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El tercer informe elaborado por EL PAÍS alcanza los 500 casos registrados en un año en la Iglesia española
Cuando en 2018 EL PAÍS inició una investigación sobre la pederastia en el seno de la Iglesia católica española se conocían apenas 34 casos de abusos. La jerarquía eclesiástica negaba que existiera el problema y limitaba el alcance de los abusos a unos pocos casos antiguos y aislados. Cuatro años después hay constancia documentada y testimonial, a partir de diferentes fuentes, de 906 casos, con 1.713 víctimas. Solo en el último año el equipo de investigación de este diario ha recopilado, investigado y notificado 500 nuevos casos. La Conferencia Episcopal ya no niega el problema y ha encargado una investigación interna a un bufete privado de abogados, pero no ha servido ese paso para dar respuesta alguna institucional acorde con la magnitud del problema y la gravedad de los hechos.
Pese a la gran dificultad que tienen las víctimas para superar el trauma y dar a conocer los abusos padecidos siendo niños o adolescentes, no cesa la llegada de nuevos testimonios al buzón habilitado por este diario. Aunque la mayoría se refieren a delitos ya prescritos, en todos los testimonios late el deseo de impedir que puedan repetirse y compartir con otras víctimas una experiencia muy dolorosa que no ha recibido hasta ahora ni el reconocimiento ni la reparación que merecen. El tercer informe elaborado por este diario, que se suma a los dos ya entregados a la Conferencia Episcopal en diciembre de 2021 y en junio de 2022 sigue añadiendo nuevos casos. El recuento final incluye 79 testimonios sobre abusos cometidos sobre 103 víctimas por 70 sacerdotes, religiosos y seglares, de los que 50 no habían sido identificados anteriormente.
El informe ha sido entregado tanto a la Conferencia Episcopal como al Defensor del Pueblo, Ángel Gabilondo, a quien el Congreso de los Diputados encargó una investigación oficial en marzo. Entre julio y octubre, la oficina del Defensor ha atendido a 253 afectados. Muchos de los agresores identificados estuvieron ejerciendo durante años funciones docentes o eclesiales en parroquias, colegios y seminarios, lo que hace pensar que los abusos que han emergido solo son una pequeña parte de los que se cometieron. Las normas internas obligan a los obispos y a los responsables de las órdenes religiosas a abrir una investigación ante cualquier denuncia, pero la gestión interna es tan opaca que no se sabe cuántos casos se han investigado ni cuál ha sido el desenlace.
Algunas órdenes se han mostrado dispuestas a reconocer y reparar el daño, pero la Iglesia como institución, pese al asesoramiento legal buscado, se resiste a asumir su responsabilidad. Lo único que ha trascendido es que en la última reunión plenaria de los obispos se aprobó un protocolo de prevención y actuación que las diócesis deben seguir y que incluye medidas no previstas en el aprobado en 2010, entre ellas una posible reparación económica para los afectados. Pero se mantiene en la más estricta opacidad. Tampoco ha habido ninguna reacción a las acusaciones de encubrimiento que pesan sobre 39 obispos españoles, 14 de los cuales siguen vivos. Esta actitud contrasta con la que han adoptado conferencias episcopales como la francesa, que ha notificado que 11 obispos han sido sometidos a la justicia civil o a un proceso canónico por haber cometido abusos o haberlos encubierto. La Iglesia española ya no se atreve a negar el problema, pero está lejos de dar una respuesta satisfactoria al enorme dolor que una perversa mezcla de permisividad y encubrimiento ha causado.