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La izquierda new age, por Alejandro Armas

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La motivación de esta izquierda parece ser una pretendida reivindicación de las cosmovisiones amerindias y de otras comunidades no alineadas con los patrones culturales occidentales

Érase una vez, hace no precisamente mucho tiempo ni en algún legendario reino cuya fauna incluya a dragones y unicornios, una izquierda que enarbolaba ciertas banderas como la laicidad estricta en el orden público y un compromiso inquebrantable con el empirismo como paradigma epistemológico que guíe la acción social. No necesariamente tenía que llegar al ateísmo militante y antirreligioso de Feuerbach y otros de los jóvenes hegelianos, o a los incineradores de iglesias en la Segunda República Española. Era una izquierda que valoraba y protegía la libertad de cultos, pero manteniendo a esos cultos fuera de la legislación y demás decisiones del Estado.

Tampoco tengo en mente al llamado “socialismo científico” de Marx, que, en su visión determinista de la historia, supuestamente encaminada a una revolución proletaria mundial sin alternativa posible, tenía mucho más de fe que de ciencia. Más bien pienso en corrientes socialdemócratas, e incluso en algunas radicales, que solo reconocían como conocimiento científico aquel obtenido mediante un método que se remonta a Aristóteles y que obtuvo sus premisas modernas de Francis Bacon. También, gracias a esa devoción al empirismo, pudieron notar que los argumentos para discriminar y oprimir a ciertos grupos de personas (mujeres, personas Lgbtiq, etc.) no tenían fundamento racional y por lo tanto eran inadmisibles en la esfera pública.

Pero ahora, en momentos en que la política identitaria postmarxista coge vuelo más y más alto, esa izquierda de la que hablo pudiera estar condenada a desaparecer.

Un fenómeno que comenzó en los países occidentales más desarrollados pero que ahora tiene fuerte asidero también en algunas partes de Latinoamérica. En la región, sus manifestaciones más poderosas son el actual gobierno chileno y el venidero gobierno colombiano. Cada uno ha dado una muestra reciente de los peculiares giros que está dando la izquierda contemporánea. Giros que francamente lucen como ridiculeces esotéricas que en el mejor de los casos son inútiles y alejan el reflector de los problemas reales, que en América Latina no son pocos.

En ambos casos, la motivación parece ser una pretendida reivindicación de las cosmovisiones amerindias y de otras comunidades no alineadas con los patrones culturales occidentales, para así rescatarlas de un desprecio institucionalizado. Yo no digo que ese desprecio no exista, ni que el Estado no tenga el deber de proteger a su objeto, considerando la libertad de pensamiento como un derecho humano. Pero la forma en que se está haciendo en estas instancias me resulta torpe y hasta nociva. Ah, y entre las causas también puede haber algo de ese esoterismo new age con el que algunos miembros de la burguesía actual hacen frente a lo que Bauman llamó los descontentos de la posmodernidad.

Comencemos con el caso chileno. En menos de un mes la propuesta de nueva Constitución será sometida a consulta popular. En rigor, no es una iniciativa de Gabriel Boric, pues la redacción del borrador antecede a su elección como presidente. Pero la Convención Constitucional a cargo está dominada por elementos de izquierda afines al nuevo gobierno. Y entre los artículos de aquel borrador, hay uno, el 67 en su inciso tercero, que reza que “el Estado reconoce la espiritualidad como elemento esencial del ser humano”.

No es ninguna novedad que la izquierda sea particularmente entusiasta de romper con la noción de que la finalidad de una carta magna se limita a establecer el andamiaje básico del Estado, y que prefiere incluir en su texto todas las consideraciones de derecho, sobre todo los derechos sociales, bajo la premisa (a mi juicio errada), de que eso les brinda una protección infranqueable. Pero los constituyentes chilenos están llevando esa tendencia al paroxismo.

En un sentido literal, el artículo de marras atribuye a la humanidad entera una cualidad con la que solo una parte de la misma se identifica, lo cual es inapropiado para una ley fundamental que regirá las vidas de ciudadanos entre los cuales se encuentran personas que no se identifican con dicho rasgo. La sintaxis del inciso y la semántica de sus palabras dan a entender que el Estado admite la existencia de un concepto metafísico (“espíritu”) cuyo reconocimiento se limita a una pluralidad de creencias mágico-religiosas. Ello choca con la laicidad del Estado, que el borrador constitucional chileno garantiza también. Surge entonces una contradicción. Las contradicciones son confusas, y una Constitución no debe ser confusa. Los defensores del borrador sostienen que interpretar el artículo 67 como lo acabo de hacer es un error, pues su propósito es solo defender la libertad de culto. Me parece entonces que si el artículo está generando tanta polémica (que lo hace; uno de tantos puntos contenciosos que hacen que, según encuestas, hoy sean muchos más los chilenos que votarían en contra del texto legal que los que lo harían a favor), es porque la intención no es tan obvia. De nuevo: no es lo deseable en una Constitución.

