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La ley de la Caverna

Disertación de la escritora Almudena Grandes con motivo de la presentación de la campaña «Por una sociedad laica. La religión fuera de la escuela» en el marco del Ateneo de Madrid el 18 de febrero de 2004

Hace un par de meses, cuando acepté una invitación de las centrales sindicales para participar en un acto por la coeducación y contra la LOCE, no podía imaginar siquiera hasta qué punto una convocatoria tan razonable, tan inocente, iba a llegar a afectarme. Porque cuando entré en el salón de actos del Instituto Cardenal Cisneros de Madrid, yo era una escritora de cuarenta y tres años, tan independiente, tan habituada a hablar en público y tan segura de sí misma como ustedes pueden pensar que soy ahora. Pero cuando salí, salió conmigo una niña desaliñada y torpe, ignorante de casi todo, fea, en un uniforme muy feo, de color marrón, un tono parecido al del puré de lentejas, que asistía todos los días a un colegio de monjas donde estaba recibiendo una educación pobre y turbia. Abocada a un aprendizaje que no se merecía.

Esa niña era yo, hace treinta años, y sin embargo, yo la había olvidado. Había olvidado el color de las baldosas de aquel pasillo que parecía fabricado con mortadela de Bolonia, había olvidado el tacto áspero de las manos de las madres que sólo se lavaban con jabón Lagarto, había olvidado la tortura del bordado talaverano que me hacía suspender una asignatura llamada "Hogar" casi todos los trimestres, había olvidado la misa de los viernes con canciones de Joan Báez y Bob Dylan deformadas por la iniciativa más ñoña del espíritu posconciliar, había olvidado el mes de María y todos esos lirios, esas azucenas que se marchitaban entre mis manos una mañana tras otra, había olvidado los golpes de la chasca, una especie de castañuela de madera con la que nos daban en la cabeza cuando nos salíamos de la fila, había olvidado el miedo que me daban los hábitos blancos, y los elogios de la delación que escuchaba a diario, y todas esas funciones de Navidad en las que siempre me tocaba hacer de árbol, porque yo no era rubia, ni delgada, ni grácil, ni menuda, como tienen que ser los ángeles y no digamos ya la Virgen María. Había olvidado todo eso como se olvidan los malos tragos, los malos sueños que se dejan atrás, esos recuerdos desagradables que con el tiempo se desdibujan, se dulcifican, pierden intensidad e, incluso, verosimilitud. Había olvidado todo aquello porque un buen día empezó a parecerme inverosímil, y porque estaba segura de que nunca encontraría un motivo para recordarlo.

Estaba equivocada. Aquella tarde, hace sólo dos meses y un instante antes de que diera comienzo mi intervención en aquel acto, leí un resumen de los contenidos de la LOCE y mi memoria se retorció sobre sí misma, se expandió y se contrajo varias veces antes de llenarse de colores, olores, sabores, sensaciones, sentimientos, melodías y temores que ya no conocía, y que sin embargo no podía dejar de reconocer entre los que me pertenecieron algún día. Y me enfadé, y me indigné, y me puse triste, y tan rabiosa como si acabaran de volver a suspenderme Gimnasia, que les confesaré, ya que esta tarde estoy por confesarlo todo, que tampoco ha sido nunca mi fuerte. Desde entonces, esa niña desaliñada y torpe que fui una vez está conmigo. Y en su nombre, que es el mío, quiero hablarles.

En una sesión parlamentaria que tuvo lugar en algún momento del Bienio Derechista de la II República Española, el diputado socialista Fernando de los Ríos se dirigió a la cámara diciendo: "Señores, en España estamos llegando a un punto en el que el simple respeto es un valor revolucionario". La cita sería mucho más hermosa si ahora mismo, ochenta años después, no atravesáramos por una situación en la que nos sobran razones para repetirla. La LOCE, Ley Orgánica de la Caverna Educativa y grandiosa aportación personal de la ministra Pilar del Castillo a la Historia Universal de la Reacción, es una de esas razones. Porque en España, ahora mismo y por mucho que los calendarios insistan en que vivimos ya en el siglo XXI, el respeto ha vuelto a ser un valor revolucionario. El respeto a la Constitución, el respeto a la legalidad, el respeto al consenso, el respeto a los valores ajenos, el respeto a las instituciones, y a los derechos y las libertades básicas de los ciudadanos, se han ido debilitando de tal manera durante el gobierno del Partido Popular que ahora apenas son más que la cáscara vacía de un concepto prestigioso. Frente a eso, en el gobierno de este país sobra ignorancia, sobra arrogancia, sobra manipulación, y chulería, y una práctica política impropia de una democracia parlamentaria, y nostálgica en cambio de los modos y las maneras del totalitarismo. La Ley Orgánica de la Caverna Educativa es uno de los productos mejor acabados de una estrategia que roza la promoción de la barbarie.

La escuela pública, mixta, laica, gratuita, obligatoria, igualitaria y de calidad –de calidad, sí, de calidad verdadera- es el primer peldaño de la civilización. Por eso, al ir contra la LOCE, al defender el laicismo, al defender la coeducación, al oponernos a la implantación de los itinerarios pedagógicos precoces, al denunciar los manejos ilegales, miserables, arbitrarios y ruines de las juntas de escolarización, que discriminan a las escuelas públicas para favorecer a las concertadas, estamos haciendo mucho más que combatir una ley concreta, mucho más que discutir los injustificables privilegios de la Conferencia Episcopal -esa misma que ampara a los curas pederastas y cobija a los maltratadores bajo el paraguas ideológico de un argumento tan inmoral como la criminalidad de los anticonceptivos, es decir, la criminalidad de la libertad-, mucho más que emprender una simple acción política. Estamos defendiendo la civilización, la única definición posible del término "civilización" que conserva su vigencia a estas alturas de la historia de la Humanidad. Y hace falta que se sepa, que se entere todo el mundo, que consigamos superar las barreras de desinformación sistemática tras las que se protege esta ministra, tras las que se protege este gobierno.

Nosotros no tenemos el poder, pero tenemos la razón. Y la razón importa, la razón pesa, la razón duele o reconforta, la razón compromete. Y ese compromiso no se puede negociar, el nombre de la razón sólo puede pronunciarse de una manera. Por eso, creo que no debemos pedir, no debemos exigir, ni siquiera negociar, sino afirmar. Porque tenemos la razón, no estamos dispuestos a volver a la caverna, al espacio húmedo y tenebroso, oscuro y frío, atemorizado y seco, donde ya ha sucedido la infancia de demasiados niños, de demasiadas niñas, demasiadas veces, durante demasiados siglos, en este país nuestro donde el progreso sigue siendo un milagro frágil y azaroso, y el simple respeto un valor revolucionario. No vamos a volver a la caverna, porque no tenemos el poder, pero tenemos la razón y una voluntad feroz para defenderla. Por eso quiero terminar recordando el color del uniforme de aquella niña desaliñada y torpe que desde hace algún tiempo ha vuelto a vivir conmigo. Porque sé que lo que están pensando ellos, lo que pensaría la ministra del Castillo si estuviera escuchándome en este momento. No quieres puré, toma dos cucharas. Pues no. Yo no voy a tomarme dos cucharas, señora ministra, no me voy a tomar ni siquiera una, porque ya tragué bastante puré en el color lenteja del jersey y de la falda que vestí durante demasiado tiempo. Y yo no soy nadie para llamar a los ciudadanos de este país a la desobediencia civil, pero si puedo anunciar que estoy determinada a ejercerla. En mi nombre, en el de mis hijos, y en memoria de aquella niña que recibió una educación que no se merecía.

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