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Las crisis económicas, independientemente de la interpretación que se haga de las mismas; sea en un sentido accidental, coyuntural o cíclico (desde el enfoque de la Escuela de Viena incluido el marxista, como disfuncionamiento del sistema capitalista), terminan siendo sinónimo de un mal profundo sin referencia alguna a la noción de mal como pecado, sino de un malestar generalizado casi al estilo freudiano descrito en su obra Malestar de la civilización donde se alude al mal como consecuencia de “la culpa”, pero donde se insinúa que este tiene algo que ver con los condicionamientos económicos.
Es curioso que, unos años más tarde, con el famoso crac del veintinueve, es decir la crisis económica que se alarga en los años 30, se concreten tales males en forma de una gran recesión cuyas características y consecuencias han pasado a la Historia bajo la expresión, de resonancia enfermiza, de Gran Depresión, o sea una patología.
Sugiere casi un análisis clínico de las crisis, como si de un virus se tratara, porque cuanto más moderna o avanzada se producen, más capacidad tienen de mutar. “La crisis”, en singular, ha demostrado capacidad de provocar otras crisis, de forma que hace ya cierto tiempo que se vienen oyendo voces que especifican que estamos ante “la crisis de las crisis”.
Que no se asuste el lector porque, evidentemente no se hace aquí una lectura clínica de la recesión convertida en un fenómeno “multi-crisis”, aunque sus consecuencias puedan generar patologías propias de la medicina como la depresión y sus consecuencias más graves, como el suicidio, que también han sido objeto de estudio (Freud, Durkheim) tanto en el campo de las ciencias “duras”, como en el de las más “blandas” (Ciencias Sociales) que no se diferencian por el método sino por sus resultados. Se da la circunstancia que uno de los primeros economistas en hablar de crisis económica en el siglo XIX, Jean Clément Juglar, era también médico. Crisis, malestar, enfermedad o patología terminan confundiéndose.
En las antípodas de la interpretación científica, encontramos discursos de naturaleza supersticiosa y/o la creencia que dice que dichas crisis constituyen signos del fin de los tiempos, incluso del “juicio final”. ampoco parece sensato, aquí, analizar la crisis y sus consecuencias como de si un signo del Apocalipsis se tratara, sino que se entiende, en la refle i ón que sigue, que hay una “hipertrofia de la crisis”, es decir, que todo ha entrado en crisis, incluida la idea, la teoría y la práctica de la laicidad.
Eso respondería, en parte, -independientemente de dónde, cómo y cuándo se origina la crisis (2007-2014), al llamado proceso de mundialización mediante el cual todo estaría interrelacionado, de modo que, por esta regla de la globalización, prácticamente todo acaba siendo alcanzado, o si se quiere ver de forma clínica, afectado por esta crisis de carácter contagioso. Hasta los conceptos manejados en las Ciencias Sociales, como veremos más adelante, incluida la laicidad, entran en crisis porque si ésta tiene carácter global, significa entonces que lo acapara todo y, por tanto, que todo está en crisis.
Introducir el tema que aquí interesa -la laicidad del Estado o la separación Iglesias-Estado que es lo mismo-, desde este enfoque que podríamos llamar “crisología” no es fortuito, pues se trata del contexto presente en el que cabe enmarcar cualquier estudio científico-social sea éste teórico o empírico, por lo que cualquier interesado por la cuestión de la separación Iglesias-Estado en la actualidad, se preguntará, si la muy francesa laicidad de la que es sinónimo, también está en crisis y, si así fuera, si se puede hablar de una crisis de la laicidad como consecuencia de la crisis global o, por el contrario, con autonomía, tal y como alude el título del artículo, como “laicidad en crisis”.
En cualquier de los dos casos, se mire como se mire, la laicidad en Francia como en otros países genera cierta inquietud no tanto porque haya una supuesta «vuelta de lo religioso» (presagiada por muchos intelectuales como André Malraux con su célebre frase «el siglo XXI será religioso o no será») que es lo primero que viene a la mente de los que entienden la laicidad en su sentido de laicismo beligerante como algo hostil a las religiones.
En este artículo, aunque no se vaya a tratar el tema de por sí, se entiende que si hay vuelta de lo religioso es perfectamente conciliable con la laicidad del Estado (francés) que es justamente la que posibilita dicha vuelta que otros llaman «recomposición de las creencias» y que subyace un proceso inverso al de la secularización (paradigma de la sociología de los años 80). Lo que aquí se quiere reseñar es que se tienden a deformar los mecanismos jurídico-políticos, los conceptos y las teorías allí donde, en gran medida, se acuñaron, es decir, en Francia.
No se quiere decir con ello que haya un «excepcionalismo francés» sobre esta cuestión porque otros países, como Estados Unidos de América han hecho que la laicidad sea una realidad pero “a su manera”, es decir, porque por otras vías. Los elementos de la laicidad aparecen, según modalidades diversas, en muchas sociedades y la emergencia de los principios fundamentales de la misma no siguen el mismo orden cronológico en todos los contextos nacionales.
En Francia la separación Iglesias-Estado es, en su inicio, anti-clerical y arranca con su revolución de 1789. Sin embargo, en Estados Unidos de América, la laicidad se piensa y se construye contra la corona de Inglaterra siendo un proceso paralelo a la construcción de los Estados Unidos en su forma primigenia (13 colonias). Por lo tanto, aunque se le puede otorgar protagonismo a Francia en materia de laicidad y que es objeto de esta reflexión, la existencia de otros modelos, como el norteamericano conduce a hablar de laicidades en plural.
