (y sus correspondientes “opciones espirituales”), no sólo reproduce este razonamiento restrictivo y opresivo, sino que lo agudiza. En la introducción del libro mencionado leemos:
“Algunos hombres creen en Dios. Otros no. Y aun otros son agnósticos. Tales son los tres grandes tipos de opciones espirituales. Y tal es la realidad de la que podemos partir para esbozar la problemática de la relación entre el poder temporal y la vida espiritual.”
Y digo que este planteamiento agudiza la restricción impuesta por la libertad religiosa, porque esta última contempla formas de religiosidad no ligadas a la creencia en Dios, como son el lamaísmo o el animismo. Y, desde luego, ambas religiosidades que cito como ejemplo se traducen en proyectos muy sólidos de poder temporal.
Como encarnación de Buda, el Dalai lama no es Dios. ¿Su opción espiritual es el ateísmo o el agnosticismo? Bueno, en todo caso la intencionalidad de reinstauración de un Estado autocrático lamaísta en El Tíbet está aquí bien presente.
La comunidad animista reconocida legalmente en Nigeria no cree en Dios, sino en seres numinosos. ¿Son agnósticos o ateos? Lo cierto es que, constreñidos por leyes emanadas del poder temporal, los integrantes de dichas comunidades no pueden sustraerse a los tabúes impuestos por los voceadores de sus creencias.
Si hacemos un somero recorrido por el mundo de lo religioso (recomiendo la Historia de las ideas y creencias religiosas de Mircea Eliade, porque, aunque enemigo acérrimo de su ideología, me inclino ante el peso de su tremenda erudición), el reduccionismo simplista de las “opciones espirituales” se nos revela en su aplastante realidad.
No obstante, si lo se que pretende es hacer filosofía política, tratando de dar cuenta de las distintas convicciones desde las que podemos abordar esta problemática que a todos nos concierne, la reducción de las que pueden concebirse como no contempladoras de la creencia en Dios a su mera negatividad (ateísmo o agnosticismo) nada tiene que envidiarle al carácter restrictivo y opresivo de la llamada libertad religiosa.
Así, uno puede ser judío, musulmán, católico, protestante… O no creer en Dios (o eludir el pronunciarse) en ninguna de estas versiones, y todos en el mismo saco en cuanto a proyecto “temporal” o ausencia del mismo. Recuerden el ejemplo utilizado al principio sobre el fútbol y las opciones lúdico-deportivas….
Lo que ocurre es que a partir de este punto, en la introducción del libro que comentamos, se utiliza un lenguaje puramente teológico, cuyo origen, en su primera versión sistematizada, encontramos en San Agustín: la dicotomía mundo espiritual / mundo temporal. Se trata, eso sí, de una reinterpretación teológica del agustinismo político que ignora la realidad de lo que pretenden las religiones.
“La religión, entre otras cosas, se vincula a la idea de una autonomía del mundo espiritual con respecto al mundo temporal” –se dice en el libro que comentamos. Y se añade que “la instrumentalización política de lo religioso, conjugada con el dominio de la religión sobre la política, mancilla tal autonomía”.
No se entiende muy bien por qué razón el proyecto político de democracia tenga que vincularse a la intención de mancillar o no la autonomía del llamado “mundo espiritual”. De hecho, invito a buscar el adjetivo “espiritual” en cuantos diccionarios y enciclopedias tengáis a mano, incluida Internet, para ver desfilar a todo tipo de gurús, astrólogos, magos, nigromantes, espiritistas…, además de los iluminismos religiosos.
Pero, en lo que a las religiones se refiere, y en particular a la dicotomía agustinista, la pretensión de autonomía del “mundo espiritual” sirve siempre a la pretensión de imposiciones de carácter político (es decir, notablemente “terrenales”).
Las religiones (especialmente las monoteístas, pero también hemos visto el ejemplo tibetano) son política, nada más que política y exclusivamente política: son intentos explícitos de configurar el poder terrenal, incluso en sus plegarias (“Hágase Tu voluntad así en la Tierra como en el Cielo”). Su especificidad es que este poder “temporal” procede de Dios o de fuerzas sobrenaturales, cuyos designios sólo sus representantes conocen y/o están capacitados para interpretarlos. Para quienes sostienen proyectos políticos, éticos y sociales según los cuales el poder emana (o debe emanar, como conquista) de los seres humanos, plegarse a la citada dicotomía espiritualista es una insensatez.
¿Qué es el Antiguo Testamento (o, si se quiere, la Torá) si no un conjunto de consignas para configurar el poder político aquí, en la Tierra? ¿Qué es el cristianismo, desde su fundador (me refiero a San Pablo, claro: el “nazareno”, existiera históricamente o no, es un profeta, un gurú, un líder enmarcado en el judaísmo)? Cuando la Iglesia aún no está institucionalizada, San Pablo se ocupa de cosas tan terrenales como dictar el papel político y social de la mujer, regular la sexualidad, las relaciones amo / esclavo y la actitud correcta respecto al poder político. Una vez institucionalizada la Iglesia, y ya con absoluto monopolio de las convicciones en el Imperio Romano, ¿qué es la obra de San Agustín, si no un sistematizado tratado político, ético y social sobre cómo tenemos que vivir en la Tierra? ¿Y qué es el Corán, si no un prolijo código civil y penal, directamente comunicado por Alá a su Profeta?
