El filósofo y escritor Santiago Alba Rico, colaborador entre otros medios de DIAGONAL, analiza en esta entrevista el estado de estos procesos.
¿En qué situación se encuentra Libia? Resulta difícil encontrar información sobre lo que está ocurriendo en el país tras el derrocamiento de Gadafi.
Sí, Libia está un poco olvidada. Incluso está olvidada por los propios Estados Unidos y por los propios países europeos que intervinieron militarmente para ayudar a derrocar a Gadafi. Libia se encuentra en una situación de caos donde es muy difícil construir un estado o una sociedad civil como consecuencia precisamente de la dictadura de Gadafi. En 44 años no fue capaz de generar una sociedad civil formada política y culturalmente ni de proporcionar servicios sanitarios o académicos. Gadafi dedicó sus 44 años de dictadura a negociar su supervivencia con los jefes tribales, cuando se había presentado tras derrocar al rey Idris como una figura progresista que iba a convertir Libia en un estado independiente y soberano. Hoy el Estado solo existe formalmente, y no controla la mayor parte del territorio. Se calcula que pueden estar armadas unas 250.000 personas, que es una barbaridad si se tiene en cuenta que la población de Libia es de tres millones y medio de habitantes. Es decir, que aproximadamente el diez por ciento de la población está armada. Son estas milicias las que controlan el territorio. En contra de lo que se piensa, y aunque en todo el mundo árabe el yihadismo o el islamismo radical próximo a al-Qaeda está recuperando terreno, en Libia la mayor parte de estas milicias no están alineadas ideológica o religiosamente. Son milicias locales que intentan negociar su participación en el poder con un gobierno central muy débil. Ahora mismo en Bengasi hay una situación de enfrentamiento muy fuerte entre la institución militar que representa al estado central en Bengasi y Ansar al Sharía, un grupo islamista radical próximo a al-Qaeda.
Hasta hace pocos días Libia no contaba con policía ni ejército. En Trípoli la milicia de Misrata, una de las más potentes, respondió a una manifestación con disparos; incluso con disparos de baterías antiaéreas, matando casi a 50 personas. Después de eso el gobierno llegó a un acuerdo para que esta milicia se replegara y permitiera entrar a un ejército que no sabe muy bien a quién representa ni de dónde ha salido. Hay que recordar que, al contrario de lo que ocurrió en Egipto o en Túnez, en Libia las elecciones no las ganaron la rama local de los Hermanos Musulmanes. Quienes llegaron al gobierno fueron los liberales –el grupo de Yibril–, y son ellos quienes están teniendo dificultades para controlar la situación. En cualquier caso, frente a lecturas muy reduccionistas, hay que decir que no son Estados Unidos o las potencias europeas quienes gobiernan Libia. Y que si bien hay un crecimiento importante del islamismo yihadista, no es cierto que domine el país.
En esta situación, la producción de petróleo se ha reducido al diez por ciento respecto a la época de Gadafi porque estas milicias lo primero que hacen es ocupar las refinerías, incluso minorías como la amazigh.
¿Y qué papel han jugado esas minorías en el derrocamiento de Gadafi?
Han jugado un papel fundamental. De hecho la batalla de Trípoli no la decidió exactamente la OTAN, sino que la decidieron los amazigh procedentes de Nafusa, quienes ya llevaban muchos meses combatiendo contra los partidarios de Gadafi con medios muy precarios. Estas milicias en cuanto liberaron zonas del régimen, crearon escuelas, editaron periódicos… Gadafi decía del pueblo amazigh lo mismo que decía Golda Meir sobre el palestino, que "no existía". Era lógico entonces que los amazigh apoyaran desde el principio el derrocamiento del régimen.
¿Su situación ha mejorado?
Ahora están en una situación de abandono muy parecida a la que se encontraban antes. Reclaman que se reconozcan sus derechos y su lengua en la futura Constitución, y como se dan cuenta de que la presión islámica y arabizante es muy fuerte están muy movilizados. Recientemente han ocupado una refinería gestionada por ENI para reivindicar sus derechos. Se puede decir que esa es la dinámica. Unos grupos, como los bereberes, defienden sus derechos culturales y étnicos; otros están más islamizados; otros defienden solamente sus intereses locales y territoriales.
¿De qué forma la arabicidad condiciona la percepción que se tiene sobre estos pueblos?
Esto es importantísimo. Si en algo han coincidido tanto el islam político como sus enemigos panarabistas ha sido en que la seña de identidad árabe –la lengua árabe y la cultura ligada a ella– era el referente identitario a la fuerza de todos los ciudadanos, y esto ha generado situaciones de mucha injusticia en diversos pueblos. Especialmente entre los bereberes –en el norte de África– y los kurdos –tanto en Iraq como en Siria–.
En Libia la identidad amazigh ha sido negada por principio durante décadas, y ahora, tras la revolución, han visto y ven frustrada la oportunidad de reivindicar sus derechos, a pesar de que sus reivindicaciones son bastante modestas. No quieren ser independientes, quieren que se reconozca su derecho a hablar su lengua en lugares públicos y a poder enseñarla en las escuelas. Lo mismo ocurre en el caso kurdo.