Yo no creo que los constituyentes chilenos pretendan obligar a todos sus conciudadanos a adoptar alguna forma de espiritualidad. Pero eso no niega que lo que están haciendo sea inadecuado. Introducir axiomas espirituales en una Constitución puede prestarse para abusos que sus autores ni imaginan, como la discriminación inspirada en preceptos religiosos. He aquí el problema de las constituciones que tratan de abarcar todo y de paso lo hacen con un lenguaje impreciso: dependiendo de quién gobierne, las interpretaciones pueden variar, y lo que alguna vez fue revolucionario se puede tornar reaccionario, o viceversa. “La Constitución sirve para todo”, dijo alguna vez José Tadeo Monagas.

Pasemos ahora a Colombia. Allí, la futura vicepresidente Francia Márquez, otrora rival de su ahora jefe Gustavo Petro en la competencia por la candidatura izquierdista a morador de la Casa de Nariño, está buscando cómo ejercer su propia influencia. Ello incluye nominar a una aliada suya, Irene Vélez, para el Ministerio de Ciencia. Vélez orgullosamente se identifica en sus redes sociales como “investigadora activista”, por lo que creo que su perfil calza de forma impresionante con el tipo de académico al que me referí en el reciente artículo para este portal titulado La epistemología activista.

La epistemología activista, por Alejandro Armas

Parte de ese activismo es una crítica dura a lo que llama “ciencia hegemónica”. En mi opinión, hay que rehuirle a todo aquel que le ponga apellidos a la ciencia, sobre todo con esas connotaciones gramscianas tan tontas. Como alternativa, Vélez plantea una “ciencia al servicio de los nadies” que entre otras cosas invita a “dialogar con los saberes ancestrales”. Esta aproximación ha sido cuestionada por varios científicos colombianos por equiparar el método científico con prácticas que prescinden del mismo.

Pero no hay que ser un premio nobel para entender cosas de sentido común, como el nivel de absurdo al que hay que llegar para creer que un “saber ancestral” es digno de consideración científica solo por provenir de una determinada cultura. Además, dentro de esa categoría puede entrar prácticamente cualquier observación del mundo que goce de cierta antigüedad. ¿El Ministerio de Ciencia instará al de Educación a que incluya los escritos de Nicolás Flamel sobre alquimia en un pensum escolar? ¿Organizará simposios sobre la frenología, con todo y sus conclusiones sobre la superioridad intelectual de los europeos? ¿Pretenderá que los postulados sobre el Big Bang y la teoría de la evolución de Darwin tengan la misma validez que la cosmogonía y el origen de la humanidad relatados en el Génesis, tal como hacen los evangélicos fanáticos en Estados Unidos? Alerta de spoiler: no. No lo harán, pero no porque ninguno de estos “saberes ancestrales” haya sido validado por el método científico, sino porque son “occidentales” y por lo tanto no son de interés para los investigadores activistas.

La guerra contra Occidente, por Asdrúbal Aguiar

Una respuesta ante la reacción naturalmente adversa a los planteamientos de Vélez, por parte de sus defensores, es acusar de «racismo» a quien se oponga. Aparte de pretender intimidar a la disidencia con amenazas de “cancelación” por parte de las turbas ultra woke, en vez de buscar una discusión franca y desapasionada, este alegato es absurdo.

Veamos el ejemplo de otro “saber ancestral” caduco: el modelo universal geocéntrico. Incuestionable por más de un milenio en Europa tal como es descrito en el tratado astronómico Almagesto, hoy no vemos a su autor, el matemático Tolomeo de Alejandría, como un zafio primitivo. Tampoco vemos con desprecio a la civilización helenística en la que desarrolló sus investigaciones. Por el contrario, tanto el individuo como su cultura son vistos con alta estima y reconocidos como contribuyentes destacados en la historia de la ciencia. Pero no por ello esa cosmovisión es admitida como vigente hoy.

Me atrevería a decir que el verdadero racismo no está ahí, sino en la idea de que las personas sin ascendencia europea son incapaces del pensamiento empírico y que, por lo tanto, deben ser catalogadas dentro de un paradigma intelectual alterno para que sus aportes a la ciencia sean reconocidos. El resentimiento de esta izquierda posmoderna es tal, que al parecer no se da cuenta de que está creando una nueva especie de apartheid al resaltar obsesivamente lo que diferencia a cada segmento demográfico y desatender los elementos compartidos por la humanidad entera. Porque de paso desde ese campo ideológico es común la acusación de “apropiación cultural” para quienes llevan a cabo prácticas de una cultura ajena. Semejante afán por la separación, por la pureza cultural o étnica, apesta a fascismo.

Luego de los fracasos de la oleada liberal y conservadora en la segunda mitad de la década pasada, los votantes le están dando a la izquierda latinoamericana otra oportunidad. Pero si lo que se les viene a esos países es este híbrido de los libros de Chantal Mouffe y el programa televisivo de Walter Mercado, pues qué esperanza…

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