Francia en crisis dentro de una Europa en crisis
En el ámbito de la acción política, en concreto, la de los gobiernos de los Estados democráticos, la ineptitud frente a las crisis – a menudo equiparable con la “(in)gobernabilidad” -, viene siendo y es también sinónimo de crisis, de manera que requiere una reflexión profunda sobre el devenir de la política democrática. De hecho, genera cierta preocupación frente a las voces demagógicas que se multiplican por el mismo “efecto crisis”. La mayoría de los gobiernos están condicionados por esta variable, de modo que la permanencia en la gobernación depende en gran parte de ello.
Ha quedado demostrado que cualquier gobierno democrático puede caer por su forma de posicionarse ante las cuestiones enunciadas anteriormente, es decir, su gestión de la crisis: desde el socialista español, José Luis Rodríguez Zapatero al conservador francés, Nicolas Sarkozy y, el “mal-gobierno” termina siendo una mala gestión de la crisis, lo que no quiere decir que sean malos políticos.
Probablemente los que se han presentado, después, como “mejores”, caigan por “efecto dominó” a menos que se deforme la realidad anunciando recuperación cuando no la hay, se intente cubrir con coronaciones o se utilice el discurso populista y extremista – aquel que pone en cuestión las reglas del juego democrático y que triunfó en más de una ocasión en el “corto siglo XX” (Hosbawmn) durante el periodo de entre-guerras- y se vuelva a caer en la tentación autoritaria y/o totalitaria que los Antiguos llamaban tiranía.
Gestionar la crisis y sus efectos es, sin lugar a dudas, una urgencia, pero preservar la democracia y sus reglas es la prioridad al estilo del imperativo categórico kantiano o sea un mandamiento de la modernidad. Lo advertía el sociólogo francés Edgar Morin tras el fallecimiento de Stéphane Hessel, padre de la muy reciente “indignación”, hace un a o en una entrevista dada al rotativo Le Monde: «Resistamos a la tentación reaccionaria»
Mucho de todo lo que se ha expuesto anteriormente está sucediendo en Francia, la conocida patria de los Derechos Humanos por antonomasia. Democracia que suele presentarse por su ejemplaridad y excelencia no solo en lo cultural, sino también en lo político y social, y que está siendo afectada por este fenómeno tentacular llamado crisis. El cual, por ser tal, ha sumido a la sociedad francesa en una gran desconfianza hacia sus representantes y su propio sistema político, lo cual, se refleja, no solo en los más recientes estudios de opinión, sino también en los resultados de las últimas elecciones al Parlamento Europeo que han favorecido, como era de prever en tiempos de crisis a muchos que sostienen un discurso anti-sistema dentro del propio sistema: antieuropeo, antirepublicano, anti-liberal, anti-democrático, anti-fraternal, anti-laico y, por consiguiente, anti-francés.
El ejemplo lo encontramos en la Francia que propone la señora Marine Le Pen, actual dirigente del Frente Nacional (partido de la extrema-derecha) que va en el sentido opuesto al que siempre o casi siempre, siguió la República francesa: el de la libertad, igualdad, fraternidad y, por extensión laicidad (los pilares sobre los cuales se fundamenta la República francesa siempre que ha sido una democracia desde su Revolución de 1789).
Así pues, parece ser que corren malos tiempos para la République, de suerte que los (con)sagrados principios republicanos no gozan de buena salud y están, en buena medida amenazados ellos también por este mal. Si se habla de crisis republicana implica intrínsecamente una crisis de la laicidad.
La crisis y los efectos de la misma son ya un hecho innegable en la Francia actual como en otros países de la UE: es un problema, pero la fobia a lo e tranjero o “la enofobia”, no es la solución sino un agravante y peor aún si se utilizan los conceptos como el de laicidad con fines electorales ultraderechistas desviando la misma de su sentido original.
Éste el de la ley de 1905 de separación de las Iglesias y del Estado todavía vigente a día de hoy y sus prolongamientos legislativos (ley de 1959 sobre enseñanza, de 2004 sobre los signos religiosos en el espacio público y de 2010 sobre el velo integral).
La falsificación del sentido de la laicidad en Francia denunciada desde ya hace algún tiempo tanto por políticos (Valls, 2005) como académicos (Baubérot, 2012) es un mal que habría que contener so pena que se agrave este malestar generalizado que inquieta porque pone en peligro las instituciones, las reglas del juego, en suma: el sistema político. La democracia es un régimen con reglas ciertas a pesar de sus resultados inciertos.
Esta parece ser una de las ideas principales del animado polémico debate laico francés que se reflejó durante el IV Encuentro que organizó, a principios de este año, el Comité Laïcité République: una jornada que reunió un grupo de expertos e interesados entre los cuales destacó la presencia y ponencia de Manuel Valls, actual Primer Ministro de la Presidencia Hollande que evidenció que la defensa de la laicidad como fundamento de la República no es un discurso de la extrema-derecha que lo deforma sino patrimonio de la República.
Se expuso y reiteró de forma harto clara lo que es y lo que no es laicidad, debido a las deformaciones conceptuales, teóricas incluso históricas sobre la cuestión contenidas en el discurso islamofóbico que recorre Francia y toda Europa con resonancias en los años 30 de Europa y que constituye una seria inquietud, de ahí que, por los tiempos de crisis que atravesamos, es necesario reafirmar la verdad histórica y la rigurosidad de los conceptos. Tarea harto complicada pero necesaria que se llevó a cabo durante esta jornada y cuyos argumentos, o por lo menos algunos de ellos, se exponen aquí además de la opinión del autor.
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