En Siria, el PYD, el partido de la izquierda kurda que controla parte de la frontera con Iraq, pide una autonomía. Para que veamos hasta qué punto son modestos, para muchos de sus dirigentes el modelo español es un referente válido. Quieren una autonomía con competencias lingüísticas y culturales, y por eso están enfrentados tanto al régimen de Bashar al-Assad, que siempre negó su existencia, como a los grupos próximos a al-Qaeda –como el frente Nusra–, quienes se niegan a aceptar otra cosa que no sea la lengua y la cultura árabe como referente identitario común. Y eso es un problema que hay que resolver. Mientras no se resuelva, jamás habrá una verdadera revolución democrática en el mundo árabe.
Túnez parece que es el único país donde aún podrían continuar este proceso revolucionario sin desembocar en un golpe de estado o en una guerra civil.
Las revoluciones árabes fueron algo muy parecido al caracazo venezolano de 1989. Había que dar tiempo. Si se daba ese tiempo, la posibilidad de introducir cambios, incluso a través de futuras elecciones que podría ganar la izquierda, era posible. Ahora nos encontramos en un retroceso. Va a tardar más en madurar ese proceso. No es imposible, pero en estos momentos la situación se ha complicado.
En Túnez, la izquierda –y esto lo digo con todo el cariño que siento hacia muchos amigos míos que militan en esta izquierda del Frente Popular– se ha equivocado. Ha perdido varias ocasiones históricas de poder gestionar estos procesos. La primera ocurrió antes de las elecciones, cuando fue incapaz de mantener ese primer frente de izquierdas, el Frente 14 de Enero. La segunda, y puede que haya sido la más importante, aconteció después del asesinato de Chokri Belaid, cuando realmente tuvo en sus manos un capital simbólico y político muy poderoso que no ha sabido gestionar. Durante un cierto tiempo este frente siguió una estrategia que es la que a mí me parece más inteligente: se opuso a la derecha laica y a la derecha islamista apostando por incidir en el discurso económico y social en un país muy castigado por la crisis. Sin embargo, después del golpe de estado en Egipto optó por un atajo oportunista al sumarse al Frente Nacional, al lado de la derecha laica, de los propios restos de la dictadura, para tratar de derrocar por cualquier medio a Ennahda y al gobierno. Creo que es una estrategia que le va a costar muy cara en un momento en que tanto el malestar social como el desprestigio merecido de Ennahda convertían al Frente Popular, potencialmente, en la fuerza de futuro. A mi juicio tendrían que haber sabido manejar el malestar social con una combinación de esfuerzo y movilizaciones que no estuvieran orientadas solamente a derribar al gobierno por cualquier medio.
Ahora nos encontramos con un diálogo nacional fallido, que es en realidad un pequeño golpe de estado blando en la medida en que desplaza la soberanía de la Asamblea Constituyente a un acuerdo entre élites. Lo que está por ver es si la derecha islamista y la derecha laica se ponen o no de acuerdo con esa tercera fuerza que es la UGTT, que está tratando de presionar para que haya un diálogo entre ellas. ¿Qué queda fuera? Todos los sectores que hicieron la revolución durante los primeros meses de 2011. Hay todo un sector de la población muy castigado que no se siente representado ni por el gobierno, ni por la oposición. Con el creciente malestar social todo esto puede desembocar, como ya lo estamos viendo en Gafsa o en Kef, en protestas populares espontáneas mucho más violentas que las de enero de 2011, y en un terreno muy propicio para el avance de los yihadistas o de otros movimientos salafistas muy a la derecha de Ennahda.
¿La izquierda tunecina está dispuesta a entablar un diálogo con Ennahda?
La izquierda es muy reacia a negociar con fuerzas islamistas moderadas, pero sin su integración en estos procesos tampoco podrá haber jamás una verdadera revolución democrática. Pretender que la revolución solamente puede hacerse contra esas fuerzas islamistas es condenarnos a reproducir un ciclo de dictadura, criminalización, radicalización del islamismo y violencia, que es precisamente el que ha legitimado, a los ojos de las potencias occidentales, dictaduras como las de Ben Ali o Mubarak. Nadie puede pensar que las movilizaciones populares que empezaron a finales de 2010 en Túnez se hacían en condiciones en las que podía pensarse en una revolución socialista o en una transformación radical de las condiciones económicas. Lo que cabía esperar, y no era poco, era una normalización democrática del mundo árabe, normalización dotada simbólicamente de una potencia rupturista y revolucionaria enorme. Y esa normalización democrática pasaba por integrar a las fuerzas mayoritarias de esta zona del mundo, que no son al-Qaeda. De hecho, algo que hemos descubierto es que al-Qaeda estaba fuera de juego; verdaderamente representaba una minoría dentro de la juventud árabe.
Sin embargo no son pocos los medios de comunicación que aglutinan bajo la fórmula "islamismo radical" o "yihadismo" movimientos islamistas moderados. Incluso la propia izquierda tunecina parece mantener esta percepción.