¿De qué estamos hablando cuando nos planteamos la necesidad de “no mancillar” la “autonomía del mundo espiritual”?
Si a la hora de precisar qué es la libertad de pensamiento, de conciencia o de cualesquiera convicciones de libre elección (independientemente del carácter religioso o no religioso de las mismas) aceptamos por un instante la dicotomía agustinista (y, repito, me parece un dislate el hacerlo), de lo que tenemos que ocuparnos es de la “libertad terrenal” y de las “opciones terrenales”. Aquí es donde realmente se expresan en su positividad y se despliegan en sus planteamientos todas las propuestas ideológicas, políticas, sociales, éticas… (incluidas, como hemos visto, las religiosas, que se ocupan notablemente de asuntos terrenales).
¡Y faltaría más que el planteamiento inicial sea “mancillar” o “no mancillar” la autonomía de dichas opciones de pensamiento y de conciencia! ¿Puede un Estado democrático, por no mancillar la “autonomía científica”, permitir los experimentos con prisioneros en campos de concentración, como los que llevaban a cabo los médicos de la Alemania nazi? ¿Por no mancillar la “autonomía artística”, se puede permitir a un inspirado creador asesinar y momificar a seres humanos para producir una imaginería impactante? Son cosas que ni nos planteamos. Ahora bien, si se trata de la “autonomía espiritual”… ¿A cuento de qué vienen estas consideraciones?
El discurso es completamente paralelo al que hacen las grandes religiones. En el Mensaje de Juan Pablo II a la Conferencia Episcopal Francesa en el centenario de la ley de separación de la Iglesia y el Estado, de 11 de febrero de 2005 se decía:
“Bien comprendido, el principio de laicidad, muy arraigado en vuestro país, pertenece también a la doctrina social de la Iglesia. Recuerda la necesidad de una justa separación de poderes (cf. Compendio de la doctrina social de la Iglesia, nn. 571-572), que se hace eco de la invitación de Cristo a sus discípulos: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (Le 20, 25). Por su parte, la no confesionalidad del Estado, que es una no intromisión del poder civil en la vida de la Iglesia y de las diferentes religiones, así como en la esfera de lo espiritual, permite que todos los componentes de la sociedad trabajen juntos al servicio de todos y de la comunidad nacional.”
Pues bien, en un Estado democrático, en un Estado de derecho, que es a fin de cuentas el objetivo del laicismo, la no intromisión de los poderes públicos en los asuntos de pensamiento y de conciencia (y en los colectivos que se formen en torno a ellos) es un requisito inexcusable (sean estos colectivos religiosos o no)… Pero esto es un requisito insoslayable mientras tales colectivos no delincan y no conculquen los derechos humanos. Y, en el caso de que lo hagan, no sólo la intervención es legítima sino que es exigible por parte de quienes se ven vulnerados. Y aquí no puede haber ningún trato de excepción o de privilegio por el hecho de que tengan un carácter “espiritual”. Sigo preguntándome de qué se habla con eso de “mancillar” o “no mancillar”.
Los ejemplos que he puesto arriba sobre la “autonomía científica” o la “autonomía artística” no son tan peregrinos o exagerados como a primera vista parecen. La Iglesia Católica lleva siglos martirizando a cientos de miles de seres humanos, y continúa haciéndolo en la actualidad. Basta con teclear nociones como “Iglesia y abusos sexuales” o “Iglesia y pederastia” en un gran buscador para que aparezca una información abrumadora. Y, en la mayor parte de los casos, los poderes públicos se inhiben, por eso del respeto a la “autonomía de la esfera espiritual”, dejando que el clero resuelva el asunto chantajeando moralmente a las víctimas o sobornándolas con “caritativo” dinero para acallar sus voces. ¡A muchos violadores y abusadores comunes ya les gustaría tener esa misma inmunidad “espiritual”!
Este lenguaje tan políticamente correcto, tan deseoso de agradar a los poderes fácticos, cuyos paralelismos con las nociones de “libertad religiosa” y de “autonomía espiritual”, proclamadas por los jerifaltes de todas las grandes religiones, resultan manifiestos, ¿sirve realmente para impulsar el laicismo o para entender en qué consiste? ¿No es más bien la manera, aunque esta no sea la intención de su autor, de dar crédito y solidez a una dicotomía que, desde San Agustín, ha servido a la opresión de los seres humanos?
El debate continua:
Libertad espiritual II (Réplica de César Tejedor)
Libertad espiritual III (Réplica de Henri Peña Ruiz)
Libertad espoiritual IV (Respuesta de Juan Francisco González Barón)