Parece que los viejos dioses han salido de sus tumbas. Hace un par de semanas el semanario alemán ‘Der Spiegel’ sacaba en portada un crucifijo, una kipá judía y un velo islámico para llamar la atención sobre la presencia nada amistosa de estos símbolos religiosos en la vida social. Resulta, en efecto, que el gobierno bávaro manda poner crucifijos en lugares públicos, al tiempo que el gran rabino de Berlín aconseja a los judíos salir sin llamar la atención para evitar atropellos, por no hablar del miedo generalizado a la presencia masiva del velo o del burka.
Lo nuevo de la situación es que estos símbolos religiosos, que hasta ahora tenían una función folklórica o decorativa, se hacen presentes no para afirmar creencias sino para reivindicar una identidad tribal. Es como si la pertenencia a una comunidad (familia, grupo étnico o religioso) se pusiera por delante del ser alemán o francés; o de ser un individuo concreto. Con razón ‘Le Nouvel Observateur’, se preguntaba, también en portada, si no se estaba poniendo en peligro ese gran descubrimiento moderno europeo que tanto costó, a saber, la laicidad. Porque la laicidad no consiste solo en separar las iglesias del Estado sino en reconocer que no hay instancia superior a la libertad del individuo, es decir, que el derecho a adherir a una comunidad solo es aceptable si se le respeta el derecho a dejarla cuando le parezca. La pertenencia no puede ser impuesta.
Ahora bien, con la vuelta de los crucifijos a locales públicos o con la presencia de velos en las escuelas republicanas se plantea una guerra cultural donde la violencia está servida, como ocurrió en Berlín al joven judío que osó pasear tocado son su kipá.
¿Significa esta presencia pública de símbolos religiosos un atentado a la laicidad moderna? Para responder adecuadamente hay que tener en cuenta dos elementos. En primer lugar que hemos confundido laicidad europea con un mundo poscristiano. Los judío o musulmanes solo eran aceptados si se «asimilaban», es decir, si aceptaban que el día de fiesta era el domingo y no el sábado o el viernes. El calendario laico era el gregoriano. Eso no es posible mantenerlo ya porque la fuerte emigración de origen árabe nos obliga a repensar la laicidad y hacerla más inclusiva. El segundo elemento tiene que ver con la situación de desarraigo de muchos de esos colectivos. La globalización les ha dejado sin más pertenencias que lo que llevan puesto: las costumbres, la lengua y la religión. Nada extraño entonces que lo izen como bandera para hacerse visibles. Pero esa bandera no puede ahogar la que les acoge. Y ninguna bandera, su derecho a pertenecer o despertenecer a la tribu.
La nueva situación obliga a pensar mejor una laicidad reacia a integrar valores y costumbres de fuera del cristianismo europeo. En esa casa caben culturas de distinta procedencia. Pero lo que no se puede es sacrificar la autoridad de la libertad de todos y cada uno. Uno es más que su casa. El precio de la vuelta de los símbolos particulares no puede ser el comunitarismo en cualquiera de sus versiones porque entonces «la vuelta de lo identitario supondría la muerte de la democracia», dice Jean Daniel.
Reyes Mate
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