Es un disparate volver a aquel discurso, es muy triste. La izquierda, que antes de la revoluciones árabes desmontaba estos clichés anti-islamofóbicos al considerarlos como un instrumento de dominación colonial, ahora vuelve a reproducirlos acríticamente. Una izquierda que antes tenía como referentes políticos a Hamás y a Hizbulá. Estos eran nuestros referentes anti-imperialistas.
Ese sector de la izquierda en estos momentos está demostrando una combinación de ignorancia y de islamofobia muy negativa frente a otros discursos constructivos. Este sector sostiene que, frente a los Hermanos Musulmanes, todo está permitido. Khaled Saghiya, antiguo redactor jefe del periódico libanés Al-Akhbar, decía que era muy curioso escuchar de pronto a una cierta izquierda anti-imperilista condenar y oponerse a la amagada intervención estadounidense en Siria utilizando los mismos argumentos que utilizó Bush para invadir Iraq: la guerra anti-terrorista contra al-Qaeda, los yihadistas malvados, el laicismo… Y eso es muy preocupante.
En tu artículo Egipto, ¿golpe de estado o revolución permanente? sostienes que es precisamente el anti-islamismo una de las cuestiones pendientes en la izquierda.
Hay gente muy inteligente a la que respeto y de la que he aprendido mucho, como Samir Amin, que considera que no hay ninguna compatibilidad posible entre el islam político y la democracia. Él, por ejemplo, apoyó la intervención colonial francesa en Mali y el golpe de estado en Egipto.
Quizás el riesgo de apostar por la integración de los islamismos moderados es grande, pero el otro riesgo ya lo conocemos. Son las décadas de dictadura que han caracterizado esta zona del mundo, siempre en detrimento de los pueblos. Entonces ¿qué es lo que ocurre? Yo lo que creo es que a veces se minusvalora la capacidad de corrupción que tiene el poder. Pensamos que el poder corrompe, y yo digo, sí, y a veces para bien. Lo estamos viendo ahora en el caso de Ennahda en Túnez. Mucha gente considera que es malo que sean ellos quienes negocien con el Fondo Monetario Internacional, y es cierto que tiene una vertiente muy mala, pero el hecho de que sean Ennahda o los Hermanos Musulmanes quienes se tengan que sentar a la mesa con primeros ministros, con Obama o con el FMI les obliga a dejar una parte de su extremismo y de su radicalismo. En este caso, a todos nos conviene. Porque no se trata de radicalismo marxista sino radicalismo reaccionario y religioso. Por eso digo que felizmente el poder corrompe. Si hay alguna posibilidad de integración democrática de estas fuerzas en el mundo árabe pasa precisamente por el hecho de que el poder las corrompa un poco. Como no tienen respuesta a los problemas económicos y sociales de la población, que se corrompan en el poder, por un lado, los modera, y por otro lado, a la larga, los va a dejar fuera de juego. Si nos empeñamos en convertirlos en una fuerza marginal, al margen de las instituciones, lo que vamos a hacer es alimentar sus señas identitarias más extremistas.
Tal vez esa forma de corrupción haya influido en la transformación del discurso de los Hermanos Musulmanes desde 2011.
Nos encontramos en una situación paradójica, lo vemos en Egipto y lo vemos en Túnez. Hace poco lo describía con cierto tono provocativo en un artículo titulado Islamismo y democracia. Dudo que Ennahda crea sinceramente en la democracia, pero ¿quién cree en la democracia? ¿los liberales? ¿la izquierda estalinista? No sé… En todo caso lo que sí creo es que, por razones pragmáticas, nos vemos de pronto en una situación en la que Ennahda y los Hermanos Musulmanes están defendiendo, y se están viendo obligados a hacerlo materialmente, un discurso democrático, mientras que los otros sectores están defendiendo un discurso golpista. ¿Qué podemos deducir de ahí? Que no se pueden ontologizar los procesos políticos.
La única manera de acabar con esos ciclos de dictadura, represión, violencia y radicalización islamista es integrando democráticamente a este tipo de movimientos. Además, la izquierda debe trabajar para desplazar la hegemonía cultural hacia su lado, pero desde el islam e incluso desde el islamismo. No contra la religión y la cultura popular. Lo que no podemos hacer contra él es recurrir a dictadores “ilustrados” y refugiarnos en tiranías presuntamente laicas. La única manera de acabar con eso es desplazando el bloque cultural, un poco como se ha hecho en América Latina. Chavez por ejemplo incorporó toda la tradición viva, tanto católica como evangelista, en el chavismo. La izquierda atea, la izquierda laica, lo que ha hecho siempre es despreciar la cultura popular, por eso se ha convertido en una fuerza elitista, pro-occidental, muy eurocéntrica y derrotada a la hora de introducir cambios estructurales en el mundo árabe. Por eso, como dice mi amigo Kacem Gharbi, no se trata de vaciar las mezquitas, sino de predicar el comunismo desde ellas.